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John Keats
Poeta británico, nació el 31 de octubre de 1795 en Londres.
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Poeta británico, nació el 31 de octubre de 1795 en Londres. De joven trabajó como practicante en casa de un cirujano para ingresar más tarde como estudiante externo en el Guy’s Hospital de Londres (1815). De niño empezó su afición a la lectura y comenzó a los 15 años a escribir poesía, bajo la influencia de Edmund Spenser. En casa de su amigo Leigh Hunt, crítico y poeta, conoció a Percy Shelley, con quien también trabó amistad.

Publicó su primer volumen de poemas en 1817 y, a pesar de su escaso éxito, decidió abandonar la cirugía para dedicarse sólo a la literatura. Al año siguiente apareció Endimión (1818), que fue mal recibida por la crítica. A su regreso a Londres, tras una temporada en la zona de los lagos y el oeste de Escocia, asistió a la muerte de su hermano, aquejado de tuberculosis, hecho que le afectó profundamente, pues él mismo sufría esta enfermedad; se mudó a casa de su amigo Charles Armitage Brown, donde se enamoró de la hija de un vecino, Fanny Brawne, quien inspiró la mayoría de sus poemas, recogidos en Lamia, Isabella, La víspera de Santa Inés y otros poemas (1820), que incluía creaciones como Hiperión, poema incompleto sobre la mitología griega, y su serie de odas. Su estado de salud se deterioró por la tuberculosis, por lo que decidió embarcarse hacía Nápoles, a un retiro, con la esperanza de sanar, muriendo unos meses más tarde. A pesar de ser el vate más joven de los grandes románticos británicos, es uno de los líricos más importantes en lengua inglesa. Falleció el 23 de febrero de 1821. 

Traducción: Màrie Montand

 

¡Ten compasión, piedad, amor! ¡Amor, piedad!

¡Ten compasión, piedad, amor! ¡Amor, piedad!

Piadoso amor que no nos hace sufrir sin fin,

amor de un solo pensamiento, que no divagas,

que eres puro, sin máscaras, sin una mancha.

Permíteme tenerte entero… ¡sé todo, todo mío!

Esa forma, esa gracia, ese pequeño placer

del amor que es tu beso… esas manos, esos ojos divinos,

ese tibio pecho, blanco, luciente, placentero,

incluso tú misma, tu alma, por piedad, dámelo todo,

no retengas un átomo de un átomo o me muero,

o si sigo viviendo, sólo tu esclavo despreciable,

¡olvida, en la niebla de la aflicción inútil,

los propósitos de la vida, el gusto de mi mente

perdiéndose en la insensibilidad, y mi ambición ciega!

 

Oda a un ruiseñor

Me duele el corazón y aqueja un soñoliento

torpor a mis sentidos, cual si hubiera bebido

cicuta o apurado algún fuerte narcótico

ahora mismo y me hundiese en el Leteo:

no porque sienta envidia de tu sino feliz,

sino por excesiva ventura en tu ventura,

tú que, Dríada alada de los árboles,

en alguna maraña melodiosa

de los verdes hayales y las sombras sin cuento,

a plena voz le cantas al estío.

 

¡Oh! ¡Quién me diera un sorbo de vino, largo tiempo

refrescado en la tierra profunda,

sabiendo a Flora y a los campos verdes,

a danza y canción provenzal y a soleada alegría!

¡Quién un vaso me diera del Sur cálido,

colmado de hipocrás rosado y verdadero,

con bullir en su borde de enlazadas burbujas

y mi boca de púrpura teñida;

beber y, sin ser visto, abandonar el mundo

y perderme contigo en las sombras del bosque!

 

A lo lejos perderme, disiparme, olvidar

lo que entre ramas no supiste nunca:

la fatiga, la fiebre y el enojo de donde,

uno a otro, los hombres, en su gemir, se escuchan,

y sacude el temblor postreras canas tristes;

donde la juventud, flaca y pálida, muere;

donde, sólo al pensar, nos llenan la tristeza

y esas desesperanzas con párpados de plomo;

donde sus ojos claros no guardan la hermosura

sin que, ya al otro día, los nuble un amor nuevo.

 

¡Perderme lejos, lejos! Pues volaré contigo,

no en el carro de Baco y con sus leopardos,

sino en las invisibles alas de la Poesía,

aunque la mente obtusa vacile y se detenga.

¡Contigo ya! Tierna es la noche

y tal vez en su trono esté la Luna Reina

y, en torno, aquel enjambre de estrellas, de sus Hadas;

pero aquí no hay más luces

que las que exhala el cielo con sus brisas, por ramas

sombrías y senderos serpenteantes, musgosos.

 

Entre sombras escucho; y si yo tantas veces

casi me enamoré de la apacible Muerte

y le di dulces nombres en versos pensativos,

para que se llevara por los aires mi aliento

tranquilo; más que nunca morir parece amable,

extinguirse sin pena, a medianoche,

en tanto tú derramas toda el alma

en ese arrobamiento.

Cantarías aún, mas ya no te oiría:

para tu canto fúnebre sería tierra y hierba.

 

Pero tú no naciste para la muerte, ¡oh, pájaro inmortal!

No habrá gentes hambrientas que te humillen;

la voz que oigo esta noche pasajera, fue oída

por el emperador, antaño, y por el rústico;

tal vez el mismo canto llegó al corazón triste

de Ruth, cuando, sintiendo nostalgia de su tierra,

por las extrañas mieses se detuvo, llorando;

el mismo que hechizara a menudo los mágicos

ventanales, abiertos sobre espumas de mares

azarosos, en tierras de hadas y de olvido.

 

¡De olvido! Esa palabra, como campana, dobla

y me aleja de ti, hacia mis soledades.

¡Adiós! La fantasía no alucina tan bien

como la fama reza, elfo de engaño.

¡Adiós, adiós! Doliente, ya tu himno se apaga

más allá de esos prados, sobre el callado arroyo,

por encima del monte, y luego se sepulta

entre avenidas del vecino valle.

¿Era visión o sueño?

Se fue ya aquella música. ¿Despierto? ¿Estoy dormido?

 

Sobre la cigarra y el grillo

Jamás la poesía de la tierra se extingue:

cuando a todos los pájaros abate el sol ardiente

y ocúltanse en fresdores de umbría, una voz corre

de seto en seto, por prados recién segados.

En la de la cigarra. El concierto dirige

de la pompa estival y no se sacia nunca

de sus delicias, pues si le cansan sus juegos,

se tumba a reposar bajo algún junco amable.

En la tierra jamás la poesía cesa:

cuando, en la solitaria tarde invernal, el hielo

ha labrado el silencio, en el hogar ya vibra

el cántico del grillo, que aumenta sus ardores,

y parece, al sumido en somnolencia dulce,

la voz de la cigarra, entre colinas verdes.

 

Oda al otoño

Estación de las nieblas y fecundas sazones,

colaboradora íntima de un sol que ya madura,

conspirando con él cómo llenar de fruto

y bendecir las viñas que corren por las bardas,

encorvar con manzanas los árboles del huerto

y colmar todo fruto de madurez profunda;

la calabaza hinchas y engordas avellanas

con un dulce interior; haces brotar tardías

y numerosas flores hasta que las abejas

los días calurosos creen interminables,

pues rebosa el estío de sus celdas viscosas.

 

¿Quién no te ha visto en medio de tus bienes?

Quienquiera que te busque ha de encontrarte

sentada con descuido en un granero

aventado el cabello dulcemente,

o en surco no segado sumida en hondo sueño

aspirando amapolas, mientras tu hoz respeta

la próxima gavilla de entrelazadas flores;

o te mantienes firme como una espigadora

cargada la cabeza al cruzar un arroyo,

o al lado de un lagar con paciente mirada

ves rezumar la última sidra hora tras hora.

 

¿En dónde con sus cantos está la primavera?

No pienses más en ellos, sino en tu propia música.

Cuando el día entre nubes desmaya floreciendo

y tiñe los rastrojos de un matiz rosado,

cual lastimero coro los mosquitos se quejan

en los sauces del río, alzados, descendiendo

conforme el leve viento se reaviva o muere;

y los corderos balan allá por las colinas,

los grillos en el seto cantan, y el petirrojo

con dulce voz de tiple silba en alguna huerta

y trinan por los cielos bandos de golondrinas.


Escrito por Redacción


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