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“Y al escuchar aquellos gritos, mientras no sabía ya qué pensar, me sucedió que pude volver a ver la cara del condenado, que cada tanto la multitud ante mí ocultaba. Y vi el rostro de quien contempla algo que no es de esta tierra, como lo he visto a veces en las estatuas de los santos en rapto visionario. Y comprendí que, fuese santo o vidente, lúcidamente él quería morir porque creía que muriendo habría derrotado a su enemigo, cualquiera fuera éste. Y comprendí que su ejemplo habría llevado a otros a la muerte. Y solo quedé pasmado ante tanta firmeza porque todavía hoy no sé si en éstos prevalezca un amor orgulloso por la verdad en la cual creen, que los lleva a la muerte, o un orgulloso deseo de muerte, que los lleva a testimoniar su verdad, cualquiera ésta sea. Y me siento inundado de admiración y temor” (Umberto Eco, El nombre de la rosa).
Han pasado 100 años de la muerte de uno de los más grandes próceres de la Revolución, Felipe Ángeles, un hombre que decidió sacrificar la vida antes que ensuciar uno solo de sus principios. El único ideólogo del proceso revolucionario, como lo asevera Friederich Katz, cuyas ideas tienen vigencia todavía hoy en día.
El juicio al que fue sometido en 1919 dejó una huella indeleble en los anales de la historia. En ocasiones, la humanidad se pone a prueba en juicios aparentemente aislados como éste, donde a simple vista no se condenaría más que a un hombre, cuando en realidad se condena una idea y una visión del mundo.
En el recinto donde se le juzgó había más de cuatro mil personas esperando la absolución del condenado, cuyo único delito había sido oponerse a la cerrazón de un hombre que había sacrificado los intereses del proceso revolucionario por los intereses de su clase. El pueblo que abarrotaba la sala y las afueras del auditorio exigía la liberación inmediata del general, aunque el reclamo no fuera escuchado por Venustiano Carranza, quien se había propuesto arrebatar la vida, a como diera lugar, al único hombre, –de entre todos los grandes revolucionarios– que le hacía sentir su necedad con solo una mirada, al que no podía mirar a los ojos porque en ellos se reflejaba tal como era.
Ángeles tomó la palabra a sabiendas de que no había posibilidad alguna de salir vivo de aquel percance; y dejó grabada para la posteridad la idea trunca e inconclusa que le costó la vida a él y a los miles de hombres que se habían tomado en serio el proceso revolucionario, a quienes hasta nuestros días no se les ha hecho justicia. No era a un hombre a quien Ángeles dedicaría sus últimas horas, era a una idea, a la más grande tal vez por la que un hombre merece vivir, y que no se destruiría hasta realizarse. Las palabras de Ángeles fueron breves pero lo suficientemente certeras para jamás olvidarse:
“El socialismo es un movimiento de respetabilidad que no podrá ser vencido. El progreso del mundo está de acuerdo con los socialistas… ¡El pobre se ve siempre abajo! y el rico poco o nada se preocupa por el necesitado!... ¡Por eso protestan las masas; por esa falta de igualdad en las leyes! Es por lo que se lucha... La gente se ocupa tan solo en adquirir los medios para vivir y por adquirir un título con el cual se cree salvaguardada; pero la vida tiene muchos escollos y el hombre debe ser hombre primero, después padre y sentir deberes para con la sociedad a la cual debe honor y respeto. Si en esta revolución se cometen errores, es porque toda la educación se limita a una verdadera fórmula. El pueblo bajo vive en la ignorancia y nadie se preocupa por su emancipación. El hombre intelectual, naturalmente tiene que apartarse de él. Esa diferencia ha hecho nacer el odio de los que no saben contra los que saben; de los que no tienen contra los que tienen; pero ese odio ha nacido tan solo del corazón de los ignorantes o de los ambiciosos, o de los que teniendo cierta capacidad intelectual, se han valido y han explotado la ignorancia de las masas para satisfacer sus ambiciones y sus deseos desordenados. Si los hombres inteligentes de México hubieran tomado una parte activa y directa en esta lucha, la revolución no hubiera sido tan anárquica. Hubiera terminado pronto”.
Las palabras que Felipe Ángeles pronunciara frente al patíbulo, hace casi un siglo, siguen hoy tan vigentes como nunca, y reverberan en los oídos de todos los enemigos del pueblo, aunque utilicen su nombre para legitimar su perfidia, hasta verla realizada.
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Escrito por Abentofail Pérez Orona
Licenciado en Historia y maestro en Filosofía por la UNAM. Doctorando en Filosofía Política por la Universidad Autónoma de Barcelona (España).