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Ningún atentado criminal perpetrado contra presidentes o exmandatarios estadounidenses –de Abraham Lincoln y John F. Kennedy a Ronald Reagan y Donald Trump– provino de un comunista o un extranjero; todos fueron realizados por fanáticos surgidos de la violenta cultura, en cuyo sistema económico, la producción y la venta de armas representan los más grandes negocios del mundo.
Estados Unidos (EE. UU.), el país más violento sobre la Tierra, dispone de 800 bases militares; es el principal proveedor de armas destinadas a propiciar golpes de Estado y sostener regímenes extremistas y el mayor promotor de los conflictos armados en el mundo. Por ello, en los 50 estados de la Unión Americana no son extraños los magnicidios, los tiroteos masivos cotidianos y que en su sociedad esté incubándose “el huevo de la serpiente”.
Por eso, no resulta extraño que el objetivo del más reciente acto de violencia política armada se haya dirigido contra el candidato del Partido Republicano a la presidencia de EE. UU., Donald John Trump. El 13 de julio, hacia las tres de la tarde, daba un discurso de precampaña en Betel Farm Show, un recinto de Butler, Pennsylvania, y a seis minutos de iniciada su arenga recibió un disparo en la oreja derecha.
Ante los persistentes disparos Trump, sorprendido y enojado, se tiró al piso para cubrirse, mientras que, milésimas de segundos después, miembros de su escolta del Servicio Secreto lo encapsularon para protegerlo de dos series de ráfagas, una de tres y otra de cinco disparos, lanzadas por el francotirador.
Las televisoras locales que transmitían en vivo el acontecimiento no osaron llamarlo atentado, sino “presunto ataque”; pero en seguida se vio de pie al magnate mostrando a sus simpatizantes el puño derecho en alto, en señal de triunfo, para luego ser conducido hacia la camioneta que lo llevaría al hospital de Butler. Esta imagen dio la vuelta al mundo y fue la mejor propaganda electoral deseable.
Entretanto, millones de atónitos estadounidenses intentaban explicarse el atentado en un momento fundamental de la campaña, porque está impregnado con más choques políticos de contenido anecdótico que de aspectos ideológicos. Minutos después, surgieron preguntas importantes como: ¿a quién beneficia y a quién perjudica?, ¿por qué ahora? La respuesta tardaría en llegar, aunque la información seguía fluyendo.
Casi de inmediato, el Servicio Secreto reveló que los ocho disparos procedieron de un edificio adyacente, que asesinaron a un espectador e hirieron críticamente a dos personas más. Luego, el fiscal del distrito de Butler, Richard Goldfinger, anunció que “un detective” confirmó que el tirador estaba en un edificio cercano.
De pronto se escuchó en los intercomunicadores: “¡El tirador ha caído! ¡El tirador ha caído!” Más tarde se identificó al agresor como Mark Violets, ya “neutralizado” por el Servicio Secreto. En las redes sociales se barajó la versión de una conspiración, en la que se vinculaba a Violets con el grupo extremista ANTIFA, al que Trump intentó designar como “terrorista”.
Por más de media hora circuló en el mundo el nombre de Violets. Incluso se difundió que, horas antes de disparar contra Trump, había compartido un video en YouTube, en el que expresó: “la justicia está llegando”.
La foto, atribuida a Violets, era del periodista italiano Marco Violi, quien desmintió en la red X su implicación en el caso. Este error en la identificación falsa del tirador pareció ser deliberada y pertenecer a la presunta lucha existente entre las dos principales agencias de EE. UU., el Servicio Secreto y el Buró Federal de Investigación (FBI), por desacreditarse.
Mientras, el Servicio Secreto neutralizaba al atacante y salvaba a Trump, el FBI tendió una sombra de duda sobre la eficiencia de esa fuerza para no detectar la presencia del agresor en esa azotea, a pesar de contar con equipos Hawkeye (de contraataque) y al Hércules (de francotiradores) para neutralizar toda amenaza.
El FBI centró sus críticas al Servicio Secreto en que no cumplió con las medidas de seguridad adecuadas para eliminar toda visión directa hacia el objetivo. El exsubdirector del FBI, Andrew McCabe, explicó que un análisis del sitio donde se hallaba Trump estaba al alcance de tiro y en línea directa del agresor.
Ya el domingo, el FBI identificó a Thomas Mathew Crooks como perpetrador del ataque. Disparó a 120 metros de distancia desde el techo de una empresa, con un fusil tipo AR-15 (versión civil del rifle semiautomático militar M16). Era originario de Bethel Park, Pennsylvania, tenía 20 años y figuraba como votante republicano, aunque el mismo sábado habría donado 15 dólares a un comité de acción progresista.
Lejos de esas especulaciones, un restablecido Donald Trump anunció que el lunes asistiría a la Convención Nacional Republicana, en Milwaukee, Wisconsin, para ser nominado candidato a la elección presidencial del martes cinco de noviembre.
En la fiera campaña electoral que libran el actual presidente demócrata, Joseph Biden, y Donald Trump, el primero ha acusado a éste de alimentar la violencia política. Sin embargo, cuando conoció el atentado contra su rival, lo condenó desde la Oficina Oval con un llamado a la unidad de su país y estas palabras: “No hay lugar en EE. UU. para ese tipo de violencia. Es enfermizo, y todo el mundo debe condenar lo ocurrido”.
Entre las múltiples expresiones de repudio al atentado contra el expresidente estadounidense, llegó una procedente de Rusia transmitida por conducto del vocero del Kremlin, Dimitri Peskov, quien aclaró que la vida del magnate corría peligro después de “los numerosos intentos por sacarlo de la carrera” hacia la Casa Blanca.
Citó que primero se usaron herramientas legales en tribunales y fiscalías para intentar desacreditarlo políticamente; y agregó: “Si el gobierno de Biden no ha organizado este intento de asesinato, sí que ha creado una atmósfera que provocó lo que hoy vemos”.
Minutos antes, y enfocada en la actuación de EE. UU. sobre el conflicto en Ucrania, la vocera del Ministerio de Asuntos Exteriores de Rusia, María Zajárova, llamó a Washington a controlar su política “de atizar el odio contra oponentes políticos, contra otros países y pueblos, de patrocinar el terrorismo”.
Y planteó como ejemplo la admisión del jefe de la inteligencia militar de Ucrania, Kirilo Budánov, de que los servicios secretos de este país han articulado “varios intentos infructuosos de asesinato del presidente ruso, Vladimir Putin, preparados con dinero estadounidense, sin el cual no serían posibles esos actos dañinos”.
Zajárova aludió a quienes en EE. UU. apoyan el suministro de armas a Volodimir Zelenski y preguntó: “¿no sería mejor financiar a la policía estadounidense y otros servicios encargados de garantizar el orden en ese país?”.
Después de citar a Robert Kennedy, sobrino del asesinado John F. Kennedy, quien criticó la “pésima actuación” de las agencias federales de seguridad, la vocera rusa denunció que el gobierno estadounidense ha creado una “estructura terrorista” con su masivo e incontrolado suministro de armas en Ucrania.
Contundente, Zajárova sostuvo que, por ello, el régimen de Kiev “es una máquina de asesinatos, ataques dinamiteros, aniquilación, atentados terroristas contra personalidades políticas y la población civil”.
La representante de la diplomacia rusa concluyó con la denuncia de que el sitio web Mirotvorets, financiado por EE. UU. y que difunde nombres de supuestos enemigos de Ucrania, tiene el objetivo de publicar una lista con los nombres de “periodistas y activistas sociales”, cuya liquidación es propuesta por Washington.
El ataque al empresario inmobiliario y candidato presidencial recordó a los analistas la política de violencia prevaleciente a lo largo de dos siglos en EE. UU. En el Siglo XX esta línea de acción fue dominante y marcó el curso de todos los conflictos globales, y ahora, pese a su hegemonía en declive, insiste en resolverlos por esa misma vía.
Sin embargo, en su propio territorio, el gobierno estadounidense ha perdido la guerra frente a esta violencia política. Estudios públicos e independientes confirman que EE. UU. es la única nación donde el gobierno y amplios sectores privilegian el uso de esa violencia para “defenderse” contra supuestas amenazas.
Las fuertes diferencias político-ideológicas entre los estadounidenses han fragmentado y polarizado al país a un nivel insospechado. Una de ellas, la más reveladora, se evidenció el seis de enero de 2021 con el llamado “asalto” al Capitolio; pero las más frecuentes, aunque menos publicadas, son las cacerías de milicias armadas contra inmigrantes en la frontera sur y las impunes agresiones de grupos anglosajones a minorías étnicas, religiosas y políticas.
Este ambiente de malestar social e intolerancia prevaleciente hoy en la sociedad estadounidense parece estar escrito por el cineasta sueco Ingmar Bergman en su filme El huevo de la serpiente (1977). Hoy, en EE. UU., a través “del cascarón traslúcido de la serpiente”, puede distinguirse el mismo odio estructural generado por el nazifascismo en 1923.
El análisis retrospectivo sobre la violenta política estadounidense recuerda que su gobierno utilizó armas nucleares contra Japón en 1945; que ha sido el único en usar armas químicas contra su población y en prohibir a otras naciones su derecho a la alimentación, a la salud y al libre tránsito mediante “sanciones extraterritoriales”.
Hace apenas unas semanas, en EE. UU. se anunciaba una peligrosa modalidad en la venta de armas a través de máquinas expendedoras situadas en centros comerciales. Este libertinaje armamentista amenaza el futuro no sólo de los estadounidenses, sino de los mexicanos, sus vecinos y socios comerciales.
EE. UU. es el país rico con más muertes de civiles por armas de fuego, razón por la que su tasa de mortalidad es 11.4 veces mayor a la de otros 28 países de ingresos altos. Por ello, un estudio del Instituto de Evaluación Métrica en salud local concluye que la violencia ya es estructural en su población.
El Banco Mundial (BM), que proyectó un estudio similar entre los países con altos ingresos, alerta que su tasa de homicidios es ocho veces mayor a la de Canadá. Hoy, siete de las 50 ciudades más violentas del mundo son estadounidenses: Arkansas, Baltimore, Detroit, Nuevo México, Nueva Orleans, Memphis y Washington D.C. Y contra lo que podría pensarse, los perpetradores no son afroestadounidenses, sino anglosajones.
Esta cultura de violencia quedó nuevamente expresada el pasado 27 de junio en el Informe Murthy (nombre del cirujano general de EE. UU., Vivek Murthy), en el que se declara que la superpotencia vive una “crisis de salud pública” principalmente causada por armas de fuego, y que ésta se incrementa.
Aunque ese informe no cambiará la política institucional o de Estado, aspira a convencer a las autoridades de frenar los cotidianos tiroteos que provocan numerosas víctimas; y que son la primera causa de muerte de niños y jóvenes, como ocurrió en 2021 cuando alcanzaron su máximo histórico.
Esa escalada comenzó en 2020 cuando se registraron múltiples víctimas por armas de fuego, entre las que el mayor número fue de los menores de entre uno y 19 años, cifra que superó los decesos por accidentes de tránsito, cáncer y sobredosis o envenenamiento. Entre 2020 y 2023 hubo más de 600 tiroteos masivos, ahora con víctimas de entre 0 y 14 años, según el Archivo de violencia armada (Gun Violence Archive).
La dramática perspectiva de ser objetivo en un tiroteo escolar está detrás del miedo y el ausentismo escolar en 51 por ciento de los adolescentes de entre 14 y 17 años. Solamente en 2020 murieron 48 mil 204 personas por armas, cifra que superó con ocho mil muertes más que en 2019, y casi 16 mil más que en 2010.
Comparado con el promedio de muertes por armas en los países de ingresos altos, EE. UU. los lidera con 36.4 por ciento; en contraste con el 0.3 en Japón y 0.5 en Reino Unido. Es decir, 13 por ciento de personas mueren más por arma de fuego en EE. UU. que en otros países de ingresos altos; unos 40 mil muertos y aproximadamente 85 mil quedan heridos.
Detrás de esas alarmantes cifras está la violencia armada y que el 54 por ciento de la población estadounidense ha experimentado directa o indirectamente. Por ello, 10 de las asociaciones médicas de esa nación respaldan el Informe Murthy, aunque los reaccionarios de la Asociación Nacional del Rifle (ANR) lo han calificado como una “extensión de la guerra” de Biden contra quienes poseen armas y respetan la ley.
Para enfrentar este dilema, organismos públicos y centros de prevención privados coinciden en que los legisladores deben concientizar a los estadounidenses sobre las consecuencias de poner armas de fuego en manos de personas proclives a la violencia; y que el Estado tiene la responsabilidad de edificar comunidades más seguras.
A pesar de estas buenas intenciones, en EE. UU. hay ahora más condiciones favorables para que estalle la violencia que, sin desembocar en una guerra civil, puede “ser no menos peligrosa”, alerta la experta en conflictos Bárbara F. Walter.
Es de todos conocido que los extremistas podrían desencadenar ese proceso y cada día están mejor organizados. Su objetivo político es que los ciudadanos opten por uno u otro bando. En la pasada primavera, y después de pasar desapercibidas, se reportó el renacimiento de estas milicias y su organización mediante las redes sociales.
Ese fenómeno creció con el “asalto” al Capitolio en 2021, con la intensificación de la retórica antigubernamental y el reclutamiento en las redes sociales. Así como desde julio de 2010 se reportó que los “grupos de odio en EE. UU.” se encontraban armados y estaban en auge, ahora hay al menos 200 organizaciones paramilitares que pugnan por la no intervención de la federación en asuntos locales.
Esos entes “patriotas” tienen un ideario antigubernamental y sus aliados son el régimen neonazi de Ucrania y el sionismo israelí; mantienen estrechos vínculos con las derechas radicales alemanas, francesas, con los “rebeldes” sirios y aun con miembros de la delincuencia organizada trasnacional que bien caen en la clasificación de “terroristas” por sus agravios contra la sociedad.
En tanto no se esclarece el verdadero móvil del ataque a Donald Trump, y quiénes son sus autores intelectuales, revive la atención sobre las milicias con alto potencial violento.
El trauma de haber sido víctima de un ataque armado persiste. En EE. UU. más del 58 por ciento de las personas vive con los efectos nocivos de la epidemia de violencia. En el país al que aspiran a presidir Joseph Biden y Donald Trump hay millones de mujeres y hombres que han sido heridos por disparos, que hoy están bajo amenaza de alguien que porta un arma de fuego, explica la organización Everytown for Gun Safety.
Esta calamitosa experiencia de los sobrevivientes tiene secuelas físicas, psicológicas, legales y económicas duraderas. Sin embargo, en la potencia existe toda una cultura del silencio sobre la violencia armada que no ayuda a comprender y superar tal problema.
La magnitud del fenómeno es tal que se manifiesta en todas las comunidades del país. Dos tercios de los sobrevivientes han recibido servicios de salud mental, asistencia legal y fueron cubiertos sus gastos médicos, como fisioterapia, rehabilitación, equipos quirúrgicos o atención domiciliaria. La mayoría de los sobrevivientes de la violencia armada en EE. UU. difícilmente logra readaptarse en su totalidad.
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Escrito por Nydia Egremy
Internacionalista mexicana y periodista especializada en investigaciones sobre seguridad nacional, inteligencia y conflictos armados.