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La discusión sobre esta disyuntiva no es nueva; comenzó aproximadamente a finales del Siglo XIX y principios del XX, es decir, en el momento en que la fase monopólica, imperialista del capital, había ya completado su ciclo de maduración y los pueblos y países sometidos a su férula comenzaban a preguntarse sobre el mejor camino para sacudirse el yugo.
En nuestros días, el tema ha vuelto al primer plano a causa de la crisis del orden mundial establecido al término de la Segunda Guerra Mundial. El propósito de crear la Organización del Tratado del Atlántico Norte, la temible OTAN, en época tan temprana como 1947, no fue otro que asegurar el control de ese orden mundial, particularmente sobre Europa Occidental, y unirla para una guerra de exterminio en contra de la URSS y el bloque socialista de Europa Oriental. Ese objetivo se alcanzó en 1991, con la rendición de la Unión Soviética frente a Estados Unidos y su brazo armado, la OTAN. A partir de ese momento, las élites económicas, militares y políticas norteamericanas comenzaron a actuar como un gobierno mundial de facto.
El fruto envenenado de la desaparición del bloque socialista de contención fue una guerra permanente, en los Balcanes, en Asia Central, en el Norte de África y en el Cercano Oriente, en el resto del mundo aumentaron la desigualdad, la pobreza, el desempleo, el hambre y las enfermedades, al mismo tiempo que los gigantescos monopolios de todo tipo engordaron sus fortunas hasta niveles demenciales. La situación se ha complicado últimamente con el resurgimiento de Rusia como potencia nuclear de primer orden, y de China como el más poderoso competidor en el mercado mundial. Esto explica el empeño de los imperialistas por reeditar la Guerra Fría y la actual guerra en Ucrania, detrás de la cual no es difícil descubrir la mano del imperialismo norteamericano.
Por eso los trabajadores y los pueblos de los países pobres vuelven a preguntarse hoy: ¿reforma o revolución? En sus orígenes, la polémica era entre los enemigos abiertos y los simpatizantes “críticos” del marxismo y los marxistas ortodoxos. Los primeros eran partidarios del camino gradual, reformista, mientras que los segundos defendían la vía revolucionaria radical. En pocas palabras, pues, puede decirse que la polémica sobre reforma o revolución buscaba resolver la cuestión de si era posible acabar con el capitalismo mediante reformas graduales y pacíficas o si resultaba indispensable una revolución para lograrlo.
Desde aquella época se puso en claro que, desde el punto de vista marxista, se trataba de una falsa disyuntiva. Los partidarios de la revolución sostenían que no existe una contradicción absoluta, mutuamente excluyente entre reforma y revolución; que ambas forman dos fases distintas del mismo proceso de cambio que se complementan entre sí. Las reformas, es decir, los progresos graduales de avance en el bienestar de las masas, no hacen otra cosa que colocarlas en mejores condiciones para entender la necesidad del cambio revolucionario y la forma de llevarlo a cabo. No puede haber revolución sin la educación y organización paulatinas de las clases oprimidas, y no es posible lograr ambas cosas si no es a través de la lucha por la mejora gradual de sus condiciones de vida. Para decirlo brevemente en términos hegelianos, las reformas no son otra cosa que los cambios cuantitativos en la conciencia y la disciplina de las masas que preparan el salto cualitativo de la revolución, tal como sostenía Rosa Luxemburgo.
De esto resulta que los marxistas no son enemigos de las reformas, sino que las consideran indispensables en cierta fase de la lucha; a lo que se oponen es al punto de vista que pretende cambiar una cosa por otra, es decir, que postulan las reformas como sustituto definitivo de la revolución social. Tal punto de vista solo es posible cuando se analiza la cuestión al margen, o incluso en contra, de la teoría marxista. Solo así se puede plantear que reforma y revolución son términos antitéticos, incompatibles y mutuamente excluyentes. O lo uno o lo otro. Pero tal enfoque olvida que el propósito es hallar el mejor camino hacia el cambio revolucionario, y que, por tanto, están obligados a demostrar con todo rigor cómo se puede alcanzar este propósito a base de puras reformas graduales, es decir, con una interminable sucesión de cambios cuantitativos sin llegar jamás al salto cualitativo. Semejante punto de vista oculta, en el fondo, el desacuerdo con la revolución misma y no solo con el método para consumarla. Por muy artificioso y sutil que sea el razonamiento de los reformistas, decían los marxistas, está claro que su verdadero objetivo es apuntalar al capital para asegurar que siga viviendo por los siglos de los siglos.
Hoy, el problema se plantea, esencialmente, en los mismos términos. Los partidarios del capital dicen que los años transcurridos desde la Revolución Rusa de 1917 a la fecha, han probado sobradamente que la revolución no resuelve los problemas de desigualdad, pobreza, y falta de bienestar de las mayorías, a diferencia del camino de reformas graduales que ha generado sociedades florecientes, sin desempleo, sin pobreza, con desigualdad decreciente y con ciudadanos saludables y cultos. De lo que se trata es de convencer a los pueblos pobres y rezagados, e incluso a las llamadas economías emergentes como México, Brasil, Chile, Argentina, la India, etc., de que la revolución no es el camino para resolver sus carencias más apremiantes y para avanzar más aprisa hacia la prosperidad y el desarrollo. Las revoluciones solo han traído guerras civiles sangrientas, muerte y destrucción por todos lados, feroces dictaduras antidemocráticas que violan las libertades civiles y los derechos humanos, y una pobreza lacerante que se expande por todos los rincones de las naciones “socialistas”. Entonces, ¿reforma o revolución?
La argumentación parece tentadora. Por eso creo que vale la pena hacer el esfuerzo por colocar algunos puntos sobre las íes. Empezaré por señalar que es un error, o un sofisma intencional, identificar revolución con lucha armada. No es así. Revolución significa transformación radical de todo lo existente comenzando por la base misma, por lo que Marx llamó la estructura económica de la sociedad. Este cambio inicial obliga, automáticamente, a revolucionar todo el edificio social: forma del Estado, reparto de la riqueza social, leyes, moral, educación, salud, vivienda, urbanización, arte y cultura. Todo absolutamente, sin dejar piedra sobre piedra, pero todo en bien del progreso del conjunto social.
Esta transformación radical puede llevarse a cabo, bajo circunstancias determinadas, por la vía pacífica, como el propio Marx argumentó más de una vez. Los auténticos revolucionarios, como cualquier otro ser racional, prefieren siempre el camino pacífico al violento, y si al final se ven obligados a echar mano de las armas, no es por su gusto, sino porque los obligan a ello los enemigos del cambio y la transformación progresiva. Para hablar claro: es posible llevar a cabo el cambio revolucionario siguiendo el camino de la democracia, del voto libre y secreto, de la estricta división de poderes y del pleno reconocimiento de la soberanía popular, a condición de que los enemigos del progreso respeten las reglas básicas de su funcionamiento pleno. La equivocación, en caso contrario, no es de quienes, como Nicolás Maduro, Daniel Ortega o el mismo López Obrador, pretenden materializar la revolución social apoyados en el voto libre y secreto del pueblo, sino de quienes pretenden que la democracia funcione solo para sus intereses, de quienes piensan que la democracia fue ideada para perpetuarse a sí misma y al sistema económico basado en la explotación y los privilegios.
Son, pues, los falsos demócratas los verdaderos promotores de la violencia social, pues al cerrar a cal y canto la ruta democrática hacia el cambio revolucionario, obligan al pueblo a radicalizarse y, en último extremo, a tomar las armas para defender sus derechos. Sin embargo, debe cumplirse la condición de que el pueblo conozca el proyecto revolucionario completo antes de emitir su voto, para que al elegir a quienes deben representarlo, tenga plena conciencia de la tarea que les encomienda, y que participe activamente, todo el tiempo, en la construcción del nuevo Estado, que vigile de cerca a sus gobernantes para evitar desviaciones arbitrarias del proyecto inicial o abusos del poder conferido. Sin estas condiciones, la revolución democrática se convierte en una dictadura personal o de élite, y el pueblo tiene el derecho y la obligación de revocar el mandato a sus gobernantes, por la fuerza si fuere necesario.
La revolución social no es algo voluntario, no es una decisión potestativa del individuo como aceptar o rechazar un cigarro. La revolución es la manifestación extrema del agotamiento de un régimen que ha dejado de cumplir con sus responsabilidades esenciales de proporcionar seguridad, desarrollo personal y colectivo y bienestar material a todos sus miembros. Cuando esto no sucede, cuando las condiciones de la mayoría empeoran a pesar de que su aportación y esfuerzo crecen sin cesar, cuando la riqueza creada por todos se acumula en unas cuantas manos y se hace uso de la ley y de la fuerza para sofocar el descontento masivo, la revolución se vuelve una necesidad indetenible. En tales condiciones, pregonar el camino de las reformas graduales y de la paz a los pobres desesperados es una impostura que busca esconder que lo que se defiende en realidad es el régimen caduco que la masa no tolera ya.
Para apuntalar la falacia, se sueltan mentiras gordas como esconder que el gradualismo de la socialdemocracia alemana que fundó la República de Weimar, abrió el camino a la dictadura de Hitler y no a la revolución liberadora de las masas; o que la prosperidad de los países ricos, los del norte de Europa incluidos, se debe, por lo menos en igual medida que a la socialdemocracia, a la expoliación de las riquezas naturales, los mercados y la mano de obra barata del mundo pobre y subdesarrollado del Sur. Se repite sin descanso que el socialismo ha fracasado estrepitosamente en Cuba, Corea del Norte, Venezuela, Nicaragua, etc., que ahora son más pobres gracias a la revolución, pero olvidan que imperialismo y socialismo no existen en mundos distintos, que hay una influencia recíproca entre ellos y que el imperialismo no actúa como espectador pasivo frente a lo que sucede en el mundo socialista. Basta recordar todo lo que los imperialistas maquinaron y llevaron a cabo en contra de la URSS y sus aliados durante la Guerra Fría. Nunca los dejaron vivir, trabajar y prosperar en paz. Y lo mismo ocurre hoy con Corea del Norte; con el bloqueo criminal de 60 años a Cuba o con el boicot al petróleo de Venezuela para estrangularla económicamente. ¿Se puede hacer abstracción de todo eso a la hora de comparar los resultados de la vía reformista y los de la vía revolucionaria?
La verdad rigurosa sobre capitalismo y socialismo solo puede saberse analizando la realidad mundial como un todo interdependiente, como un todo cuyas partes dependen recíprocamente unas de otras y se interinfluyen, sin que ni poderosos ni débiles puedan escapar a esta ley. El experimento socialista, o cualquier otro que pretenda reemplazar al imperialismo, solo podrá mostrar sus virtudes o su impotencia cuando pueda desplegar todas sus potencialidades sin interferencias, y lo mismo debe decirse de los países ricos: las virtudes de su sistema estarán en duda mientras siga recibiendo las transfusiones de riqueza provenientes del Sur empobrecido.
De todo esto se deduce, a mi juicio, que la tarea hoy es la lucha de los trabajadores y los pueblos del mundo en contra del imperialismo, sin por eso abandonar la tarea de educarse y organizarse en cada país a través de la lucha gradual para mejorar su nivel de bienestar. Así, cuando llegue el momento en que el imperialismo ya no esté en condiciones de impedirlo, estaremos preparados para dar el salto cualitativo hacia un mundo distinto, no perfecto ni paradisiaco, simplemente menos inhumano y cruel que el actual.
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Escrito por Aquiles Córdova Morán
Ingeniero por la Universidad Autónoma Chapingo y Secretario general del Movimiento Antorchista Nacional.