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Se producen ganancias, antes que satisfactores
“Nos interesa su bienestar”, repiten día tras día las empresas, para ganar clientes; nos interesan sus sueños, dicen los fabricantes de colchones; su salud es nuestro motivo, dicen las farmacéuticas.
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“Nos interesa su bienestar”, repiten día tras día las empresas, para ganar clientes; nos interesan sus sueños, dicen los fabricantes de colchones; su salud es nuestro motivo, dicen las farmacéuticas. Pareciera que, de acuerdo con la expresión clásica, la producción capitalista tuviera como propósito crear valores de uso, es decir, satisfactores, pura y simplemente. Antiguamente así era. En la comunidad primitiva, cuando los hombres trabajaban en colectivo, se producía para satisfacer las necesidades de la tribu, como alimentos o abrigos. Incluso en las sociedades esclavista y feudal, el propósito principal de la producción era generar satisfactores para los terratenientes, sus familias y séquitos y, en menor medida, para los propios siervos. A un señor esclavista le interesaba sobre todo tener tierras, caballos, palacios, opíparas comidas y lujosos vestidos; igual ocurría con el terrateniente medieval.

Pero esto cambió con el advenimiento del capitalismo, donde el propósito principal es acumular valor, el mayor posible, un móvil al cual quedó subordinado el propio consumo personal del empresario. El señor Slim, por ejemplo, difícilmente consumiría toda su fortuna, ni aun volviendo a nacer mil veces. Se produce para acumular valor y para ello hay que vender, vender mucho, pues es mediante la venta que el valor de las mercancías adquiere forma visible, forma de dinero acumulable. Para el capitalista es obligado vender, pues la ganancia esperada está contenida en la mercancía producida y para extraerla hay que vender. Sin venta no hay ganancia.

Pero para lograrlo es necesario que el valor contenido en las mercancías esté asociado a una forma útil, pues no se puede conseguir que alguien compre cosas que no crea que puedan serles de alguna utilidad. Nadie comprará algo que considere totalmente inútil. Por eso se dice que para que las mercancías se realicen como valores, es decir, para que se vendan, primero deben acreditarse como valores de uso, apareciendo ante el consumidor como algo útil. No importa que dicha utilidad sea ficticia.

Y a dar, o exagerar, esta apariencia de utilidad, con ayuda de la mercadotecnia, que es el arte de hacer que las cosas parezcan muy necesarias, vitales casi, logrando muchas veces que millones de personas corran, hagan largas filas durante noches enteras; por ejemplo para conseguir un juguete electrónico como el recientemente lanzado en Estados Unidos y Japón, o para no perderse un show. La mercadotecnia convence a las grandes masas de que su realización personal y su felicidad dependen de consumir tal o cual producto, aunque en la realidad esa cosa no sea más que una perfecta basura, incluso dañina para la salud y el ambiente.

Así, con tal de vender, se lanzan al mercado multitud de productos que no satisfacen necesidad alguna, pero que tienen una imagen de indispensables, vitales casi. Por ejemplo, se nos dice que los refrescos embotellados son la vida, la felicidad, pero ¿cuál es su capacidad nutritiva real? ¿Sirven realmente para algo, como no sea para provocar obesidad y diabetes, entre otros males? Y vaya que tomamos todo eso: junto con Estados Unidos somos el país que más refrescos consume. Igual ocurre con los alimentos chatarra y muchos productos o tratamientos de belleza cuasi mágicos, que prometen a quienes se someten a ellos lozanía y belleza eternas. De igual forma se está destruyendo la capa de ozono con la venta masiva de productos que liberan gases que causan el sobrecalentamiento y la alteración de los climas.

Otro ejemplo son los coches. Según Ramón Tamames en su obra Estructura Económica Internacional, en el mundo circulan diariamente 850 millones de vehículos automotores. Y lo absurdo es que los gobiernos, como el de la Ciudad de México, en lugar de priorizar la mejoría del transporte público, destinan ingentes recursos a abrir vialidades para los cada día más numerosos automóviles. Ésta es una tarea sin fin, pues como las empresas automotrices siguen vendiendo más, no bien se abren nuevas vías y pasos a desnivel para los carros que ya circulan, cuando éstas resultan, insuficientes y los embotellamientos siguen… y así hasta la náusea.

Esta lógica de mercado ha llegado a adquirir fuerza de principio ético según el cual consumir es el ideal de felicidad, y entre más se consuma y se compre, más feliz se es, no importa que lo adquirido no sea realmente necesario. Lo importante es comprar, comprar por comprar. Así, tanto el ansia de acumulación como la de consumo, son fenómenos consustanciales a la economía de mercado.

Otras consecuencias igual de graves se desprenden de este hecho. Al disociarse la producción de las necesidades se generan, de un lado, muchos productos para los que no hay comprador y, de otro, muchas personas con grandes necesidades insatisfechas para quienes no hay satisfactores. Esto da lugar a las llamadas crisis de sobreproducción, exceso de productos que deben ser destruidos o su producción frenada bruscamente para recuperar el equilibrio entre oferta y demanda.

Se hace necesario, pues, que la sociedad recupere la racionalidad y vuelva a producir lo que realmente necesita:  producir productos ¿resulta absurdo decir producir productos? Pues así es, porque actualmente se producen sobre todo mercancías, que no es lo mismo. Pero para lograr esa reconciliación entre necesidades sociales y producción, es condición que no se produzcan mercancías, pues éstas son dirigidas solo a quienes tienen para comprar, a la demanda efectiva o solvente. Las necesidades sociales deben determinar qué producir y en qué cantidades, no como ahora, que se produce para vender, aunque la sociedad no lo necesite, y donde la producción se impone a la sociedad, cuando debiera ser a la inversa.


Escrito por Abel Pérez Zamorano

Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.


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