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Exenta de tradiciones que respetar, de ídolos que adorar o de reyes que venerar; la historia de los Estados Unidos es un ejemplo de intensidad histórica, vértigo y drama. La vida de esta nación comienza realmente con los asentamientos en el siglo XVII de colonos españoles, franceses, holandeses e ingleses. Todo lo que existía antes en el norte de América se exterminó o fue cercado en reservas. No hubo mestizaje ni “encuentro” cultural. Se injertó un pedazo del imperio británico en América que se esperaba fuera una colonia al servicio de la metrópoli. La extensión del territorio y la riqueza virgen imposibilitaron el plan de la corona; podían reclamar impuestos durante algún tiempo, pero tarde o temprano tendrían que someterse al furioso ímpetu con el que esta nueva nación abrazó el capital. El año de 1776 fue determinante en la historia de los Estados Unidos; su fundación puede entenderse a partir de dos documentos de igual trascendencia: La Declaración de Independencia, firmada el 4 de julio, y la publicación de la obra de Adam Smith: La riqueza de las naciones, columna vertebral de la economía política clásica.
A pesar de que la forma más aborrecible de esclavitud fuera consustancial a Norteamérica hasta el triunfo, en 1865, de la Unión sobre las fuerzas confederadas esclavistas del sur, era Estados Unidos verdaderamente “el país de la libertad”. La libertad concebida, entiéndase bien, en términos puramente económicos, la libertad burguesa: libre mercado, libre competencia y libre empresa. El capitalismo en Europa encontraba más trabas que estímulos: religión, tradición, cultura; todos los vestigios del feudalismo conjuraban para frenar el ímpetu que en Inglaterra había dado la revolución industrial al capitalismo. Mientras, la excolonia británica era un oasis de posibilidades: el capital fluía a raudales y a una velocidad vertiginosa; la riqueza emanada de Europa y el mundo, que se veía frenada por un capitalismo en andaderas, al tocar suelo estadounidense cobraba nuevos bríos y se multiplicaba implacablemente. Con el capital arribó también el trabajo. Millones de hombres, expulsados por la miseria de Europa, llegaron a la tierra prometida con sus energías dispuestas a valorizar capitales: italianos, irlandeses, polacos, alemanes, etc., se unieron a los millones de inmigrantes del mundo entero: chinos, africanos, mexicanos, etc., que llegaban por millones cada año al “país de la libertad”. Podemos decir sin ambages que la historia del mundo quedó, a partir del siglo XX, fuertemente sujeta al tren del capitalismo norteamericano.
Pero la velocidad fue excesiva. Como piel de zapa, el campo de acción se encogió en la medida que los deseos se realizaron. Y Norteamérica soñó mucho y muy deprisa. En menos de un siglo agotaron las riquezas naturales de su país y de las colonias militar y económicamente conquistadas. La libre competencia se desarrolló tan vertiginosamente que en poco tiempo había creado los monopolios (acumulación y centralización de capitales) más poderosos del mundo. La enajenación del Estado, ahora al servicio del dinero, y la desaparición de regulaciones que limitaran la voracidad de los grandes empresarios hicieron que en menos de cien años, un periodo insignificante en términos históricos, la vida del imperio estadounidense se consumiera rápidamente.
Su hegemonía estaba supeditada a las leyes inmanentes del capital. El cambio en la composición orgánica y técnica del capital: incremento del capital constante a costa de su parte constitutiva variable, desarrollo de los medios de producción en detrimento de la fuerza de trabajo necesaria, hicieron inevitable el crecimiento de un “ejército industrial de reserva” inconmensurable. En otras palabras: al incrementarse la productividad, la fuerza de trabajo necesaria, con respecto a las necesidades del capital, disminuyó. «Esa disminución relativa de su parte constitutiva variable –escribe Marx en El Capital– acelerada con el crecimiento del capital global y acelerada en proporción mayor que el propio crecimiento de éste, aparece por otra parte, a la inversa, como un incremento absoluto de la población obrera que siempre es más rápido que el capital variable o que el de los medios que permiten ocupar a aquélla. La acumulación capitalista produce de manera constante, antes bien, y precisamente en proporción a su energía y a su volumen, una población obrera relativamente excedentaria, esto es, excesiva para las necesidades medias de valorización del capital y por tanto superflua» (El Capital). La aparición de una inmensa masa de desempleados, de miles y millones de hombres sin ocupación, es propio de la ley de población inherente al modo de producción capitalista.
En términos históricos concretos, ¿cuáles son los efectos de esta ley?: «Más de 44 millones de estadounidenses pasaron hambre en el último año, entre ellos 1 de cada 5 niños, indica un informe del Departamento de Agricultura de los Estados Unidos»; «El 51% de las personas de entre 30 y 64 años creen que su nivel de vida es peor que el de sus padres, así como el 39% de las personas de entre 18 y 29 años y el 40% de los mayores de 65 años, revela una encuesta de CBS News y YouGov»; «Según datos de la Coalición de Vivienda de Bajos Ingresos, una persona necesita un salario de 46.967 dólares al año o 23 dólares por hora para poder rentar un departamento de dos habitaciones, cuando el salario mínimo federal está en 7,25 dólares la hora» (Sputnik) Los cientos de miles de indigentes que se ven en las calles de California y que han dejado pasmada a la opinión pública nacional e internacional son solo una de las múltiples cabezas de la hidra de la crisis que asola al imperio.
La pobreza, el desempleo y la inseguridad alimenticia son el drama de todas las naciones pobres; fue así desde que cayeron “bajo la rueda de Zhaganat del capital”. La vitalidad del sistema radicaba, sin embargo, en que el país hegemónico, mientras lo fuera, estaba exento de los males que causaba a otras naciones. Hoy ya no pueden contar con ello. La crisis es sistémica y ha alcanzado el corazón. Un efecto racional empieza a observarse en medio de la desesperación. El país de la libertad no quiere serlo más; las puertas están cerradas. Los millones de hombres y mujeres que diariamente salen en busca del “sueño americano”, persiguiendo en realidad la riqueza que les fue arrebatada, serán repelidos cada vez con más brutalidad. La crisis interna amenaza con despertar odios viscerales, racismos que se creían olvidados, disputas civiles, etc. Al mismo tiempo, y esto el vecino del sur no puede dejar de verlo, vendrá un rebote migratorio. Los males de México, que en cierta medida se sorteaban al encontrar un sector de la población acomodo en el país del norte, ya no podrán eludirse.
Al analizar los fenómenos sociales, es frecuente escuchar, tanto en la academia como en los medios,
El salario del miedo del año 1953 es una cinta clásica, una que muchos cineastas han querido imitar sin conseguirlo.
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Proteger la libertad del uso del tiempo para uno mismo incrementa las opciones de salir de la pobreza y de experimentar movilidad social ascendente.
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Llegaremos al 2030 con enormes masas de hombres y mujeres viviendo en casas mal construidas y peor terminadas, en colonias muy alejadas de sus centros de trabajo y con carencia de servicios básicos.
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Escrito por Abentofail Pérez Orona
Licenciado en Historia y maestro en Filosofía por la UNAM. Doctorando en Filosofía Política por la Universidad Autónoma de Barcelona (España).