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El imperialismo saquea a las naciones pobres, acumulando la riqueza en una élite de países ricos, encabezados por Estados Unidos (EE. UU.), sea mediante guerras de conquista, amenazas de intervención militar, el capital financiero o los monopolios que dominan el mundo, o mediante tratados comerciales leoninos que aplican la ley del embudo a los países débiles. Empobrecen a la mayoría de las naciones, principalmente de Latinoamérica, el Caribe, África y el Sureste Asiático. Siembran hambre y pobreza extrema: en México, cerca de diez millones viven en esa situación, privados de todos los satisfactores, incluido el alimento diario. Según estudios de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) entre sus países miembros, los trabajadores mexicanos laboran las jornadas más prolongadas y reciben los salarios más miserables.
Todo eso explica y causa la ola migratoria hacia países ricos; los pobres no emigran por gusto: van a donde pueden encontrar el sustento; el hambre los empuja a arrostrar humillaciones, peligros y sacrificios, incluido el separarse de sus familias, muchas veces para siempre. Y al incorporarse al mercado laboral, en este caso el estadounidense, devienen importante pilar de su economía. Así ha ocurrido históricamente, como ilustra la masiva emigración irlandesa a Inglaterra y EE. UU., desde mediados del Siglo XIX. Hoy en el mundo hay 280 millones de migrantes, provenientes principalmente de Latinoamérica, el Caribe y África (ONU).
Y México destaca. Si nos atenemos al monto de las remesas, entre 2019 y 2023: “En el caso de México, en ese periodo pasó del 5.4 por ciento a 7.8 por ciento del total de las remesas mundiales, ubicándolo como el segundo país con mayor recepción en 2023” (Conapo y BBVA Research, Anuario de Migración y Remesas México, 2024); India ocupa el primer lugar, pero tiene una población once veces mayor que la nuestra. Según el mismo estudio, de los 12 millones de migrantes mexicanos en EE. UU., aproximadamente cuatro millones son ilegales, en condición altamente vulnerable a la deportación. Esto favorece grandemente a los capitalistas norteamericanos, pues los migrantes constituyen la fuerza de trabajo más barata e indefensa. En EE. UU., el salario a los migrantes es, por término medio, 15.3 por ciento menor que el pagado a los norteamericanos Organización Internacional del Trabajo (OIT), aunque en algunas regiones y sectores la brecha es mucho mayor.
De este lado de la frontera, la clase política y la empresarial mexicana se benefician también: por un lado, se deshacen de población que ellos consideran “sobrante”, como una válvula de escape, que permite desfogar el exceso, y se liberan del problema de procurarle empleo, vivienda, salud, servicios, educación. Eso reduce aquí la presión social y atenúa las contradicciones internas (económicas, sociales y políticas). A título de ejemplo: “La proporción de la población en pobreza extrema en 2022 en Chiapas, Oaxaca, Puebla y Yucatán fue menor en hogares que recibieron remesas en cerca de 5.5 puntos porcentuales, respecto de los hogares que no las recibieron” (Anuario de Migración y Remesas México, 2024).
Adicionalmente, los emigrados son la mayor fuente de ingresos de México. El año pasado enviaron 62 mil 529 millones de dólares, récord histórico. Se estima que “En México 4.9 millones de hogares y 11.1 millones de adultos reciben remesas de sus familiares en el exterior” Centro de Estudios Monetarios Latinoaméricanos (CEMLA), y que cada adulto receptor recibe en promedio 337 dólares mensuales, algo así como seis mil 800 pesos.
México se torna cada vez más dependiente de las remesas, signo indiscutible de debilidad económica, y política. “En los últimos años, las remesas en México se han convertido en una de las principales fuentes de divisas (63.3 [miles de millones] de USD en 2023), por encima de las exportaciones petroleras (33.2), la Inversión Extranjera Directa (36.3) y el turismo internacional (28.7) (…) en 2023, la dependencia de las remesas se estima en 3.5% respecto del PIB, siendo Chiapas y Guerrero las entidades con mayor dependencia, 15.9% y 13.8% de su PIB, respectivamente” (Anuario de Migración y Remesas México, 2024).
Además, estamos subsidiando la ciencia y la tecnología en EE. UU. al emigrar hacia allá miles de profesionistas, muchos de ellos con posgrados, formados en México y que luego van a aplicar sus conocimientos en instituciones norteamericanas educativas y de investigación. El 9.5 por ciento de los migrantes mexicanos posee estudios universitarios (Ibid.), aunque, es cierto, la mayor parte no trabajan en actividades donde apliquen su preparación.
Ciertamente, en la emigración influye el factor ideológico: “el sueño americano”, un mundo de esperanzas, pero poco a poco ese sueño se desvanece conforme declina el poderío americano, y para un número creciente de personas se viene convirtiendo en “la pesadilla americana”. Y es que el sueño tenía una base real: la prosperidad del imperio, pero que hoy económicamente –junto con la ideología que lleva aparejada–, está decayendo, imagen de lo cual son los cientos de miles de homeless, las víctimas de la drogadicción, la falta de servicios médicos para millones de personas, el abuso policiaco contra latinos y otras minorías raciales, o el enrolamiento en el ejército para ganarse la nacionalidad (si es que regresan de las guerras).
Pues bien, el gobierno de Trump, como ha ocurrido en otras administraciones, aunque quizá más escandalosamente, está criminalizando a los migrantes, esto es, criminalizando la pobreza, convirtiéndolos en chivo expiatorio de los males del país, siendo que en realidad son los damnificados del acaparamiento imperialista de la riqueza mundial. Se les envía a sus países, en numerosos casos esposados; otros irán a Guantánamo. Nos recuerda esta política aquellos versos de Sor Juana, cuando decía: “Parecer quiere el denuedo de vuestro parecer loco al niño que pone el coco y luego le tiene miedo”.
Esta “solución” es equivocada de origen, pues parte de un diagnóstico erróneo. No se puede dar soluciones militares a un problema cuyas raíces son profundamente económicas, estructurales. Sólo se están combatiendo efectos. Para detener la emigración, muchas veces multitudinaria, debería detenerse el saqueo imperialista; en nuestro caso, limitando rigurosamente los excesos de ganancias de las trasnacionales que controlan nuestra economía y agotan nuestros recursos; debería asimismo aplicarse una enérgica política nacional distributiva, impulsar el desarrollo tecnológico y económico, promover una economía soberana, orientada principalmente a atender el mercado interno, a las verdaderas necesidades de los mexicanos, más que acumular las ganancias de los grandes corporativos mediante las exportaciones. Pero esto no lo harán los imperialistas ni sus aliados mexicanos, pues ambos se benefician de este orden de cosas.
Mas la situación para el imperio no es sencilla. Al deportar a los migrantes (obviamente si excede cierto límite) priva a empresas norteamericanas de la mano de obra más barata, que muchas veces trabaja en condiciones que la esclavitud envidiaría, y que deja mucha plusvalía. Se verán particularmente afectados sectores como la construcción, donde se ocupa el 21 por ciento de los migrantes, entre otros. El imperio necesita la fuerza de trabajo migrante, como quedó de manifiesto en el “Programa Bracero” (1942-1964), promovido por el gobierno americano, acuciado por la escasez de fuerza de trabajo. Obviamente, busca el equilibrio.
Por su parte, lejos de promover los cambios económicos estructurales requeridos, la 4T recurre sólo a medidas facilonas y demagógicas, de ésas que nada cuestan y tampoco comprometen ni implican mayor conflicto. Lágrimas de cocodrilo, con frases como que “no están solos”, o “defenderemos su dignidad”; o se instalan “campamentos” para recibirlos, como en Ciudad Juárez. Para el gobierno, más que incorporarlos a la economía nacional, es preferible que estén allá. Recuérdese que, desde tiempos de Fox, se ofrecía como gran apoyo a los migrantes un kit para cruzar el desierto. No se piensa en cómo ofrecerles acá mejores expectativas de vida.
La solución, insisto, es hacer más atractiva la permanencia aquí, construyendo una economía fuerte que provea empleos dignos y bien remunerados para todos, con mejores salarios y condiciones laborales; sólo así podría retenerse nuestra fuerza laboral, para que agrande la riqueza nacional y la disfrute. Producir más y distribuir, para que todos los mexicanos se sientan felices en su patria y no necesiten ni añoren ir a otro país a buscar el sustento. Pero esto significa detener la insultante e irracional acumulación en la élite dominante, hoy amparada por la 4T. Significa, en síntesis, acabar con el modelo neoliberal imperante.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.