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HÉRIB CAMPOS CERVERA
Fue un poeta dedicado, estudió a fondo la forma y poder de las palabras, él mismo definió las ramas de su poesía en dos partes: “la poesía de la máscara”, que abarca temas íntimos; y “la poesía de proximidad o de grito”, que aborda temas sociales.
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Nació el 30 de marzo de 1905 en Asunción, Paraguay. Sus padres eran terratenientes españoles y lo internaron en el Colegio de San José, lugar que describió más tarde como “una cárcel”. En 1923, a sus 18 años, empezó a colaborar en varias publicaciones como la revista Juventud, Ideal y Alas, su obra aún no ha sido recopilada. En 1931 sufrió su primer destierro e inició así una persecución política en su contra; se mudó a Buenos Aires y escribió el poema Un puñado de tierra, donde se sintetiza el coraje y dolor por la patria ausente.

Fue un poeta dedicado, estudió a fondo la forma y poder de las palabras, él mismo definió las ramas de su poesía en dos partes: “la poesía de la máscara”, que abarca temas íntimos; y “la poesía de proximidad o de grito”, que aborda temas sociales.

Falleció en el exilio el 28 de agosto de 1953, sus últimas palabras se conservan en una carta dirigida a su amigo Humberto Pérez, a quien escribió: “nada podrá ser construido con sentido de perennidad si se olvidan las profundas raíces nacionales. El arte, la política, el quehacer cultural deben beber los zumos mejores de la nacionalidad. El proceso tiene ese itinerario de lo nacional a lo universal, y no a la inversa. Que no haya belleza divorciada del pueblo. El pueblo, su servicio, su redención, su felicidad, su justicia, deben constituir los motivos de todo trabajo. Lo nacional, Humberto, nuestro país, nuestros hombres, nuestros campesinos y obreros, nuestras mujeres. Es a ellos, a su elevación, que los artistas deben dedicar todos sus esfuerzos”.

UN PUÑADO DE TIERRA

I

Un puñado de tierra

de tu profunda latitud;

de tu nivel de soledad perenne;

tu frente de greda

cargada de sollozos germinales.

 

Un puñado de tierra,

con el cariño simple de sus sales

y su desamparada dulzura de raíces.

 

Un puñado de tierra que lleve entre sus labios

la sonrisa y la sangre de tus muertos.

 

Un puñado de tierra

para arrimar a su encendido número

todo el frío que viene del tiempo de morir.

 

Y algún resto de sombra de tu lenta arboleda

para que me custodie los párpados de sueño.

 

Quise de Ti tu noche de azahares;

quise tu meridiano caliente y forestal;

quise los alimentos minerales que pueblan

los duros litorales de tu cuerpo enterrado,

y quise la madera de tu pecho.

Eso quise de Ti

(Patria de mi alegría y de mi duelo;)

eso quise de Ti.

 

II

Ahora estoy de nuevo desnudo.

Desnudo y desolado

sobre un acantilado de recuerdos;

perdido entre recodos de tinieblas.

Desnudo y desolado;

lejos del firme símbolo de tu sangre.

Lejos.

 

No tengo ya el remoto jazmín de tus estrellas,

ni el asedio nocturno de tus selvas.

Nada: ni tus días de guitarra y cuchillos,

ni la desmemoriada claridad de tu cielo.

 

Solo como una piedra o como un grito

te nombro y, cuando busco

volver a la estatura de tu nombre,

sé que la Piedra es piedra y que el Agua del río

huye de tu abrumada cintura y que los pájaros

usan el alto amparo del árbol humillado

como un derrumbadero de su canto y sus alas.

 

III

Pero así, caminando, bajo nubes distintas;

sobre los fabricados perfiles de otros pueblos,

de golpe, te recobro.

 

Por entre soledades invencibles,

o por ciegos caminos de música y trigales,

descubro que te extiendes largamente a mi lado,

con tu martirizada corona y con tu limpio

recuerdo de guaranias y naranjos.

 

Estás en mí: caminas con mis pasos,

hablas por mi garganta; te yergues en mi cal

y mueres, cuando muero, cada noche.

 

Estás en mí con todas tus banderas;

con tus honestas manos labradoras

y tu pequeña luna irremediable.

 

Inevitablemente

–con la puntual constancia de las constelaciones–,

vienen a mí, presentes y telúricas:

tu cabellera torrencial de lluvias;

tu nostalgia marítima y tu inmensa

pesadumbre de llanuras sedientas.

 

Me habitas y te habito:

sumergido en tus llagas,

yo vigilo tu frente que muriendo, amanece.

 

Estoy en paz contigo;

ni los cuervos ni el odio

me pueden cercenar de tu cintura:

yo sé que estoy llevando tu Raíz y tu Suma

sobre la Cordillera de mis hombros.

 

Un puñado de tierra:

Eso quise de Ti

y eso tengo de Ti.

 

ELEGÍA PARA LA DÉCIMA NOCHE

                                                      Para Carlos Abente

 

Y he estado nueve noches bajo el abierto cielo,

arañando la tierra, para calmar la sangre,

y adelgazando el grito de mi voz encerrada;

mientras el viento amargo se llevó brizna a brizna

este perfil de sombras de mi cuerpo en tinieblas.

 

Y luego te he entregado, noche mía, la sangre.

La sangre. Sí: la sangre. La sangre que solloza

por túneles azules su vida equivocada;

la sangre, que no quiere desintegrar su grito,

porque es el fundamento de la Flor y del Canto.

 

Y luego di mi frente. Tras su mármol tranquilo

vivió el furor del sueño su tormenta diaria,

sin que una sola arruga marcara su oleaje;

ni el pensamiento puro lo anegara en su sombra

al horadar mis sienes su vertical tortura.

 

Y ahora, son los ojos: los taciturnos ojos,

donde guardaba el alba sus pétalos de estrellas;

los ojos de agua clara, donde iban las gacelas

a buscar mansedumbre para su sed de fuga.

 

Y también va la piedra, ya muda, de los labios:

los labios ya besados por muertes numerosas.

Y los pies marineros, llagados de caminos;

el corazón ausente y el pecho amanecido.

 

¿Después? Después, la mano: la calcinada mano,

marcada en su pecado con un buril de fuego;

la mano que no quiso pagar su duro crimen

de haber asido un sueño con sus garfios de carne.

 

¿La visteis algún día flotar sobre las cosas,

pájaro alucinado, que aprisiona en su pico

luciérnagas azules que mueren de su fuego?

Después de nueve noches, sus lirios fatigados

–sin memoria y sin nombre– se volvieron recuerdo.

 

Todo se te reintegra: noche profunda y alta.

La tremenda parábola ya no se apoya en Ti;

y aquel temblor de siglos que me entregaste un día,

aquietó, al fin, por siglos también, su inenarrable,

desesperada angustia de ser humanidad.

 

Un día, desde el fondo caliente de la tierra

–seno eterno de Madre, que pare su cosecha

con una indiferencia de sexo apaciguado–

saldrá el rosario triste de mis huesos dolidos,

libres ya del espanto de su cárcel de vida.

 

Y nunca más la dulce canción que dio belleza

al peregrino tránsito por la prisión de piedra;

nunca más el lamento secreto de la flauta

encenderá en la tarde su rústico llamado.

 

Pero será otra vida. Sí: otra vida. Distinta.

Despojada del largo castigo del recuerdo.

Un árbol o una piedra: algo que mire al Tiempo,

mudo y sordo y sin ojos, por una Eternidad.

 

UN HOMBRE FRENTE AL MAR

Es como yo: lo siento con mi angustia y mi sangre.

Hermoso de tristeza, va al encuentro del mar,

para que el Sol y el Viento le oreen la agonía.

Paz en la frente quieta; el corazón, en ruinas;

quiere vivir aún para morir más tiempo.

 

Es como yo: lo veo con mis ojos perdidos;

también busca el amparo de la noche marina;

también lleva la rota parábola de un vuelo

sobre el anciano corazón.

 

Va, como yo, vestido de soledad nocturna.

Tendidas las dos manos hacia el rumor oceánico,

está pidiendo al tiempo del mar que lo liberte

de ese golpe de olas sin tregua que sacude

su anciano corazón, lleno de sombras.

 

Es como yo: lo siento como si fuera mía

su estampa, modelada por el furor eterno

de su mar interior.

Hermoso de tristeza,

está tratando –en vano– de no quemar la arena

con el ácido amargo de sus lágrimas.

 

Es como yo: lo siento como si fuera mío,

su anciano corazón, lleno de sombras...


Escrito por Redacción


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