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El conflicto en Ucrania, una “guerra sin fin” con causas sistémicas
La trascendencia de la guerra radica en su calidad de “guerra total”, es decir, en significar, por lo que se observa, la guinda de un rabioso asedio que, desde mucho antes de la caída de la URSS, mantuvo EE. UU. sobre Rusia.
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Para todos es ya un hecho que el conflicto ruso-ucraniano no será una guerra de colisión, de impacto, en la que, después de una o dos batallas decisivas, se decante un ganador. Es una conflagración a largo plazo, de desgaste, que no tiene su origen en la decisión de Putin de ingresar fuerzas armadas para recuperar las provincias de Donetsk y Lugansk, que, legítimamente, tanto por tradición como por identidad, pertenecen a Rusia y que llevaban años asediadas por el fascismo ucraniano-estadounidense con un saldo de al menos 15 mil muertos. Tampoco es suficiente remontarse al golpe de Estado de 2014 en el que fue depuesto Víctor Yanukóvich y en el que muchos analistas cifran el origen y la causa del conflicto. La trascendencia de la guerra radica en su calidad de “guerra sin fin” o “guerra total”, es decir, en significar, por lo que se observa, la guinda de un rabioso asedio que, desde mucho antes de la caída de la Unión Soviética, mantuvo Estados Unidos sobre Rusia.

El fin de la Guerra Fría no significó, de ninguna manera, el fin de la rivalidad ideológica y sistémica entre la extinta Unión Soviética y el imperio norteamericano. Quienes pretenden ver la historia como una serie de sucesiones cíclicas se engañan al respecto. La historia no se borra de un plumazo, si así se pretende es imposible concebir la realidad actual. De tal manera que, una vez fragmentada y dividida la Unión Soviética, Estados Unidos, junto con sus súbditos, más que aliados, en Occidente, continuaron asediando a una presa que sabían de antemano demasiado peligrosa para dejar de atormentar y perseguir. La síntesis de esta “guerra sucia”, continuación de la sutilmente llamada Guerra Fría, es la siguiente:

«Se intenta primero acentuar la ingobernabilidad de Georgia, que ya había sufrido una guerra civil entre 1988 y 1992, por la oposición del régimen georgiano a la reintegración de Osetia del Sur en la Federación rusa (…) Situación que se reproduciría con Abjasia entre 1992 y 1993. En 2008, por encima de los acuerdos anteriores, se producirían ataques de Georgia a Osetia (…) Una situación altamente desequilibrante tuvo que enfrentar Rusia también en Chechenia, con dos guerras, la primera en 1994-96 y la segunda nada menos que de 1999 a 2009. Guerras que constituyeron un buen campo de operaciones para que el EA-rms comenzara a infiltrar masivamente sus contingentes yihadistas y otras facciones terroristas-paramilitares, buscando ahogar en el caos a la sociedad chechena, así como su retroceso social más drástico (…) Ya en la segunda década del Siglo XXI el Eje Anglosajón, sobre todo a través de Inglaterra (esta vez con el apoyo inestimable de Turquía), estaría detrás de las guerras entre Azerbayán y Armenia (en 2016 y 2020), con estallidos hasta hoy mismo, en el punto sensible de la “panza blanda” rusa en sus fronteras centroasiáticas (…) Más tarde aún los intentos de golpe de Estado en la Bielorrusia de Lukashenko y en Kazajistán, donde Rusia y la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC) que forma Rusia con cinco exrepúblicas soviéticas sí intervinieron raudas (…) Pero, obviamente, la palma en esa escalada se la lleva el golpe de Estado, este sí exitoso, en Ucrania (2014)» (Andrés Piqueras en: Algunos entresijos de una «guerra total»).

La respuesta de Rusia a esta guerra total es, en todo caso, comprensible. Lo que observamos hoy no es más que la reacción de necesidad que un Estado con dignidad podría dar a una persecución que, de otra manera, sería fatal e ignominiosa. Se pretende victimizar al gobierno ucraniano y al payaso que lo preside, que no es más que un títere de la OTAN; se alude a Putin, sobre todo en Occidente, como un feroz y despiadado invasor por oponer resistencia a una embestida que lleva décadas, y que no ha dado tregua al pueblo ruso desde el triunfo del bolchevismo; finalmente, se exige a la nación que resistió al nazismo, que sacrificó a millones de sus hijos para exterminar la peste del fascismo, que se cruce de brazos cuando este monstruo parece levantarse y acecharlo de nuevo.

El fascismo y sus sanguinarios estragos siguen presentes como una herida abierta en la memoria del pueblo ruso, y es más que evidente que renace precisamente en el momento en el que el sistema se tambalea y parece sucumbir, tal como lo hiciera en la Segunda Guerra Mundial. Su vitalidad, sin embargo, no se encuentra ahora tras las fronteras alemanas o italianas. Hoy se vivifica esta peste precisamente en el corazón del imperio, en las entrañas de la bestia que dijo combatirlo para poder alimentarlo sin sospechas, tal y como destaca Gabriel Rockhill al dar cuenta de la perpetuidad de este mal endémico del capitalismo.

«Para establecerse como la hegemonía militar global y el perro guardián internacional del capitalismo, el gobierno de EE. UU. y el Estado de Seguridad Nacional han contado con la ayuda de un número significativo de nazis y fascistas que han integrado en su red global de represión, incluidos los mil 600 nazis que fueron llevados a Estados Unidos a través de la Operación Paperclip, los aproximadamente cuatro mil integrados en la organización Gehlen, las decenas o incluso cientos de miles que fueron reintegrados a los regímenes de ‘posguerra’ en los países pro-fascistas, la gran cantidad a la que se les dio paso libre a el patio trasero del Imperio, América Latina, y en otros lugares, así como los miles o decenas de miles integrados en los ejércitos secretos de la OTAN». (“Estados Unidos no derrotó al fascismo en la SGM, lo internacionalizó discreta y clandestinamente”).

No se espere entonces el fin de la “guerra total” por un movimiento de inteligencia o de estrategia por parte de ninguna de las partes. Rusia entiende, como se observa en su cada vez más íntimo acercamiento hacia China, que esta guerra es solo una parte de una transformación de mayor trascendencia. No es Ucrania el único frente abierto de esta conflagración sistémica, a pesar de que, como afirma María Zarajova, vocera del ministro de Relaciones Exteriores, el conflicto aumente su escalada: «La OTAN continúa bombeando al régimen de Kiev con armas y municiones por un total de 42 mil 300 millones de dólares, le suministra inteligencia, entrena a sus soldados, acercándose así a la peligrosa línea de la confrontación militar directa con Rusia». Este “bombeo” no está exento, sin embargo, de preocupación y lamentos en Occidente. Es producto de una subordinación que a los países europeos les pesa más aún que a la nación rusa. Prueba de ello es que, en la medida en que el gas ruso y las manufacturas baratas provenientes de China comienzan a reducirse, los mandatarios “otanizados” se acercan sigilosamente al nuevo bloque, a sabiendas del cambio trascendental que se avecina, o ¿cómo explicar la visita de Macron y otros altos funcionarios de la política europea a Beijing en medio de este tenso escenario?

La realidad se mueve, el imperio y sus secuaces se tambalean, nuevas naciones emergen en la palestra mundial y el mundo parece avizorar, en medio de la tragedia, una nueva era. Este alumbramiento, sin embargo, no dejará de ser doloroso y largo, habrá que prepararse para lo que la realidad pueda depararnos.


Escrito por Abentofail Pérez Orona

Licenciado en Historia y maestro en Filosofía por la UNAM. Doctorando en Filosofía Política por la Universidad Autónoma de Barcelona (España).


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