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Presa del más agresivo nacionalismo blanco, Estados Unidos (EE. UU.) monopoliza la violencia racial mediante diversas organizaciones –no grupúsculos– a lo largo de todo su territorio. Resulta paradójico que, mientras el poder bélico de esa superpotencia se desplegaba a miles de kilómetros para “combatir al terrorismo” en casa, las agencias de inteligencia son superadas para controlar ese fenómeno. Incapaces de identificar a sus líderes y fuentes de financiamiento, y llevarlos ante la justicia. Los ataques armados en ese país contra mexicanos y otras nacionalidades son una amenaza terrorista que crece a ritmo veloz y cada vez se asemeja más a una limpieza étnica alentada por el discurso xenófobo del presidente estadounidense.
El proceso de profunda división mundial, se expresa con gran violencia en países ricos y altamente industrializados como EE. UU. en particular, y sus aliados. Ahí, a lo largo de toda la superpotencia militar, el supremacismo blanco constituye un movimiento organizado por múltiples grupos de distintas vocaciones (antisemitas, antihispanos, antimetrópolis, etc.) que tienen en común la creencia de la superioridad racial sajona.
Ellos desean preservar esa “superioridad” y la difunden mediante la identificación de que los no blancos son menos humanos que ellos, los anglosajones. Por seguridad, han adoptado una estructura mutante y se mantienen en contacto con el uso de comunicaciones digitales, denuncia el Centro de Derecho de Pobreza del Sur (SPLC).
Diversos estudios sostienen que los protagonistas de esa violencia racial, individual o colectiva, experimentan problemas psicológicos, desórdenes de ira y son reacios a recibir tratamiento profesional. En su mayoría son resentidos, porque creen que no reciben los mismos beneficios sociales, electorales, laborales, habitacionales o económicos que personas de otro origen étnico.
A diferencia de las ultraderechas racistas de Europa, los nacionalistas estadounidenses no tienen grandes aspiraciones electorales ni se vinculan abiertamente con un solo partido político. Si bien es obvia su inclinación por la rama dura del Partido Republicano, no son muy activos electoral, ni políticamente.
Los ideólogos de ese movimiento surgen en la cotidianeidad de sociedades muy “racializadas” y racialmente inequitativas, describían Kathleen M. Blee, Matthew DeMichele, Pete Simi y Meh Latin en su análisis colectivo ¿La gente puede ser adicta a los supremacistas?, en el que advierten que la peligrosidad de esas organizaciones aumenta cuando se suma un clima político afín con narrativa violenta desde la superestructura.
En el epicentro de la actual ideología del nacionalismo blanco está la creencia de que sus miembros se encuentran bajo ataque y que un amplio rango de enemigos –desde feministas, políticos de izquierda, musulmanes, judíos, refugiados, negros, inmigrantes– conspiran para minar y destruir a la raza blanca.
Más allá de esas teorías de la conspiración, siempre salpicadas con dramáticos datos estadísticos y abundantes vocablos violentos como “genocidio” o “remoción territorial”, los nacionalistas y neonazis exigen al poder político un compromiso de salvaguarda.
En 2017 existían casi 165 grupos paramilitares promotores del odio organizado, como los Oath Keepers (Custodios del Juramento), Three percenters (Los del 3 por ciento) y Posse Comitatus (Fuerza del Condado).
¿Se llegó a un punto de inflexión?
El experto del portal de análisis geopolítico (GPF), Jacob L. Shapiro alertaba en noviembre pasado que EE. UU. es una superpotencia dividida entre milicias blancas nacionalistas, voluntarios anti-inmigrantes y organizaciones raciales que cada vez “oxigenan” la radicalización del país. Para muchos, se ha creado una posibilidad de endurecer las leyes de control de armas.
¿Hemos llegado a un punto de inflexión en la venta y posesión de armas? Preguntó la periodista Amber Phillips en The Washington Post. Para los optimistas: muchos republicanos dicen apoyar un mayor control de armas al que se han opuesto en el pasado. Otros afirman que la poderosa e influyente Asociación Nacional del Rifle está en un proceso de debilitamiento (aunque haya financiado a Donald Trump). Por ello creen que, si el presidente quiere impulsar ese control, éste es el momento oportuno.
Es una oportunidad “decente” que debemos respaldar, escribía el think tank La Tercera Vía, que pugna en el Congreso esa legislación. También, el gobernador republicano de Ohio, Mike de Wine ha urgido a su congreso por ampliar la revisión de antecedentes.
Muchos están afiliados al movimiento patriota –que congrega a otras 640 asociaciones de diverso tamaño– que, afirman, protege las libertades civiles. El Centro sobre el Extremismo y Antidifamación advierte que cada uno de esos nodos está provisto de armas poderosas, cada uniformado pertenece a un batallón y regimiento con rango propio.
El Estado es su enemigo y se definen como la Tercera Fuerza. Defienden su derecho a portar armas; sus mensajes supremacistas se distribuyen por la red. Según el SPLC, esos grupos escalaron en número y extensión geográfica durante el gobierno de Barack Obama hasta sumar 1.360.
Pese a su gran afinidad con Trump, esas organizaciones mantienen su recelo con la unión por el control de tierras. En todo caso, en EE. UU. la extrema derecha y sus grupos de odio se incrementan. Su objetivo reciente son los inmigrantes centroamericanos, mexicanos y musulmanes. EE. UU., como ningún otro país, monopoliza esa forma de violencia racial que parece estar en la médula del sistema sociopolítico, advierten analistas.
En los últimos años, más de 185 personas han muerto asesinadas en EE. UU. por ataques de alto perfil relacionados con nacionalistas blancos. Hasta 2017 habían sucedido 16 ataques, incluido el rally supremacista de Charlottesville, Virginia. En 2018 se sumó el caso del hombre que atacó la sinagoga de Pittsburgh. Todos esos crímenes se inspiraron en violencia racial.
Mexicanos: el objetivo
El objetivo de ese rechazo visceral son los mexicanos inmigrantes o los estadounidenses de origen mexicano en EE. UU. Es decir, 36 de los 57 millones de latinos en ese país, a los que esos extremistas ultranacionalistas consideran invasores. Ellos ignoran que será el poder adquisitivo de esa minoría la que determinará cada vez más el ritmo del crecimiento del Producto Interno Bruto (PIB) de EE. UU., como explica el Centro Selig de la Universidad de Georgia.
Sin embargo, los mexicanos y la comunidad mexicano-norteamericana se mantienen como objeto de ataques armados, racismo verbal y discriminación en aquel país. A pesar de que son grandes contribuyentes al fisco, aportan riqueza e innovación, nunca han usado a cabalidad su gran poder de boicot. Si así fuera, la economía de California (con 11.9 millones de latinos) y Texas (con 8.6 millones) sucumbiría en horas.
Las empresas de todos los sectores quieren mantener ahí a sus empleados mexicanos (1.65 millones poseen grado universitario y medio millón tiene postgrados), incluso los 700 mil mexicanos veteranos de guerra hacen valiosas contribuciones en materia de seguridad. Los crímenes de odio en Texas y Ohio revelan que la violencia supremacista está bien organizada, y se ha soslayado desde el gobierno estadounidense.
Combate o simulación
De acuerdo con datos de la Agencia General de Contabilidad gubernamental (GAO) de Estados Unidos, ese país gastó seis billones de dólares en su guerra contra el terrorismo. Solo para sus operaciones anti-terror en Afganistán, Irak y Siria, el Pentágono erogó 1.5 billones de dólares, según el Instituto Watson de Asuntos Públicos e Internacionales. Sin embargo, se ignora cuál es el presupuesto asignado a las agencias de inteligencia y seguridad interior para combatir a esos grupos de odio.
Desde el 11-S, el gobierno de EE. UU. ha dedicado al contraterrorismo interno fondos equivalentes a 2.8 billones de dólares, según el Centro Stimpson. Eso significa que existen registros actualizados de las organizaciones por condado y entidad; un censo de los líderes y su membresía, así como un rastreo eficaz de sus fuentes de financiamiento.
Si se considera que de ese presupuesto antiterrorista, unos 500 billones se destinaron al Departamento de Seguridad Nacional, al menos una pequeña parte se etiquetaría para combatir a los extremistas de derecha dentro del país. Sin embargo, diarios como The New York Times y The Guardian han denunciado la desbandada de analistas de inteligencia que antes se enfocaban en las amenazas domésticas. Es decir, solo hay simulación.
Según el Buró Federal de Investigación (FBI), todas las agencias de inteligencia y seguridad del país han sido sobrepasadas por la creciente cifra de incidentes y crímenes de odio. La muestra de que el fenómeno es desatendido se expresa en 2016, porque hubo 15 mil 254 denuncias de ataques racistas –individuales y colectivos– en todo el país; la cifra aumentó a 38 mil 700 en 2018.
Presidencia violenta, racista y clasista
Trump, quien por años cuestionó la ciudadanía estadounidense del primer presidente negro, ha recurrido con amplitud al discurso nacionalista y violenta retórica. Él usa abusivamente el vocablo “invasión” al describir la llegada de inmigrantes y pregunta a una multitud: ¿Cómo hacen para detener a estas personas? Alguien gritó “¡Disparándoles! Y Trump sonrió.
“Hacer cosas racistas y afirmar que no lo son es una herramienta nueva que Donald J. Trump ha inventado”, afirmó Ashley Jardina, politóloga de la Universidad de Duke, al recordar la abierta xenofobia del gobernante estadounidense. Aquí sus expresiones:
2016 Trump agita el nacionalismo anglosajón al exacerbar su discurso antimigrante.
2017 Afirma: “Los inmigrantes haitianos tienen sida y los africanos que visiten EE. UU. jamás volverán a sus chozas”.
2018 Declara: “Los lugares de origen de los inmigrantes son países de mierda, en su lugar EE. UU. debía recibir inmigrantes de Noruega”.
Octubre. Se reciben paquetes-bomba en plena campaña electoral para renovar el Congreso. Los destinatarios son todos adversarios de Donald Trump a los que ha calificado como “enemigos del pueblo”. Esa acción intenta presionar al electorado pues, en cierta forma, la elección era un referéndum sobre Trump.
Según la encuesta de Reuters, la aprobación de Trump entre electores republicanos aumentó a 72 por ciento.
En la última década se ha incrementado, con alarmante regularidad, el índice de tiroteos de individuos fuertemente armados contra personas de otras razas en colegios, plazas públicas, bares, iglesias y centros comerciales. Ese índice no tiene comparación con el resto de las naciones desarrolladas, advirtió en 2018 el analista de Granma, Sergio A. Gómez.
El Informe 2018 del Centro para el Estudio del Odio y el Extremismo refiere que en 2018 hubo 17 homicidios por nacionalistas blancos. Al iniciar este 2019 la Liga Antidifamación advertía de 50 asesinatos ligados con el extremismo o cometidos por miembros de ideología supremacista blanca.
Ese año, la Oficina de la Organización de la Naciones Unidas (ONU) contra las Drogas y el Delito situaba a EE. UU. con una tasa de homicidios de 4.88 muertos por cada 100 mil ciudadanos. Esa cifra supera a naciones ricas como Austria (0.51) o Países Bajos (0.61). Esa violencia exhibe a una sociedad con trastornos emocionales que no solo son ‘problemáticos’, ‘fanáticos de las armas’ o ‘solitarios’.
En la década pasada, el número de ataques terroristas de ultraderecha extremista creció entre 2016 y 2017. Ante este incremento, la opinión pública se pregunta: ¿Qué han hecho el gobierno y las agencias federales para frenar esa tendencia al alza? En respuesta, en 2018 el Comité de Inteligencia del Congreso exhortaba a las agencias para que utilizaran sus recursos en este asunto: “penetrar” redes de radicales para prevenir ataques futuros.
De acuerdo con el FBI, los términos ‘extremistas de derecha’ y ‘extremistas de izquierda’ no identifican a demócratas o republicanos. El Centro de Estudios Internacionales Estratégicos (CSIS en inglés) advirtió que “va al alza el extremismo de derecha. El número de ataques terroristas por perpetradores de derecha ya rebasó el de hace una década. En todo caso, la mala noticia es que los mexicanos seguirán bajo ataque en la superpotencia.
El embajador Landau
En medio del impacto ocasionado por el asesinato selectivo de mexicanos en Texas, por un supremacista, llegaba a México el nuevo embajador de EE. UU., Christopher Landau. El representante de Donald Trump no es un diplomático; y llega al país anfitrión en un momento crítico de la relación bilateral por la crisis migratoria y el suspenso ante la esperada ratificación del Congreso de su país al acuerdo comercial trinacional (TMEC).
Sin embargo, al Gobierno Federal le debe interesar conocer la capacidad de maniobra de Landau en los llamados “crímenes de odio” que se perpetran contra la comunidad mexicana en EE. UU. y que el canciller ha considerado como “actos de terrorismo contra México”. Lejos de sentirse apenada por la dimensión de su violencia interna, la superpotencia ha lanzado la amenaza de quitar la certificación al gobierno mexicano por lo que estima una “baja cooperación antidrogas”. Por otra parte, los analistas consideran que al calificar como terroristas los ataques contra mexicanos se corre el riesgo de incluir la doctrina antiterrorista de EE. UU. en la política interna mexicana.
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Escrito por Nydia Egremy
Internacionalista mexicana y periodista especializada en investigaciones sobre seguridad nacional, inteligencia y conflictos armados.