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Quienes defienden a toda costa la expansión del sistema financiero, suelen destacar de forma unilateral los servicios que supuestamente éste presta a la sociedad: canaliza recursos hacia inversiones productivas; permite a las familias ahorrar para grandes gastos o la jubilación; reduce riesgos mediante seguros; proporciona liquidez para que hogares y empresas conviertan activos en efectivo cuando lo necesiten; facilita pagos cotidianos a bajo costo y desarrolla productos innovadores para hacer todas estas actividades más eficientes y accesibles.
Este razonamiento se extiende a distintos niveles. No sólo se aplica a personas, empresas y países, sino también al plano nacional e internacional. En particular, el crédito internacional se presenta como una herramienta clave para el desarrollo: permite financiar el comercio, cubrir déficits presupuestales, financiar la expansión o modernización de la base productiva, etc. Bajo esta lógica, se alienta la incorporación plena de los países en desarrollo al sistema de deuda internacional, con la expectativa de que el acceso al financiamiento impulse su crecimiento. Incluso se ha planteado que el verdadero obstáculo al crecimiento no radica en limitaciones propias de esas economías, como la obsolescencia productiva, falta de diversificación económica, una desigualdad abismal en el ingreso, entre otras, sino en la falta de un sistema financiero suficientemente desarrollado.
Si bien este financiamiento permite a gobiernos y empresas seguir operando cuando los ingresos son insuficientes, su viabilidad depende de que se traduzca en una expansión real de la producción y de los ingresos. Pero, paradójicamente, los mismos promotores de la inserción financiera suelen imponer políticas de austeridad que limitan las medidas necesarias para aprovechar ese crédito, como el gasto en educación, salud y desarrollo productivo, debilitando así la capacidad de crecimiento a largo plazo. Como resultado, la deuda debe refinanciarse constantemente, generando un ciclo creciente de endeudamiento donde el crédito deja de ser una herramienta temporal y se convierte en una fuente estructural de dependencia.
Por otro lado, esta visión asume que las finanzas globales responden únicamente a las necesidades de la economía real, cuando en realidad también están guiadas por la lógica capitalista, que impulsa la búsqueda de ganancias rápidas y fáciles. Cada vez más recursos se destinan a operaciones especulativas, traicionando sin mayor reparo su supuesta función principal de canalizar recursos hacia usos productivos y sin considerar las consecuencias que esta dinámica impone a los países más vulnerables. Un ejemplo concreto de estas dinámicas especulativas es el carry trade, una estrategia de inversión que consiste en endeudarse en monedas con tasas de interés bajas (como el dólar) para invertir en activos de países con tasas más altas (como México). La ganancia viene de la diferencia entre lo que se paga por el préstamo y lo que se gana por la inversión. Además, si la moneda del país con tasas altas se aprecia (menos pesos por dólar), el inversionista obtiene un beneficio extra al convertir sus ganancias a la moneda en la que tomó el préstamo.
Esta práctica ha impulsado un crecimiento desproporcionado del comercio de divisas en países en desarrollo. En el caso de México, por ejemplo, entre 1998 y 2015, el uso del peso mexicano en el mercado de divisas creció un 606 por ciento más rápido que su participación en el comercio de bienes y servicios. Esto refleja que gran parte de las operaciones con la moneda están vinculadas a actividades especulativas, evidenciando una desconexión entre la actividad financiera y la economía productiva. Estas operaciones aumentan la volatilidad financiera y obligan a los países a acumular grandes reservas internacionales para protegerse ante ataques especulativos y salidas repentinas de capital. Es decir, deben contar con suficientes divisas para sostener sus pagos externos –importaciones o deuda– aun cuando los flujos financieros se reviertan. En este contexto, México mantiene reservas equivalentes al 16 por ciento del PIB, desviando recursos que podrían destinarse al crecimiento económico.
En lugar de ofrecer una salida al atraso, la integración financiera bajo los términos de los acreedores y sin una planeación adecuada del crecimiento ha hecho a muchos países más dependientes del crédito externo y más vulnerables a los ciclos de especulación. Cuanto más se insertan en el sistema financiero global, más difícil se vuelve fortalecer sus propias capacidades productivas y alcanzar una senda de desarrollo sostenible.
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Escrito por Tania Rojas
Maestra en Economía por El Colegio de México. Estudia un doctorado en Economía en la Universidad de Massachusetts Amherst, en EE.UU.