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Para Enrique Krauze la relación que tuvo Gabriel García Márquez con Fidel Castro fue una manifestación de una fascinación patológica por el poder; esto, según dice, se explica en parte por la poderosa influencia que tuvo la figura de su abuelo en su infancia; otra muestra palmaria, dice, es su novela El Otoño del patriarca, donde la figura del dictador es suavizada en su tiranía y el pueblo ultrajado es simplemente secundario: el tormento que sufre el dictador ocupa la escena principal. Parece insinuar, además, que es una ingenuidad creer que el autor de Cien años de soledad tuviera posiciones políticas razonadas; Krauze dice que su labor diplomática en defensa del socialismo en Cuba obedecía a intereses estrictamente personales y agrega: “su afición por el poder lo obliga a tener ceguera política, y mostrarse poco crítico ante los excesos cometidos por “el dictador” y las carencias que sufría Cuba en esos años”. Remata diciendo que le parece una exageración considerar a García Márquez como el nuevo Cervantes, a propósito de la biografía escrita por Gerald Martin. “Un vil cómplice de un feroz dictador”, a eso se reduce el García Márquez visto por Krauze.
Veamos. Sus amigos entrañables lo han calificado como un ser humano maravilloso, entre ellos Julio Cortázar, Álvaro Mutis y Carlos Fuentes; no hay referencias biográficas serias para confirmar que Gabriel García tuviera doble discurso, la farsa o el egoísmo, ocurrió justamente lo contrario: son innumerables sus intervenciones para buscar la paz en América Latina, interceder por la liberación de presos políticos y fomentar la educación y la cultura para los más desfavorecidos.
Se preocupó por hablar no sólo de los dictadores, no fue su tema principal, como lo caricaturiza Krauze, o por lo menos no fue el único; su prosa es un abanico espléndido: la soledad, la violencia, el poder popular, el desamor, la religión, la historia, la cultura latinoamericana, etc.
En una Feria del Libro, varios especialistas confesaron que la presunta fascinación por el poderoso no fue nunca el móvil de sus relaciones políticas, pues los poderosos lo buscaban a él, y no al revés. Así lo confesó Bill Clinton, Francois Mitterrand, Torrijos, Videla, entre otros. “A Gabo lo terminaron necesitando los poderosos. Todos los presidentes que yo he conocido se querían relacionar con él”, dijo el escritor nicaragüense Sergio Ramírez. Es importante decir que su influencia no fue ganada a cambio de su incondicional lisonja al político o de vivir a expensas de ellos, como sí ocurrió con varios de sus contemporáneos, incluido, desde luego, al legendario precursor de Letras libres: Octavio Paz, que tuvo en toda su vida, y que se acentuó en los últimos años, una relación cómoda con el poder en México.
Para el caso de García Márquez, su fama se debió, casi en su totalidad, a su obra literaria, la prueba: su gigantesco éxito editorial; se calculan, hasta ahora, más de 32 millones de ejemplares vendidos sólo de Cien años de soledad, traducida a más de 24 idiomas y galardonada por cuatro premios internacionales.
Es innegable que el expresidente cubano Fidel Castro sintió profunda admiración por él; a Krauze esto le parece una condena. El comandante era “mala influencia”, curiosamente por los mismos motivos que ha manifestado la derecha, la misma de Reagan y la de Bush: oponerse a la dominación de un país rico sobre los pobres. Para el creador de Macondo, Fidel fue su amigo por la comunión de ideas, primero en la literatura y luego en la política. No por ello, un lacayo incondicional, como le reprochó amargamente Vargas Llosa. García Márquez creía en el socialismo, pero no era ningún títere. En público y en privado era crítico con la burocracia y con muchos aspectos del socialismo cubano que no le gustaban; eso sí, confirmó muchos de los avances que tuvo el socialismo en Cuba y denunció con igual pundonor la saña y el acoso imperialista. Esto le acarreó muchas desventajas; de ser tan pigmeo moral, como dice Krauze, hubiese buscado el arrepentimiento y el soborno del establismenth, la comodidad de la academia o de una embajada. Así pues, donde algunos ven su peccata minuta, muchos otros vemos congruencia, que quizás no lo convierta en un nuevo Quijote, pero sí demuestra que era alguien que creía que los dolores de la humanidad no sólo son punto de controversia en universidades y foros académicos, sino también activismo político y sacrificios personales.
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Escrito por Marco Antonio Aquiáhuatl
Columnista