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La inversión pública es determinante para expandir y modernizar la infraestructura y promover crecimiento y desarrollo económico. La infraestructura se clasifica técnicamente en económica y social. La económica corresponde a sectores como irrigación, comunicaciones y transportes, energía, e impacta directamente en el desarrollo económico; la social (construcción de hospitales, vivienda o escuelas) tiene un impacto indirecto al mejorar la salud y educar la fuerza laboral. En la administración pública, el gasto en inversión se compone de: gasto en obra pública, en capital diferente de obra pública y en otros gastos de inversión; incluye investigación y desarrollo tecnológico.
“Aun, apoya la provisión de servicios públicos (por ej., escuelas) (…) La inversión puede tener mayores rendimientos económicos en regiones con un nivel de desarrollo relativamente más bajo. El gasto de inversión en todos los niveles del gobierno es crucial para asegurar el crecimiento a largo plazo y reducir la desigualdad” (OCDE: Panorama de las Administraciones Públicas América Latina y el Caribe 2020).
El Banco Mundial recomienda destinar a inversión pública al menos el 4.5 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB). En México estamos muy por debajo de ese parámetro: “Este año el gobierno se propone alcanzar un 3.1 por ciento, el porcentaje más alto en seis años” (Secretaría de Hacienda). Un indicador poco significativo, pues el grueso de la inversión va a las obras favoritas, e inútiles, de López Obrador. Entre las naciones de la OCDE ocupamos el último lugar en inversión pública (menos de la mitad de la media), y por debajo de nuestra inversión en 2007 (OCDE 2021).
En el modelo de sustitución de importaciones, desde los años 40 hasta inicios de los ochenta, México se industrializó, y la inversión pública fue determinante: en 1970 representó el siete por ciento del PIB; en 1975 fue 9.7 y en 1980, en su apogeo, 11.4 por ciento (Inegi). En el sexenio de José López Portillo operaban mil 150 empresas paraestatales en sectores como petróleo, petroquímica, ferrocarriles, telefonía, transporte aéreo, electricidad, minería. “Hasta 1980, el Estado desempeñó un papel central en el desarrollo de infraestructura en México, pues se entendía la inversión como un motor para el crecimiento económico. No obstante (…) de 1980 a 2014, la inversión física gubernamental pasó de representar 9.1 por ciento a 4.2 por ciento del PIB, mientras que, en 1999, 2001 y 2002 descendió hasta dos por ciento del PIB” (CIEP).
Mas no solo se trata de la inversión pública en infraestructura, sino de la participación directa del Estado en la economía. A partir de los ochenta, los ideólogos neoliberales impusieron el paradigma (dogma en la enseñanza de la economía, en medios y literatura económica) de que toda inversión gubernamental significa corrupción e ineficacia, y solo el sector privado –nos aleccionan– es eficiente; con esa prédica buscaban “justificar” las privatizaciones que terminaron por arrebatar al gobierno su fuerza económica en provecho de los monopolios, sobre todo trasnacionales.
Entre 1988 y 1994 se privatizaron destacadamente siderúrgicas y bancos; la telefonía, cedida a Carlos Slim, es la joya de la corona del Grupo Carso (operación muy cuestionada entonces por la izquierda hoy morenista, que guarda ahora cauto y sospechoso silencio). El 78 por ciento de los activos del sector bancario pertenecen a cinco firmas extranjeras: BBVA Bancomer, Banamex, Santander, HSBC y Scotiabank (El Economista, 15 de marzo de 2011). A fines de los noventa se vendieron los ferrocarriles. Las autopistas, construidas y administradas como negocio, con tarifas leoninas, por empresas privadas, nacionales y extranjeras, privaron al Estado y la sociedad mexicana de ese estratégico sector. Así pues, en definitiva, quedó desmantelada la participación estatal en la economía.
Mas no solo es tarea del Estado aportar la infraestructura para impulsar el crecimiento en beneficio de las empresas privadas. El propio Estado puede, y debe, participar directamente en la economía, aunque sea una herejía para el canon neoliberal. En Francia, por ejemplo, el gobierno posee acciones en 81 empresas, por valor de 100 mil millones de euros (Financial Times, Libre Mercado, 19 de junio de 2018).
Más destacado aún es el ejemplo de China y su sorprendente éxito como la potencia económica mundial más vigorosa, éxito que se explica en buena medida por el activo papel del gobierno directamente en la economía. “El sector estatal sigue aportando aproximadamente el 39 por ciento del PIB” (Santander Trade Markets).
Enrique Dussel Peters, en su artículo La ‘omnipresencia’ del sector público de China y su relación con América Latina y el Caribe (Nueva Sociedad No. 259, septiembre-octubre de 2015), dice: “Teniendo en cuenta este debate, las empresas estatales de China siguen siendo considerables y controlan 54 por ciento de los activos totales de las empresas en 2008 y 80 por ciento de los activos en manos de las empresas que cotizan en el mercado de valores chino. Los sectores financiero y bancario están extremadamente monopolizados por empresas estatales, mientras que nueve de los 39 sectores industriales están «dominados» por este tipo de empresas (es decir, controlan activos sectoriales superiores a 50 por ciento). Las empresas estatales centrales representan en la actualidad 117 firmas (…) Sin embargo, si se consideran las filiales y los holdings, la cantidad total de empresas estatales centrales gestionadas por la Comisión Estatal para la Supervisión y Administración de las Activos del Estado es de aproximadamente 10 mil, y aumenta a más de 20 mil, si se incluyen los holdings del Estado. Según otros cálculos, las porciones de la economía china pertenecientes o controladas por el Estado suman alrededor de 40 por ciento del PIB; incluyendo otras instituciones públicas, la participación en el PIB aumenta aproximadamente a 50 por ciento. En 2013, las empresas públicas de China representaban más de 160 mil unidades –un tercio de ellas son empresas centrales y 104 mil son empresas locales– (…) si sumamos las empresas de propiedad colectiva y otras formas de propiedad pública, la proporción es más del doble: hasta cinco por ciento”.
Tal participación del Estado en el impresionante éxito chino evidencia la falsedad de la tesis de que toda intervención estatal es negativa, ineficiente, corrupta y rechazable, como postula el pensamiento neoliberal y su laissez faire, laissez passer. A la luz de los resultados alcanzados por China en eficiencia y crecimiento económico, y en equidad distributiva, encontramos que ese modelo de participación estatal ha sido determinante para su transformación en gran potencia económica a partir de las reformas de 1978. La hegemonía de los corporativos privados no trae crecimiento y justicia distributiva, como evidencian el estancamiento y la decadencia de la economía de Estados Unidos y de México. China aplica otro modelo de participación gubernamental e inversión pública realmente exitoso.
La práctica, criterio último de verdad, dicta su veredicto. Y sin pretender aplicar aquí copias de éxitos logrados en otras circunstancias –algo inoperable al definir modelos de desarrollo–, de todas formas, el ejemplo de China constituye un referente digno de considerar en la búsqueda de nuestra propia ruta hacia una forma de organización económica superior y más justa.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.