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Los ejemplos abundan –Galileo y la Inquisición; Lavoisier y la Revolución Francesa etc.,– pero tal vez el más escalofriante de todos involucra al gran hombre de letras Miguel de Unamuno y el general falangista Millán-Astray. En un momento de la Guerra Civil Española, que enfrentó a la II República con las huestes del fascista Francisco Franco, Unamuno pronunció un indignado discurso en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca. Como respuesta, el general Millán-Astray solo vociferó dos consignas: “¡Muera la inteligencia!” y, enseguida, “¡Viva la muerte!”, la segunda más altisonante que la primera –el propio Unamuno subrayó la repelente paradoja implícita en ella: ¿cómo habría de vivir la muerte!–pero que, bien vistas las cosas, constituía el complemento natural del primer grito desaforado.
La anécdota anterior ilustra uno de los problemas de mayor acuciosidad en la actualidad: la relación entre la política y la ciencia. En primer término, nadie puede negar que una ciencia sin política resulta, cuando menos, estéril y, cuando más, un ejercicio de vana erudición. Aislada, desvinculada, segregada de la práctica social, constituye un fenómeno inconcebible: aún las verdades científicas más “objetivas” –por ejemplo que la Tierra gira alrededor del Sol– han surgido de la práctica histórica de los hombres. Al respecto, Hegel remarcaba que “la verdad surge de la contradicción” y la ciencia, que persigue y pretende alcanzar la verdad, siempre expresa una actividad social.
En segundo lugar, nadie puede tampoco desconocer que una política sin ciencia resulta, cuando menos, un peligro insoslayable. Una práctica política que desconozca el valor objetivo de las verdades científicas representa el camino más seguro hacia el abuso de poder, el autoritarismo “cavernícola” y una acendrada paranoia que incentiva la “cacería de brujas”; en el peor de los casos, constituye la antesala de la dictadura de la fuerza y la irracionalidad, en una palabra, del absolutismo criollo estilo Luis XIV. En este caso, la exclamación del general Millán-Astray no hace más que mostrar la transformación final de un gobierno que aborrece y desdeña el conocimiento. “¡Muera la inteligencia!” y luego “¡Viva la muerte!”: una situación que nadie, en su sano juicio, puede desear, a menos que padezca una necrofilia irreversible.
Los ejemplos anteriores tratan de subrayar la necesidad indiscutible de preservar la unidad de ciencia y política. La ciencia, la verdad científica, no es ni independiente ni incompatible con la práctica política; por el contrario, la práctica política, y en general la actividad práctico-social de los hombres, es el campo por excelencia donde la ciencia elabora y confirma la objetividad de la verdad. Al mismo tiempo, la política tampoco es independiente ni incompatible con la ciencia; la ciencia es el cerebro de la política y la política es el corazón de la ciencia: anular la cabeza de la política conduce a escenarios macabros, a la “edad de las tinieblas” de la verdad revelada, tanto más incontrovertible cuanto más incomprobable.
A propósito del problema en cuestión, cabe señalar que varios columnistas de distintos medios de circulación nacional ya han advertido un preocupante desinterés, casi se podría decir necio desdén, de la cabeza del gobierno actual por los datos objetivos de la realidad nacional. Al respecto, una frase presidencial se ha hecho popular y ha dado pie a miles de memes y chistes que, con toda la hipérbole que implica el humor, muestran las ridículas consecuencias de desconocer el valor objetivo de las verdades científicas. Sin embargo, más allá de la parodia y el sainete, la expresión “yo tengo otros datos” significa el desconocimiento arbitrario de “verdades” ajenas a sí mismo y la peligrosa preponderancia de un subjetivismo absoluto; el voluntarismo de un sujeto que se cree capaz de construir la realidad a partir de sí mismo; un superhombre autista que practica un solipsismo pueril… Y ahí reside el riesgo: “¡Muera la inteligencia!” significa que el poder, el dueño provisional del Estado, se siente capaz de regenerar la sociedad él solo, sin el auxilio de la ciencia y con la única arma de su voluntad omnipotente (que él mismo considera la más honesta e insobornable de todas). De ahí a vitorear a la muerte no hay mucha distancia.
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Escrito por Miguel Alejandro Pérez
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