México se ahoga en las aguas negras de la incompetencia, insensibilidad y corrupción.
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La novela de Víctor Hugo, Nuestra Señora de París, es sumamente interesante por su estructura, que recurre a una suerte de viñetas de distinta naturaleza. En unas se nos presenta la evolución y organización arquitectónica de París. En otras, el autor aprovecha algún evento para presentar y caracterizar a sus personajes. También hay viñetas donde estos personajes entran en acción, construyendo la narrativa central de la novela. Hay momentos en los que el autor elabora reflexiones teóricas, por ejemplo, sobre cómo el arte y la tecnología sirven de vehículos para la reproducción de ideologías. Aquí resulta curiosa la manera en que Víctor Hugo se aproxima a las tesis que Walter Benjamin desarrollaría un siglo después en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica.
El libro continúa así, con viñetas que sitúan a los actores en su contexto y desarrollo histórico, dando profundidad y sentido a los escenarios y comportamientos. Por lo mismo es que no resulta baladí detenernos en el tema que da motivo a este artículo: los criterios estéticos de la ética.
Víctor Hugo nos presenta a Quasimodo, nombrado así en parte por su particular condición: jorobado, cojo, tuerto y deforme, en una palabra: feo. Este solo rasgo va a estar presente en toda la obra, pues es el que más distingue a Quasimodo y el que va a estructurar en gran medida su experiencia.
La fealdad le granjea a Quasimodo las peores opiniones y actitudes de los demás, lo que siembra en él un rencor y desprecio recíprocos. Al respecto hay dos momentos que considero emblemáticos: el primero es la adopción de Quasimodo, por el arcediano Claude Frollo, tras su abandono a las puertas de la iglesia con sólo cuatro años. Aquí, Quasimodo fue rescatado de una muerte casi segura, pues ante su fealdad, las cuatro ancianas que lo hallaron no contemplaban mejor idea que la de ahogarlo o quemarlo, considerándolo más un monstruo que un ser humano.
El segundo momento ocurre 16 años después, con Quasimodo siendo azotado en la plaza, tras ser arrestado y juzgado. Tras una hora de castigo tortuoso bajo el Sol, y ante los ojos de la gente, que lo veía con cierta satisfacción, pues gustaban ver castigar al objeto de su desprecio, Quasimodo clamó por agua. La respuesta fue una risa unánime. El diagnóstico de Víctor Hugo: Quasimodo era “más grotesco y repugnante que digno de compasión”.
Tal parece que hubiera una tendencia a propiciar o al menos permitir que el mal se pose sobre aquello que juzgamos feo o desagradable, mientras lo que nos place por su belleza es procurado y protegido. Éste es el punto que quiero resaltar: con frecuencia y descuido, nuestras valoraciones estéticas se traducen en criterios éticos. Juzgamos algo como bello y le procuramos el bien por su belleza. Juzgamos algo como feo y buscamos o permitimos su destrucción.
El primer problema aquí es que, para ser justos, nuestro juicio estético sobre otros seres no debería traducirse en su mayor o menor dignidad. Sin embargo, el problema no se restringe a la novela. En la realidad, la belleza percibida es uno de los muchos factores de desigualdad social, misma que condiciona beneficios escolares, laborales e incluso de indulgencia jurídica, sin mencionar los beneficios en términos de bienestar percibido.
El segundo problema es que la belleza no es, en buena medida, algo natural y espontáneo, sino el resultado de una doble historia: la historia de nuestro concepto de belleza y la historia de aquellos con recursos para procurarse este atributo. Ambas historias están relacionadas, pues los potentados, debido a su riqueza, prestigio, poder e impronta simbólica en la sociedad tienen más probabilidades de moldear los conceptos y nociones de belleza a su imagen y semejanza, al tiempo que suelen tener los recursos y condiciones para procurársela.
Las desigualdades se entrecruzan y los privilegiados se embellecen, volviéndose objeto de deseo y convirtiendo a pobres y marginados en su propio objeto de desprecio, generando incluso la posibilidad de regodearse en la destrucción del otro, como ocurrió en el escarmiento público de Quasimodo. Por eso, aunque la percepción de belleza parezca puramente subjetiva, cabe preguntarse cuál es su origen y, quizá más importante, cuáles son sus implicaciones.
México se ahoga en las aguas negras de la incompetencia, insensibilidad y corrupción.
Imposible tratar de elaborar y difundir en este momento un análisis sobre los graves problemas por los que atraviesa nuestro país y la nada remota posibilidad de que se compliquen en el corto plazo.
Una reciente noticia sobre Gaza ha centrado la atención mundial y exhibe la prepotencia y el cinismo con que las potencias imperialistas occidentales continúan su plan de apoderarse a como dé lugar de Palestina.
El argumento de que fallaron los pronósticos y de que llovió más de lo esperado es autoincriminatoria, como dijo el periodista Carlos Ramírez.
El imperialismo no es un fenómeno nuevo en la historia. Los imperios aparecieron desde los albores de la sociedad dividida en clases: el acadio, el egipcio, el asirio, el griego, el persa, el romano, el chino, por nombrar algunos de los más conocidos y antiguos.
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La explotación capitalista, si bien mantiene la esencia de toda sujeción de clase, se caracteriza por una forma específica y encubierta, que la distingue de los modos de producción anteriores.
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Escrito por Pablo Bernardo Hernández
Licenciado en psicología por la UNAM. Maestro y doctor en ciencia social con especialidad en Sociología por el Colegio de México.