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“Ya hemos advertido que el verso y la prosa son como dos pisos de la misma casa: los escritores que la habitan suelen subir y bajar las escaleras y tan pronto escriben un poema como una novela”, dice Enrique Anderson Imbert en su Historia de la literatura latinoamericana (1954); en la Tercera Parte. Época contemporánea. Aborda la que denomina “prosa artística” del ensayista, dramaturgo, traductor, narrador, poeta y político mexicano Alfonso Reyes (Monterrey, 1889 - Ciudad de México, 1959).
Es hasta 1952 cuando Alfonso Reyes se decide a compilar su Obra poética; para entonces, sus escritos habían alcanzado gran difusión, ubicándolo como un excelente prosista. Sin embargo, su obra no puede abordarse aislando la prosa del verso pues, para decirlo con las palabras de Imbert, “en cualquiera de las dos secciones es insigne y da lo mismo situarlas aquí como allá: sólo que no sería lícito partir su obra para estudiarla separadamente pues, como en ningún otro escritor, sus versos y sus prosas forman cristalina unidad. Sus libros poéticos aparecieron tan espaciadamente, tan abrumados por su mayor producción en prosa, en ediciones de acceso tan difícil, con tanta habilidad en estilo, temas y tonalidad, que muy pocos lectores se forman del poeta Reyes una imagen clara”.
Desde sus primeros escritos, de indudable influencia parnasiana, evolucionó hacia una poesía en la que el conocimiento de la preceptiva literaria no impidió la innovación y aun la ruptura con la camisa de fuerza de la poesía académica, como se aprecia en lo que puede considerarse su manifiesto poético: Teoría prosaica, que vio la luz en 1931.
Alfonso Reyes se reconoce mexicano, hijo de Latinoamérica, mestizo y plebeyo; así, comienza su arenga invitándonos a la fogata donde se cuece el cabrito y la multitud sacia su hambre sin refinamientos inútiles, “sin cuchillo y tenedor”, que estorbarían el ancestral acto de saciar el hambre común.
En mi tierra sancochaban
los cabritos en la estaca,
con otra estaca arrancando
el pellejo hecho carbón.
Pero en el campo argentino
lo hacen mejor:
con la costumbre judía
de que hablan los Tharaud,
el noble asado con cuero
se come junto al fogón,
en la misma res mordiendo,
cortando con el facón.
¡Hasta la gente del campo
nos da lección!
Alguna vez hay que andar
sin cuchillo y tenedor,
pegado a la humilde vida
como Diógenes al charco,
y como cualquier peón.
Toda esta plástica alegoría inicial en torno a la satisfacción de la necesidad humana más urgente sirve a Reyes para fustigar a los poetas que se resisten a abandonar una preceptiva aristocratizante, que mide cada sílaba y cada verso; y que, cuando se atreven a sacudirse de ese yugo, huyen de la realidad, se niegan a hacer un retrato puntual de la misma y se sitúan en el plano de la pura vaguedad creando, como resultado, obras muertas. Yo prefiero, dice, “promiscuar en literatura”, es decir, tomar de cada pueblo, época y cultura, elementos que sirvan para una poesía viva y palpitante, en la que se fundan todos los ingredientes que, a través de siglos y conquistas, de invasiones e independencias, nos han hecho ser… lo que somos.
¡Y decir que los poetas,
aunque aflojan las sujetas
cuerdas de la preceptiva,
huyen de la historia viva,
de nada quieren hablar,
sino sólo frecuentar
la vaguedad pura!
Yo prefiero promiscuar
en literatura.
No todo ha de ser igual
al sistema decimal:
mido a veces con almud,
con vara y con cuarterón.
Guardo mejor la salud
alternando lo ramplón
con lo fino,
y junto en el alquitara
–como yo sé–
el romance paladino
del vecino
con la quintaesencia rara
de Góngora y Mallarmé.
Algo de ganga en el oro,
algo de tierra sorbida
con la savia vegetal;
la estatua medio metida
en la piedra original;
la voz, perdida entre el coro;
cera en la miel del panal;
y el habla vulgar fundida
con el metal del habla
más escogida
–así entre cristiano y moro–,
hoy por hoy no cuadran mal:
así va la vida,
y no lo deploro.
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Escrito por Tania Zapata Ortega
Correctora de estilo y editora.