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Tomás de Iriarte y la falsa erudición burguesa
En el Siglo XVIII, el poeta español Tomás de Iriarte (1750-1791) no se limitó a seguir la tradición clásica, circunscrita a reescribir a Esopo y Fedro.
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En el deseo de adquirir conocimientos nuevos en cualquier rama del saber es preciso distinguir claramente entre dos intenciones: obtener fama, dinero y poder para colocarse por encima de muchos otros; o difundir lo aprendido para contribuir al bienestar colectivo, divulgando éste lo más amplia y efectivamente posible. Esta contradicción no es más que el reflejo de la lucha de clases y de intereses en la sociedad. Así, el arte al servicio de las clases dominantes se expresa en obras incomprensibles para las mayorías y se jacta de su vocación elitista; “yo no escribo (o pinto, dirijo, etc.) para el vulgo, sino para quienes sean capaces de apreciar mi producción”, suele ser la divisa de este arte de élite; actitud que a menudo esconde una comprensión limitada, superficial, de los fenómenos, enmascarada con un lenguaje petulante y despectivo hacia las clases trabajadoras. La obra de muchos de estos artistas “divinos” nunca resiste la prueba del tiempo, al no encontrar resonancia en el alma de los pueblos, que la rechazan por no reflejar sus anhelos más profundos.

En el Siglo XVIII, el poeta español Tomás de Iriarte (1750-1791) no se limitó a seguir la tradición clásica, circunscrita a reescribir a Esopo y Fedro; en sus Fábulas literarias (1782)  critica duramente a los escritores de su época, afeando los vicios de amaneramiento y la falsa erudición de la burguesía enriquecida. En El ricote erudito, caricaturiza la ignorancia de un potentado que, siguiendo el consejo de adaptarse a la moda, acondiciona en su mansión un espacio para una gran biblioteca; pero en vez de llenarla de libros, le parece más práctico y menos oneroso pagar a un pintor para que simule, con elegantes caracteres dorados, la presencia de valiosas obras de todos los tiempos (y aun manuscritos, apunta el fabulista). De tanto contemplar las elegantes estanterías, el personaje de la historia terminó por aprenderse los títulos y los autores, y así pudo presumir públicamente de gran sabiduría.

 

Hubo un rico en Madrid (y aun dicen que era

más necio que rico)

cuya casa magnífica adornaban

muebles exquisitos.

«¡Lástima que en vivienda tan preciosa

(le dijo un amigo)

falte una librería!, bello adorno,

útil y preciso».

«¡Cierto! (responde el otro). ¡Que esa idea

no me haya ocurrido!...

A tiempo estamos. El salón del norte

a este fin destino.

¡Que venga el ebanista y haga estantes

capaces, pulidos!

A toda costa. Luego trataremos

de comprar los libros».

«Ya tenemos estantes. Pues ahora

(el buen hombre dijo)

¡Echarme yo a buscar doce mil tomos!

¡No es mal ejercicio!

Perderé la chaveta, saldrán caros,

y es obra de un siglo...

Pero, ¿no era mejor ponerlos todos

de cartón fingidos?

¡Ya se ve! ¿Por qué no? Para estos casos

tengo un pintorcillo.

Que escriba buenos rótulos e imite

pasta y pergamino».

¡Manos a la labor! Libros curiosos,

modernos y antiguos,

mandó pintar, y a más de los impresos,

varios manuscritos.

El bendito señor repasó tanto

sus tomos postizos,

que aprendiendo los rótulos de muchos,

se creyó erudito.

Pues, ¿qué más quieren los que sólo estudian

títulos de libros,

si con fingirlos de cartón pintado

les sirven lo mismo?

Merced a la mnemotecnia, o recurriendo al prodigio de las nuevas tecnologías y a la inteligencia artificial, cualquiera podría pasar por erudito, como en la fábula de Iriarte… siempre que no tropiece y haga el ridículo en vivo y a todo color, como no hace mucho le sucedió a una “reconocida” literata, al confundir el nombre de un famoso poeta mexicano, incurriendo en un grosero malentendido.

Pero a las masas empobrecidas del mundo de nada les sirve que algún político recite de memoria autores y obras; o que adorne sus oficinas con volúmenes elegantemente encuadernados, si su actuación no refleja una comprensión profunda de las ideas de los grandes hombres del pasado; ideas que siempre concitan a la acción transformadora de la realidad.

Como se entiende de la crítica del fabulista dieciochesco, hay que cultivar a las masas, emprendiendo una obra divulgadora que requiere un gran esfuerzo colectivo de entendimiento de las ideas brillantes de hombres de todas las épocas, incluyendo la presente


Escrito por Tania Zapata Ortega

COLUMNISTA


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