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El fenómeno imperialista no es nuevo en la historia humana; ha existido desde la remota antigüedad, desde que la sociedad se escindió en clases antagónicas y por eso existe mucha literatura dedicada a tratar de desentrañar sus causas profundas y a entender y definir su naturaleza. Hoy sabemos que son dos las determinaciones esenciales que lo definen, independientemente de las circunstancias de tiempo y lugar: la primera es su inmanente tendencia al dominio absoluto sobre todos los pueblos y países distintos al suyo; la segunda, directamente ligada a la primera como antecedente y consecuente, es su carácter radicalmente excluyente. Una entidad imperialista, llámese Persia, Grecia o Roma, no puede renunciar a su propósito de dominio hegemónico sin dejar de ser imperialismo; y tampoco puede tolerar un poder ajeno y semejante al suyo por temor a caer bajo su dominio y desaparecer. Dos formaciones socioeconómicas excluyentes por esencia tienen forzosamente que excluirse entre sí, y ahí están para probarlo las dos grandes guerras mundiales que hemos padecido hasta hoy.
En los días que corren, no es muy difícil darse cuenta de que vivimos inmersos en un mundo sometido a una clara política de carácter imperialista, dominados por el imperialismo más poderoso de todos los tiempos, encabezado por Estados Unidos (EE. UU.). Si aplicamos al panorama geopolítico actual el doble criterio definitorio de que acabamos de hablar, tampoco resulta ya muy difícil explicarse lo que ocurre en Oriente Cercano y Medio, en el norte de África, en Siria, en Ucrania o en la península de Corea, por citar solo algunos ejemplos. Incluso se hace más sencillo y transparente entender la psicosis antirusa (y en menor medida antichina) que se está tratando de sembrar en el mundo entero para justificar el acoso nuclear en contra de ambos países, una verdadera locura que nos tiene al borde de una inmensa catástrofe nuclear que acabaría de golpe con la civilización tan penosamente construida por el hombre.
Ante todo ello, se vuelve inaplazable que los latinoamericanos en general, y los mexicanos en particular, no perdamos de vista u olvidemos intencionalmente lo que ocurre en otras latitudes; que no cerremos intencionalmente los ojos a esa trágica realidad creyendo erróneamente que nada tiene que ver con nosotros y que estamos blindados contra peligros similares. Los estudios recientes del fenómeno imperialista sugieren claramente que, junto a la esencia dominadora y avasalladora del imperialismo como tal, la paz y la seguridad de nuestros países se verá amenazada, además, en el caso nada remoto de un debilitamiento de la dominación norteamericana en Europa, Asia y África. En una coyuntura así, será inevitable el repliegue detrás de fronteras seguras que no serán, desde luego, solo las de su propio territorio sino las del continente entero. El último bastión del imperialismo, antes de su ocaso definitivo, será inevitablemente la América completa, desde Alaska hasta la Patagonia.
Y no se piense que se trata de un ensayo de adivinación del futuro. Ya hoy existen hechos, fenómenos políticos y movimientos geoestratégicos en nuestro continente que apuntan claramente en esta dirección. La embestida en contra del avance de las democracias populares en el cono sur y la unidad económica y política de sus países, cuyos resultados más visibles y exitosos son Brasil y Argentina (y recientemente, por la vía de la apostasía y la traición, el Ecuador); el nuevo endurecimiento de la política de bloqueo económico contra Cuba y las descarnadas amenazas de invasión a Venezuela, no pueden, a mi juicio, interpretarse de otra manera que como una clara manifestación de la voluntad imperialista de dominio total sobre nuestros empobrecidos y sufridos países. Por último, a pesar del sigilo que en este terreno se ha mantenido, no hay duda de que también América Latina está siendo sembrada de bases militares norteamericanas, estratégicamente colocadas para una mayor movilidad y eficacia en caso de que los “intereses vitales” (¿!) de EE. UU. sean puestos en riesgo por algo o por alguien.
El caso de México es, quizá, más preocupante aún. Haciendo a un lado la dependencia suicida de nuestra economía respecto al mercado norteamericano y una deuda nacional que igualmente nos ata a la “banca internacional” dominada por EE. UU., está el hecho cierto de que los mexicanos de a pie ignoramos todo sobre nuestra relación militar y policiaca respecto a ese país. Se ha “filtrado” a los medios alguna vez que hay un verdadero ejército de la CIA, armado y con absoluta libertad de movimientos, circulando por todo el territorio nacional; se dice que este ejército “asesora” a nuestros cuerpos de seguridad y que ha sido decisivo en los golpes más espectaculares y contundentes asestados al narcotráfico. Puede que no sea así o al menos que estén exagerando; pero hay hechos ciertos: la educación, entrenamiento y actualización de los altos mandos militares y policiales mexicanos se lleva a cabo en centros especializados de EE. UU., nuestras fuerzas armadas dependen casi exclusivamente del mercado norteamericano de armas, nuestra creciente participación en “ejercicios conjuntos” con las fuerzas armadas de ese país y la reciente incorporación de “cascos azules” mexicanos a las “misiones de paz” de la ONU. Una inteligencia normal y medianamente informada, no puede dudar de que esto nos coloca en una situación altamente vulnerable frente al coloso del norte.
Recientemente se han producido dos hechos noticiosos que nos debieran alertar a todos los mexicanos. El primero se dio a principios del año y recogía parte de una conversación telefónica entre el entonces Presidente de México, Enrique Peña Nieto, y el de EE. UU. según la cual, Donald Trump habría dicho que las fuerzas armadas y de seguridad mexicanas le tienen miedo a los cárteles de la droga, pero las suyas no, y que estaban listas para entrar en acción. El segundo, mucho más reciente y actual, afirma que el Secretario de Seguridad Interna de EE. UU. habría dicho, en una reunión secreta, que México es un “narco Estado fallido” y, por tanto, se sobreentiende, una amenaza potencial para la seguridad de los norteamericanos. Me parece que, independientemente del camino tortuoso que ambas notas han seguido para darse a conocer, la coyuntura actual y aún el contexto geopolítico más permanente, las hacen altamente probables y peligrosas para nuestra soberanía como nación. Por mucho menos que eso se invadió a Afganistán, Libia, Irak y Siria, por mencionar unos cuantos; y debemos recordar, además, que esos países están a muchos miles de kilómetros de EE. UU. y muy lejos, por tanto, de compartir con ellos tres mil kilómetros de frontera, como es nuestro caso.
Pregunta: ¿estamos conscientes, lo está el gobierno mexicano, del tremendo peligro que corremos? No lo parece. Porque, lejos de tomar medidas adecuadas al caso, da la impresión de que queremos aplacar el apetito del Moloch imperialista sacrificándole víctimas propiciatorias que podrían ser nuestros aliados en caso de necesidad: criticamos infundadamente a Venezuela, nos sumamos con entusiasmo a la campaña de linchamiento internacional promovida por el imperialismo en contra de su gobierno legítimo, de su pueblo y de sus instituciones. Le acabamos de sacrificar la cabeza del embajador norcoreano, y la respuesta agradecida del Moloch fue calificarnos de “narco Estado fallido”. ¿Estamos realmente conscientes de que, al apoyar y respaldar tales violaciones al derecho internacional, a la soberanía nacional de los pueblos débiles, al derecho que tienen a gobernarse por sí mismos y a elegir el régimen económico y social que mejor les acomode, estamos abonando el terreno para que mañana se nos aplique la misma receta?
No ignoro que, dada la crítica situación económica en que se debaten las clases populares y dado el éxito de la campaña de desprestigio en contra del Gobierno anterior, crece el número de mexicanos que piensa que ser absorbidos por el imperio norteamericano es una posibilidad menos mala que seguir como estamos. Es decir, la unidad nacional se debilita acelerada y peligrosamente. Por eso, a estos mexicanos de buena fe, y a todos los hombres y mujeres a quienes no haya descastado y deslumbrado la riqueza del vecino, les recuerdo que la raza blanca, anglosajona y protestante de aquel país quiere, ambiciona, el territorio de México pero ¡ojo! sin los mexicanos. Para ellos somos una “raza inferior” y, llegado el caso, un lastre del que tendrán que deshacerse por cualquier medio. Los mexicanos solo tenemos esta patria, este “mutilado territorio” como diría López Velarde (mutilado precisamente por el imperialismo). Si lo perdemos, no habría a dónde ir; nuestro único destino sería, tal vez, las cámaras de gas o una ignominiosa esclavitud en nuestro propio suelo. Es hora de que despierte el orgullo nacional o, al menos, el elemental, biológico, sentido de conservación de los mexicanos. Mañana puede ser demasiado tarde.
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Escrito por Aquiles Córdova Morán
Ingeniero por la Universidad Autónoma Chapingo y Secretario general del Movimiento Antorchista Nacional.