Exigen compactación de plazas, revisión de áreas peligrosas e insalubres y la entrega de uniformes; así como equipo de seguridad.
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Esta pregunta quizás resulte incómoda en tiempos como el actual, cuando por doquier se escucha que, nunca como ahora, el gobierno se preocupa por los trabajadores; y como muestra de ello se citan los aumentos históricos al salario mínimo y la puesta sobre la mesa del proyecto de reducir la jornada laboral a 40 horas a la semana.
En fecha reciente, sobre todo cuando se celebró el Día Internacional de la Salud Mental, se presumió que próximamente se brindará este servicio a los trabajadores para que gocen de mayor bienestar. Pero cabe preguntar si todo esto servirá para proteger realmente la salud mental de los trabajadores de México, país donde los capitalistas nacionales y extranjeros los obligan a laborar más de ocho horas diarias en semanas de seis o siete días, con salarios que figuran entre los más bajos del mundo, como ocurría hace siglo y medio cuando el filósofo de Tréveris denunció que el inconmensurable apetito de ganancias de los dueños del capital exprime al trabajador hasta llevarlo al límite de la vida con la muerte, porque lo trata como un insumo más o una simple máquina.
Los fanáticos del segundo piso de la “Cuarta Transformación” dirán que ahora es diferente. Pero eso no es cierto y ahora, como antes, la situación del trabajador persiste; pues debe ofrecer su mano de obra a los explotadores y éstos lo ven como un insumo vivo que no merece mejor suerte. ¿Y el aumento al salario mínimo? Una pantomima. Los grandes empresarios aseguraron que sí, pero enseguida aumentaron las jornadas de trabajo y, sobre todo, el precio de las mercancías. Por ello, ahora el trabajador debe laborar más para adquirir los alimentos básicos indispensables para su supervivencia y la de su prole. ¿Qué ha cambiado para los trabajadores de la Zona Metropolitana del Valle de México, quienes desde las cuatro o cinco de la mañana se levantan y bajan de los cerros para subirse al transporte colectivo y dirigirse a sus trabajos; y en la noche regresar a sus hogares para sentarse a la mesa, disfrutar de una magra cena e irse a la cama?
Por supuesto que nada ha cambiado para ellos. Siguen gastándose la mitad de su salario en traslados; comiendo mal, agotándose de cansancio en fábricas, comercios y oficinas; padeciendo el tráfico vehicular estresante; esforzándose en guardar la compostura y demostrar que gozan de cabal salud mental para que no lo vean como un tipo peligroso o un suicida en potencia y lo corran de su empleo a la menor oportunidad. Porque el patrón está muy al pendiente no sólo de su rendimiento laboral, sino también, sobre todo, de su comportamiento; y ante cualquier actitud que le disguste no duda en reemplazarlo, porque sabe que hay un ejército de jóvenes, quizás mejor preparados, deseosos de ser contratados. El despido es solamente un simple trámite para los patrones, pero para el trabajador representa una tragedia de consecuencias funestas para su familia; en particular para sus hijos porque, para la gente pobre, las oportunidades de vida son muy limitadas: las actividades delictivas, la prostitución y la cárcel, con lo que se cumple lo escrito por un poeta: “los parias crían querubes para el presidio y serafines para el burdel”.
¿Por qué entonces se atreven a decir que los trabajadores están mejor que nunca? Los trabajadores deben saber que nadie puede mejorar su suerte y que, salvo a ellos, a nadie le importa su salud mental. Por tanto, es su educación y organización lo que les permitirá acceder a mayor bienestar, y no la propaganda del gobierno, que busca manipularlos y controlar su descontento.
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Escrito por Capitán Nemo
COLUMNISTA