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José Martí
Este destacado cubano figura en la historia de los grandes revolucionarios.
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José Julián Martí Pérez nació en La Habana, Cuba, el 28 de enero de 1853. Este destacado cubano figura en la historia de los grandes revolucionarios. Se desarrolló en el ámbito artístico y fue un militante activo durante la liberación cubana del dominio español.

Por sus ideas independentistas fue desterrado en dos ocasiones de su patria, la primera vez en 1869; y la segunda, en 1879. Su primer exilio le ayudo para formarse académicamente en las universidades de Madrid y Zaragoza, de donde se tituló en Derecho Civil y en Filosofía y letras. En su segundo destierro, impulsó su labor periodística, en países latinoamericanos y su actitud política, con diferentes líderes locales y nacionales para lograr la independencia de Cuba, “sin grandes desgastes ni destrucción para los cubanos”. Participó como ideario de la Guerra Chiquita, impulsor del Plan de Fernandina y del Manifiesto de Montecristi en colaboración con Máximo Gómez y Antonio Maceo.

Falleció en 1895, intentando ejecutar el Manifiesto de Montecristi, abatido por las balas españolas sin ver realizado su sueño. Fue el humanista ideario de la Revolución Cubana de Fidel Castro.

Su obra, cuyo mayor auge fue de 1880 a 1890, se publicó en periódicos como La Opinión Nacional, de Venezuela; La Nación, de Buenos Aires y El Partido Liberal, de México. Publicó cinco poemarios: Ismaelillo (1882), Versos libres (1882), Versos sencillos (1891), Edad de oro (1878-1882) y Flores del destierro (1878-1895).

 

Rosilla nueva

¡Traidor! ¿Con qué arma de oro

me has cautivado?

Pues yo tengo coraza

de hierro áspero.

Hiela el dolor: el pecho

trueca en peñasco.

 

Y así como la nieve,

del sol al blando

rayo, suelta el magnífico

manto plateado,

y salta el hilo alegre

al valle pálido,

y las rosillas nuevas

riega magnánimo;

así, guerrero fúlgido,

roto a tu paso,

humildoso y alegre

rueda el peñasco;

y cual lebrel sumiso

busca saltando

a la rosilla nueva

del valle pálido.

 

Contra el verso retórico

Contra el verso retórico y ornado

el verso natural. Acá un torrente,

aquí una piedra seca. Allá un dorado

pájaro, que en las ramas verdes brilla,

como una marañuela entre esmeraldas.

Acá la huella fétida y viscosa

de un gusano: los ojos, dos burbujas

de fango, pardo el vientre, craso, inmundo.

Por sobre el árbol, más arriba, sola

en el cielo de acero, una segura

estrella; y a los pies el horno,

el horno a cuyo ardor la tierra cuece

llamas, llamas que luchan, con abiertos

huecos como ojos, lenguas como brazos,

savia como de hombre, punta aguda

cual de espada: ¡la espada de la vida

que incendio a incendio gana al fin, la tierra!

Trepa: viene de adentro: ruge: aborta,

empieza el hombre en fuego y para en ala.

 

Y a su paso triunfal, los maculados,

los viles, los cobardes, los vencidos,

como serpientes, como gozques, como

cocodrilos de doble dentadura.

De acá, de allá, del árbol que le ampara,

del suelo que le tiene, del arroyo

donde apaga la sed, del yunque mismo

donde se forja el pan, le ladran y echan.

El diente al pie, al rostro el polvo y lodo,

cuanto cegarle puede en su camino.

Él, de un golpe de ala, barre el mundo

y sube por la atmósfera encendida

muerto como hombre y como Sol sereno.

Así ha de ser la noble poesía:

así como la vida: estrella y gozque;

la cueva dentellada por el fuego,

el pino en cuyas ramas olorosas

a la luz de la luna canta un nido,

canta un nido a la lumbre de la luna.

 

Yugo y estrella

Cuando nací, sin Sol, mi madre dijo:

“Flor de mi seno, Homagno generoso

de mí y de la creación suma y reflejo,

pez que en ave y corcel y hombre se torna,

mira estas dos, que con dolor te brindo,

insignias de la vida: ve y escoge.

Éste es un yugo: quien lo acepta, goza.

Hace de manso buey, y como presta

servicio a los señores, duerme en paja

caliente, y tiene rica y ancha avena.

Ésta, oh misterio que de mí naciste

cual la cumbre nació de la montaña,

ésta, que alumbra y mata, es una estrella.

Como que riega luz, los pecadores

huyen de quien la lleva, y en la vida,

cual un monstruo de crímenes cargado,

todo el que lleva luz, se queda solo.

Pero el hombre que al buey sin pena imita,

buey vuelve a ser, y en apagado bruto

la escala universal de nuevo empieza.

El que la estrella sin temor se ciñe,

como que crea, ¡crece!

 

¡Cuando al mundo

de su copa el licor vació ya el vivo;

cuando, para manjar de la sangrienta

fiesta humana, sacó contento y grave

su propio corazón: cuando a los vientos

de Norte y Sur virtió su voz sagrada,

la estrella como un manto, en luz lo envuelve,

se enciende, como a fiesta, el aire claro,

y el vivo que a vivir no tuvo miedo,

se oye que un paso más sube en la sombra!”.

 

–Dame el yugo, oh mi madre, de manera

que puesto en él de pie, luzca en mi frente

mejor la estrella que ilumina y mata.

Banquete de tiranos

Hay una raza vil de hombres tenaces

de sí propios inflados, y hechos todos,

todos del pelo al pie, de garra y diente;

y hay otros, como flor, que al viento exhalan

en el amor del hombre su perfume.

Como en el bosque hay tórtolas y fieras

y plantas insectívoras y pura

sensitiva y clavel en los jardines.

De alma de hombres los unos se alimentan:

los otros su alma dan a que se nutran

y perfumen su diente los glotones,

tal como el hierro frío en las entrañas

de la virgen que mata se calienta.

 

A un banquete se sientan los tiranos,

pero cuando la mano ensangrentada

hunden en el manjar, del mártir muerto

surge una luz que les aterra, flores

grandes como una cruz súbito surgen

y huyen, rojo el hocico, y pavoridos

a sus negras entrañas los tiranos.

Los que se aman a sí, los que la augusta

razón a su avaricia y gula ponen:

los que no ostentan en la frente honrada

ese cinto de luz que en el yugo funde

como el inmenso Sol en ascuas quiebra

los astros que a su seno se abalanzan:

los que no llevan del decoro humano

ornado el sano pecho: los menores

y los segundones de la vida, solo

a su goce ruin y medro atentos

y no al concierto universal.

 

Danzas, comidas, músicas, harenes,

jamás la aprobación de un hombre honrado.

Y si acaso sin sangre hacerse puede,

hágase... clávalos, clávalos

en el horcón más alto del camino

por la mitad de la villana frente.

A la grandiosa humanidad traidores,

como implacable obrero

que un féretro de bronce clavetea,

los que contigo

se parten la nación a dentelladas.


Escrito por Redacción


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