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Existen, debido a una serie de procesos históricos que han determinado la cultura y la conciencia del hombre, ideas tan arraigadas que cualquier opinión sobre ellas sería, en apariencia, absurda e irracional; pero no porque no pueda mostrarse su veracidad, sino porque nuestro andamiaje construido con prejuicios se colapsaría y todo en lo que creíamos, la razón de nuestra existencia perdería sentido. La concepción del Estado es una de las ideas que machaconamente nos han inculcado, que aprendimos de memoria y que jamás cuestionamos precisamente porque el solo hacerlo pondría en serios predicamentos al sistema establecido.
El Estado ha cumplido una función específica desde sus orígenes: quienes ostentan el poder y se cuidan mucho en admitir que, por naturaleza, es hijo legítimo de la propiedad privada. No existen evidencias contundentes de un aparato político de Estado antes de que aparecieran las divisiones sociales que condicionaron el devenir de la historia. En las sociedades primitivas todo pertenecía a todos, era imposible apropiarse del trabajo ajeno y era innecesaria la existencia de un aparato que se encargara de proteger cualquier tipo de propiedad. Una vez que la humanidad propició la generación de excedentes de producción, como efecto de su desarrollo civilizador, apareció la propiedad privada y con ella la división de la sociedad en clases. En ésta surgieron la clase propietaria de los medios de producción y consumo y otra, la antagónica, cuya única propiedad era su trabajo. Fue entonces cuando el Estado se hizo necesario.
¿Quién protegería la propiedad de los grandes explotadores de los que tenían como única propiedad su trabajo? ¿Quién salvaguardaría los intereses de quienes se apropiaban, mediante robo velado, del trabajo ajeno? Todos los que nada tenían, la inmensa mayoría de la población, era una amenaza permanente para el pequeño grupo de acaparadores que requería una fuerza y un poder indispensables para retener y ampliar su acumulación. El Estado nació como un aparato creado para proteger los intereses de la clase que se enriquecía a costa de los trabajadores, quienes carecían de propiedades qué proteger.
Con ello nacieron las leyes y, haciéndolas pasar como eternas y naturales, se erigieron como el aparato legal que protegería esos intereses. Cada una de aquéllas representa un mandamiento a favor de la propiedad privada y un agravio para los intereses comunes de la sociedad. Que su apariencia sea la imparcialidad sostiene un tema que no trataremos aquí pero, considerando que la presunta legitimidad y el poder de la autoridad en ocasiones podría no ser suficiente para contener a las masas en rebelión por hambre, el Estado creó la policía, la cárcel y el ejército, aparatos coercitivos que se pusieron en funcionamiento cuando la clase sometida atentara contra ese poder absoluto. En palabras del filósofo y economista Carlos Marx, la definición de Estado puede resumirse como “la violencia organizada de una clase para la opresión de otra”.
A pesar de los grandes levantamientos populares y las revoluciones de la historia, que buscaron desaparecer a este monstruoso Leviatán, el Estado no ha perdido su capacidad de adaptarse al devenir. No importa que su máscara se resquebraje y sus dientes sanguinolentos chorreen la sangre de sus incontables víctimas, pues vuelve a reconstruirse y a asomarse tras su aparente velo de legitimidad. La democracia es la forma más acabada con que se disfraza este poder legal y lo perfecciona con máximas como la de que su deber es “proteger los derechos de la sociedad”, “evitar los daños entre unos y otros”, “el derecho de uno termina cuando inicia el de otros”. Es decir, poniendo una empalizada entre los hombres para impedir una relación común y social, y conservar la división de clases.
La ciencia, la verdad científica, no es ni independiente ni incompatible con la práctica política.
Las “excorcholatas presidenciales” Ebrard, Adán Augusto, Ricardo Monreal y Noroña fueron considerados en la lista final de candidaturas plurinominales para el Senado y la Cámara de Diputados por parte de Morena.
No basta con desear un cambio de modelo; es preciso saber quién puede construir otro más justo, tema que me ocupa en esta ocasión. En principio, eso no pueden hacerlo ni “los de antes”, ni “los de ahora”: ni los millonarios.
Los ataques de Bonilla a los periodistas y a los medios de comunicación se deben a que han publicado informaciones y cifras sobre hechos de interés ciudadano como la pandemia del Covid-19 y los “moches”.
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Escrito por Abentofail Pérez Orona
Licenciado en Historia y maestro en Filosofía por la UNAM. Doctorando en Filosofía Política por la Universidad Autónoma de Barcelona (España).