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La relación entre los bajos índices de lectura en México y la pobreza que afecta a millones es innegable. Para comprenderla, debemos reconocer que los hábitos culturales están determinados por la clase social. La lectura, actividad propia de las clases medias y altas, resulta excepcional en los sectores populares y rurales. ¿Acaso esto responde a una condición del sistema capitalista? En general, el capitalismo como modelo económico prioriza la producción y la ganancia sobre todas las cosas, manteniendo una relación distante con la actividad cultural. No sólo porque no representa un negocio masivo jugoso, sino porque el desarrollo cultural exige una actividad intelectual colectiva que el sistema no fomenta. El capitalismo produce individuos utilitarios, no seres reflexivos; prefiere ciudadanos ambiciosos y consumistas antes que pensadores críticos. La cultura, al promover reflexiones profundas, se convierte en un obstáculo para la creación de sujetos fácilmente manipulables por un mercado voraz.
Esta dinámica afecta a todas las sociedades capitalistas, aunque con matices. Las clases medias, compuestas por profesionales asalariados con educación universitaria, tienen mayores oportunidades de acercarse a la cultura y, en particular, al hábito lector. De paso, afirmemos que es ingenuo creer que las élites económicas, mezquinas y pragmáticas, cultiven un genuino amor por la lectura. Su sofisticación suele manifestarse en el consumo ostentoso de bienes y servicios, no en el placer intelectual. La meritocracia ha intentado vendernos la idea de que los millonarios alcanzan su posición gracias a hábitos excepcionales, cuando en realidad sus fortunas se construyen sobre herencias, conexiones políticas, explotación laboral y mecanismos de acumulación vergonzosos (como la guerra) que poco tienen que ver con la calidad de sus lecturas.
Las clases trabajadoras enfrentan realidades opresivas: empleos precarios, rentas elevadas, gastos en salud y educación que consumen sus magros ingresos. Así, la cultura se convierte en otro bien segmentado por clase social. Según el Módulo sobre Lectura (Molec) 2024 del Inegi, aunque el 69.6 por ciento de la población alfabetizada lee, el acceso a materiales de lectura no escolares sigue siendo privilegio de unos pocos. Para las mayorías, alimentarse y pagar la renta son prioridades que dejan poco espacio para la compra de libros y para acceder a actividades culturales, como espectador y como practicante cotidiano.
La educación, supuesto motor de movilidad social, reproduce estas desigualdades. El rezago educativo afecta al 19.4 por ciento de la población con menores ingresos (Coneval, 2022), limitando desde la infancia el desarrollo de habilidades lectoras. El 79.7 por ciento de los no lectores nunca recibió estímulos para leer durante su formación. A esto se suma la falta de tiempo: el 55 por ciento de la fuerza laboral trabaja en la informalidad (Inegi, 2024), con jornadas extenuantes que dejan poco espacio para el ocio intelectual. Quienes crecen en hogares sin libros –el 60.7 por ciento, según el Molec– y asisten a escuelas sin bibliotecas, difícilmente adoptarán el hábito lector. Por ejemplo, en comunidades rurales del Altiplano potosino, acceder a un centro cultural puede implicar viajar cuatro horas en transporte público, un lujo imposible para quienes viven al día.
Condición ineludible: sin educación básica no hay población lectora. Con el obradorato y la 4T, el gasto educativo per cápita cayó 11 por ciento entre 2015 y 2023 (ICEFI), mientras el 60 por ciento del presupuesto se destina a nóminas burocráticas, no a infraestructura. El resultado: 30 por ciento de escuelas sin agua potable, 25 por ciento sin drenaje, 12 por ciento sin electricidad y sólo 64 por ciento con Internet (SEP, 2023). En estados como Chiapas o Guerrero, más de la mitad de los planteles carecen de servicios básicos. ¿Cómo fomentar la lectura en aulas derruidas, sin materiales ni maestros capacitados?
La conclusión es evidente: ser un país de pocos lectores no es casualidad, sino consecuencia de un sistema que perpetúa la desigualdad. Somos una sociedad con pocos lectores porque arrastramos un subdesarrollo social que perpetúa la pobreza, la inequidad social y con ello la abyecta incultura. Las promesas de transformación social, tan embarradas en el discurso oficial morenista, no se han traducido en un verdadero esfuerzo por elevar intelectualmente a las masas, un paso esencial para lograr un cambio social que promueva el progreso y la justicia social. Lejos de ser una prioridad, el fomento a la lectura parece reducido a un acto de campaña con resultados ridículos y superficiales.
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Escrito por Marco Antonio Aquiáhuatl
Columnista