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Los propagandistas del capitalismo lo exaltan como economía de “libre competencia”. Pero esto se ha vuelto ilusorio, palabra vacía de contenido. En su nacimiento, como era natural, se basaba, sí, en pequeñas empresas, mas al desarrollarse siguió una tendencia sostenida a la acumulación. Tan solo el año pasado, la riqueza combinada de los 500 empresarios más ricos del mundo “… llegó al récord histórico de US $8,4 billones [de dólares], una cantidad muy superior al tamaño de la economía de grandes potencias como Japón, Alemania o Reino Unido, y el Producto Interno Bruto (PIB) combinado de toda América Latina (…) escaló más de US $1 billón, como si el pie estuviera puesto en el acelerador sin ninguna restricción en el límite de velocidad…” (BBCmundo, cuatro de enero). Como necesario correlato, aumenta la quiebra de pequeñas empresas: “… solo el 10% de las Pymes mexicanas llegan a los diez años de vida y logran el éxito esperado, mientras que el 75% de las nuevas empresas del país fracasan y deben cerrar sus negocios solo dos años después de haber iniciado” (Centro para el Desarrollo de la Competitividad Empresarial, gestion.org). Instituciones especializadas estiman que la esperanza de vida de las Pymes es de poco menos de ocho años. Como advirtió Marx en El Capital (incorporo aquí citas de los capítulos 22 y 23 del primer volumen): “Si el capital aumenta en proporciones gigantescas en una sola mano, es porque muchas manos se ven privadas de los suyos”.
Los defensores del capitalismo teorizan este contraste con mil razones: los emprendedores no tienen experiencia, no hay “motivación” y buen manejo de personal, falta financiamiento, mala mercadotecnia, deficiente administración, etc. Y para “corregir” se ofrecen, y venden, asesorías y cursos. Seguramente esos factores, y muchos más, son ciertos, pero son solo la manifestación superficial, fenoménica, del problema; parecen causas, pero son efectos de algo más profundo, a saber: las leyes del desarrollo capitalista, concretamente en este caso la ley de la acumulación. Dice Marx: “… los capitales más grandes desalojan necesariamente a los más pequeños (...) al desarrollarse el régimen capitalista de producción, aumenta el volumen mínimo del capital individual necesario para explotar un negocio en condiciones normales (...) la concurrencia actúa vertiginosamente (...) Y termina siempre con la derrota de los muchos capitalistas pequeños, cuyos capitales son engullidos por el vencedor, o desaparecen” (cap. 23). Una suerte de selección natural darwinista, consecuencia inexorable de las fuerzas del mercado cuando son dejadas totalmente libres.
Necesitamos, pues, ir más allá de la superficie y ahondar en las razones que explican la acumulación no como un accidente debido a “fallos” del sistema o a errores (corregibles) de los pequeños empresarios. De las diversas debilidades estructurales de las Pymes menciono aquí solo algunas. Primeramente, en cuanto a la gestión empresarial, las grandes pueden llevar una administración científica, contratando contadores, administradores o especialistas en finanzas, que les ayuden a reducir o evadir impuestos, gestionar créditos, etc., disminuyendo costos que el pequeño empresario, indefenso, absorbe, y hasta en exceso. Dice Marx al respecto: “Al crecer las proporciones de los establecimientos industriales, se sientan por doquier las bases para (...) la transformación cada vez más acentuada de toda una serie de procesos de producción explotados aisladamente y de un modo consuetudinario en procesos de producción combinados social y científicamente organizados” cap. 23).
El tamaño mismo de la empresa y la magnitud de su capital son un factor determinante: “Cuanto más haya acumulado el capitalista, tanto más podrá acumular” (cap. 22). Por economías de escala, al aumentar la cantidad producida cae el costo promedio de cada producto. También se reducen costos de transacción, para proteger y transferir la propiedad, como trámites para crear u operar empresas, particularmente gravosos para las Pymes, también más vulnerables a las clásicas “mordidas”. Las grandes ahorran al obtener del gobierno seguridad y vigilancia, mientras las pequeñas son víctimas de secuestros, asaltos o pago de “derecho de piso” a delincuentes que les arrebatan sus reducidas ganancias. La información es poder, y los corporativos empresariales acceden a información privilegiada sobre mercados, riesgos u oportunidades de inversión. Los pequeños negocios van a ciegas, guiados por su puro instinto.
Para producir, las grandes empresas adquieren insumos al mayoreo, baratos, muchas veces directamente de fábrica, con facilidades de transporte y plazos flexibles. Crean cadenas de valor produciendo insumos que emplean en procesos productivos ulteriores; el pequeño productor, en cambio, los adquiere en pequeñas cantidades, más caros, al final de una larga cadena de intermediarios. Por otra parte, las grandes, con tecnología de punta, elevan su productividad y reducen así el valor de cada unidad producida; las pequeñas, generalmente atadas a tecnología tradicional, invierten más tiempo de producción, con lo que cada producto es más caro; así, fracasan en la competencia y salen del mercado.
Para la gran empresa, obtener créditos es barato y sencillo. Las pequeñas, en cambio, pagan intereses altos y deben reunir requisitos difíciles y onerosos: prácticamente muchas de éstas trabajan para el banco, pues sus utilidades apenas si permiten pagar los intereses. Como dice Marx: “… el crédito, que en sus comienzos se desliza e insinúa recatadamente, como tímido auxiliar de la acumulación (...) pronto se revela como un arma nueva y temible en el campo de batalla de la competencia y acaba por convertirse en un gigantesco mecanismo social de centralización de capitales” (cap. 23).
Al comercializar, las grandes acceden a mejores mercados, distantes a veces: las pequeñas se constriñen a vender en el lugar, como en agricultura, venta “a orilla de parcela”, a precios bajos. Las grandes pueden almacenar sus productos para esperar mejores precios; las pequeñas venden de inmediato, cuando hay más oferta y precios bajos (como en temporadas de cosecha). En el extremo, monopolios y oligopolios fijan precios superiores al valor de las mercancías, e imponen condiciones de venta. Antes aun de la época de los monopolios, Marx advirtió: “Dentro de una determinada rama industrial, la centralización alcanzaría su limite máximo cuando todos los capitales invertidos en ella se aglutinasen en manos de un solo capitalista” (cap. 23).
Finalmente, los grandes empresarios poseen capacidad de negociación política e incorporan ejecutivos suyos en el gobierno. Es común encontrar en secretarías federales o estatales a representantes empresariales relacionados con el turismo, construcción, agricultura, etc., obviamente, llevando agua a su molino. Mediante cabildeo, obtienen del gobierno capacitación de empleados, donación de terrenos o instalaciones, tolerancia para violar o rodear la ley: despidos sin el pago debido, escamoteo de antigüedad, salarios y prestaciones o burlar las normas ecológicas. Obtienen también asignación directa de contratos, sin importar la capacidad competitiva sino las buenas relaciones. En un círculo vicioso, una espiral perversa, la gran empresa desarrolla relaciones con el gobierno, obtiene ventajas y crece más, con lo que aumenta su fuerza y obtiene más concesiones, y así, hasta controlar todo el poder político.
En suma, la pequeña empresa, la clase media, lleva las de perder; dejada a su suerte, queda condenada quebrar, o a sobrevivir, viendo reducidas sus utilidades y su presencia en un mercado cada vez más controlado por monopolios, que terminarán destruyéndola, o avasallándola. Esperar otra cosa son sueños guajiros. Solo le queda como opción considerar a la clase trabajadora como su aliada; solo ésta, en el gobierno, podrá defenderla y atemperar los efectos de la ley de hierro de la acumulación. Evidencia de esto es lo que hoy hace el gobierno chino, limitando la capacidad depredadora de los grandes corporativos, en beneficio, realmente, de la verdadera competencia, de ésa que promete la prédica referida al inicio. Paradojas de la vida.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.