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En este año, México ocupa el noveno lugar entre los países exportadores (OMC), pero en una estructura totalmente distorsionada. Las exportaciones sólo a Estados Unidos (EE. UU.) representan el 80 por ciento (súmese a Canadá, destino del tres por ciento). Las importaciones provenientes de EE. UU. alcanzan el 42.8 por ciento, contra 19 por ciento de China (Fuente: Santander Trade Markets). Como se ve, somos rehenes del imperio americano. Y por si cupiera alguna duda, la semana pasada Donald Trump declaró que, si gana las elecciones, “México no va a vender ni un solo coche en EE. UU.; impondrá ‘aranceles terribles’ para traer de vuelta a las empresas al país” (hasta de 300 por ciento, dijo), algo grave, pues los automóviles representan el 8.1 por ciento de nuestras exportaciones. ¿A esto se le llama “libre comercio”?
Pero en esta relación, las medidas coercitivas han sido históricamente pan de cada día, eficaz mecanismo de presión que nos impone condiciones humillantes. Cada vez que México hace algún tímido intento de independencia política o pretende buscar otras opciones comerciales, recibe de inmediato la amenaza y el palo de los aranceles, u otras medidas comerciales aplicadas por nuestro patrón, que no socio. Recordemos que el artículo 32.10 del T-MEC nos impide firmar tratados de libre comercio con países que no sean “de libre comercio”, en obvia alusión a China.
Es una necesidad ineludible diversificar nuestras relaciones comerciales, ampliar la estructura de las exportaciones para liberarnos de la dependencia y el poder de monopsonio a que nos somete EE. UU., como casi único comprador. Entre las naciones existe naturalmente interdependencia, que no es lo mismo que dependencia. Un ejemplo. El país al que más exporta China es EE. UU., pero a donde envía sólo (2022) 16.2 por ciento del total; lo demás está sanamente distribuido entre muchos otros compradores, reduciendo así su exposición a los shocks externos, presiones políticas o crisis en los países socios. Es una estructura de exportaciones que tiene varios “flotadores” y garantiza mayor estabilidad.
Pues bien, ante esta dramática realidad, el secretario mexicano de Economía, Marcelo Ebrard, le puso un clavo más a la cruz. El 10 de octubre hizo contundentes declaraciones, que el diario El Universal cabeceó así: México, junto a EE. UU. en guerra comercial con China: Ebrard. En el texto de la nota abunda: “¿Cuál sería el diseño principal, la idea principal? Movilizar todos los intereses legítimos en favor de fortalecer a la región Norteamérica”. Categórico, sin matiz alguno. Así pues, México se decanta enérgicamente, con emoción –de sus funcionarios–, por EE. UU., consolidando nuestra dependencia, al “Destino Manifiesto”; y ve con temor comprometerse y ampliar las relaciones comerciales con China, por lo demás exiguas: las exportaciones a China, si bien han crecido moderadamente, representan apenas 1.9 por ciento del total (Fuente: Santander Trade Markets). Y es que los estrategas mexicanos ven venir la inminente revisión del T-MEC en 2026, como amenaza que pende, cual espada de Damocles, sobre la economía mexicana.
Para colmo de males, como nos ocurrió con la España feudal en la Colonia, hoy estamos atados a una economía decadente, parasitaria, que nos obliga a recibir sus excesos de producción (como los del maíz amarillo) y nos sujeta a condiciones draconianas de corte más mercantilista que de libre comercio. Además del uso del dólar como medio de coerción, somete literalmente por la fuerza a los países dependientes, como a Alemania, a la que impide adquirir gas de Rusia. Muy caro está pagando Alemania su ignominioso sometimiento a EE. UU., que vela sólo por su propio interés, condenando a sus aliados-súbditos europeos a la inflación y el estancamiento.
En los BRICS, en cambio, el crecimiento económico y las relaciones entre países redundan en beneficio de los pueblos y crean una relación de ganar-ganar. Prueba de ello es el Nuevo Banco de Desarrollo, que desde 2018 ha otorgado créditos para más de 100 proyectos en inmejorables condiciones, por un monto de 30 mil millones de dólares. Así lo evidencia también el ejemplo de China, que ha crecido en términos del PIB para lograr un prodigioso éxito en combate a la pobreza, proeza única en el mundo moderno; su crecimiento beneficia de paso a otros países amigos.
Los BRICS crecen a tasas muy superiores a las del G7, la UE y EE. UU. Hace treinta años sumaban el 16 por ciento del PIB mundial, y el G7, el 45; hoy, el grupo BRICS aporta 36.7 y el G7, 29.6. El PIB de China crece al 4.8 por ciento anual y el de Rusia al 3.6; arriba del promedio global (3.2); EE. UU., 2.8; y la Unión Europea, 0.8 por ciento (FMI). De hecho, Alemania está en recesión. EE. UU. es el país más endeudado. La desdolarización en las transacciones comerciales avanza, y cae el dólar como moneda de reserva mundial: de representar el 72 por ciento de las divisas que tenían todos los países, a 59 por ciento en la actualidad. Pues bien, a este capitalismo mortecino y depredador estamos uncidos.
Obviamente, independizar nuestra economía no es cuestión sólo de voluntad: ciertamente, es el punto de partida, pero no basta, so pena de incurrir en una acción aventurera, desdeñando nuestra circunstancia. No se trata de romper relaciones comerciales con EE. UU., país con el que compartimos más de tres mil 100 kilómetros de frontera, por cierto, la más cruzada del mundo. Allá viven millones de mexicanos que envían cuantiosas remesas, de gran importancia económica; pero esto mismo es un claro síntoma de nuestra dependencia y atraso como país que, incapaz de construir una economía fuerte que garantice suficientes y buenos empleos para todos, empuja a nuestra población a emigrar. No podemos ignorar esta circunstancia.
Transformar las relaciones comerciales es un proceso complejo, pero realizable, pues implica modificar las relaciones internas de producción. Las relaciones de producción, decía Marx, determinan las relaciones de intercambio. Y aquí precisamente radica el reto de México: desarrollar la productividad, generar tecnología propia, promover la inversión y fortalecer el mercado interno, preparar nuestra fuerza de trabajo y, como resultado de todo ello, alcanzar un alto nivel de competitividad; y, a la par, lograr una distribución equitativa del ingreso que incentive el trabajo.
Acorde con lo dicho anteriormente, para lograr la real independencia de México en todos los terrenos, es condición, aunada a la voluntad política, una serie de transformaciones sistémicas necesarias para consolidar una economía nacional próspera, con bases propias, que no esté colgada con alfileres del poder del imperio, fragilidad y vulnerabilidad extremas que nos impiden volar con nuestras propias alas.
Los países del llamado Sur Global trabajan en cooperación para construir una nueva configuración global, libre de hegemonías, basada en relaciones internacionales de respeto y mutuo beneficio. Es una necesidad imperiosa estrechar vínculos económicos con naciones más dinámicas, como los BRICS, que avanzan hacia el futuro (presente ya) de la humanidad, al mundo multipolar, mientras, aherrojado al imperio, México se queda a la zaga. En la cumbre del BRICS que hoy tiene lugar en Kazán, Rusia, se han dado cita 20 jefes de Estado y numerosas representaciones de países y organizaciones. Numerosas naciones solicitan ser aceptadas y seguir esa vía de progreso. México es un gran ausente.
En suma, es necesario abrirnos al mundo, con realismo, pero a la vez con decisión. Nuestra dependencia no es una fatalidad, sino una circunstancia histórica que debe (y puede) ser suprimida de raíz, estructuralmente, para avanzar hacia la verdadera independencia nacional, todavía pendiente. El mundo cambia y está en marcha, mientras México sigue arrastrando penosamente sus cadenas, sin atreverse a dar pasos reales hacia su verdadera y definitiva liberación.
La disminución en los ingresos tributarios, como parte proporcional del PIB, fue consecuencia de los estímulos fiscales sobre el Impuesto Especial sobre Producción y Servicios (IEPS) a las gasolinas.
Mientras no se reviertan las deformaciones de la estructura productiva no podrá alcanzarse la soberanía alimentaria. Y ello no se logra formando dependencias decorativas o comprando votos, sino con transformaciones profundas.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.