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Es natural, por la conciencia que nos da la inmediatez, que observemos la realidad a través de las apariencias, a través de aquello que objetivamente se manifiesta ante nuestros ojos; como un juego de figuras que, incomprensiblemente, se mueven ante nosotros con carácter de «hechos» incontestables; con la fuerza de lo muerto. Advertimos, por ejemplo, que el planeta se encuentra al borde una catástrofe sin precedentes y, guiados por esa conciencia atrapada en la densa maraña de los «hechos» –esos «hechos» que se nos arrojan cual pedazos– llegamos a conclusiones sobre nuestra propia realidad, conclusiones que nos inducen a tomar partido “conscientemente” por uno u otro bando, por una u otra nación o por un líder u otro. La historia se nos revela, pues, como un conflicto entre individuos, a lo sumo entre naciones; motivado por el maniqueísmo del bien y del mal, y en el que nuestra actitud ante una realidad que evidentemente nos afecta se manifiesta sólo, porque no puede ir más lejos, de manera contemplativa. Observamos la fatalidad de nuestra época y nos resignamos a la suerte que le toque correr a la humanidad. ¿Qué más podemos hacer? El capitalismo tiene leyes naturales frente a las que la voluntad humana nada puede. ¿No es así?
Durante décadas, la crisis del capitalismo fue únicamente pasto de la crítica del análisis marxista. El método dialéctico, aquél que nos permite concebir los «hechos» como parte de una totalidad oculta bajo su aparente parcialidad e inmutabilidad, se reservaba para las aulas universitarias o para el juego despreocupado de una juventud que veía en las conclusiones del método, la transformación del mundo, una buena frase para rumiar en su tiempo libre, pero que desechaba al enfrentarse al “mundo real” que exigía “dejar de jugar” a la revolución. Así, el análisis y el conocimiento del mundo a través de un método que nos permite concebir el movimiento social histórico como producto de la acción humana y no de fuerzas divinas o naturales, quedó reservado a los “inconformes” y a los intelectuales para que se entretuvieran con él mientras el mundo seguía su propio curso, inexorable y fatal.
Sin embargo, en la medida en que la crisis del capitalismo se observa más cercana e inevitable, el marxismo deja de ser mera teoría interpretativa para convertirse en arma radical, transformadora. Su método, más allá del olvido intencionado al que se le sometió, emerge con violencia y deslumbra fulgurante a quienes quisieron cerrar los ojos para sustraerse a cualquier compromiso y acción concreta. Engels dice en alguna parte: «puedes tú olvidarte de la dialéctica, pero la dialéctica no se olvida de ti». Parafraseando al pensador alemán: «Puede el mundo entero olvidarse de la dialéctica, pero la dialéctica no se olvida de él». Hoy estamos precisamente ante un acontecimiento de apariencia puramente fortuita que sólo puede ser consecuencia, precisamente, del olvido y abandono de la única teoría capaz de prever el desenlace que, si no es determinante y catastrófico todavía, está muy cerca ya de la barbarie.
No se pretende en este análisis hacer únicamente un llamado al estudio de la teoría marxista. Tampoco se busca explicitar un método que, por lo demás, es expuesto de manera clara y profunda por varios pensadores (Georg Lukács, Karel Kosík, V.I Lenin, Rosa Luxemburgo, Louis Althusser, etc.) que deben rescatarse también de ese olvido en el que la ideología dominante los ha sumido. El sentido de este escrito es poner de relieve, desempolvar y mostrar la incontestable actualidad de uno de los principios rectores del marxismo, que hoy parece olvidarse por el escándalo de lo inmediato, por lo cercano de la fatalidad y que, sin embargo, continúa, como hace siglos, llevando sobre sus espaldas, cual viejo topo, el peso de la historia. El principio fundamental del materialismo histórico: la lucha de clases. El prefacio de Engels a la edición alemana de El Manifiesto del partido comunista, de 1883, explica la trascendencia de este principio:
«La idea fundamental de que está penetrado todo el Manifiesto –a saber: que la producción económica y la estructura social que de ella se deriva necesariamente en cada época histórica, constituyen la base sobre la cual descansa la historia política e intelectual de esa época; que, por tanto, toda la historia (desde la disolución del régimen primitivo de propiedad común de la tierra) ha sido una historia de lucha de clases, de lucha entre clases explotadoras y explotadas, dominantes y dominadas, en las diferentes fases del desarrollo social; y que ahora esta lucha ha llegado a una fase en que la clase explotada y oprimida (el proletariado) no puede ya emanciparse de la clase que la explota y la oprime (la burguesía), sin emancipar, al mismo tiempo y para siempre, a la sociedad entera de la explotación, la opresión y las luchas de clases–, esta idea fundamentalmente pertenece única y exclusivamente a Marx».
¿El capitalismo ha transformado la realidad a tal grado que la historia se ha detenido y terminado con él? La lucha de clases, tan palpable y evidente en los siglos XIX y XX, ¿ha quedado relegada a simple consigna revolucionaria? ¿La crisis que hoy atraviesa la humanidad es fundamentalmente una lucha entre naciones? Hace tiempo que Marx rebatió el principio hegeliano que aseguraba que el Espíritu del Mundo, o sea, los diversos Espíritus Nacionales determinaban el acaecer social. No es la contienda, como se observa, producto de una lucha entre naciones; tampoco son los “líderes” los que determinan el sentir de toda una nación, sino son expresión de la posición histórica de dichos pueblos. La contradicción esencial de la conflagración que con el paso de los días se agudiza más y más es hoy, como hace siglos, la misma, a pesar de que se conduzca de manera velada y no se revele tal cual es. Las palabras iniciales del Manifiesto no han perdido vigencia:
«La historia de todas las sociedades hasta nuestros días es la historia de la lucha de clases. Hombres libres y esclavos, patricios y plebeyos, señores y siervos, maestros y oficiales, en una palabra: opresores y oprimidos se enfrentaron siempre, mantuvieron una lucha constante, velada unas veces y otra franca y abierta; lucha que terminó siempre con la transformación revolucionaria de toda la sociedad o el hundimiento de las clases en pugna».
Todo lo dicho anteriormente sería fútil e intrascendente si no demostramos, en la historia concreta, es decir, en la forma en que se nos presenta la inmediatez y la apariencia, la existencia de esta lucha de clases; la verdad que subyace al conflicto que hoy se nos revela oscuramente como una rivalidad entre naciones o entre individuos. Para ello queda reservada la segunda parte de este análisis.
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Escrito por Abentofail Pérez Orona
Licenciado en Historia y maestro en Filosofía por la UNAM. Doctorando en Filosofía Política por la Universidad Autónoma de Barcelona (España).