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No hay mucho más que decir sobre El Queso y los Gusanos, el título más difundido y conocido del historiador italiano Carlo Gingzburg. Probablemente nada de lo que se escriba aporte algo original sobre esa obra que es, por derecho propio, un acontecimiento fundamental en la historiografía. De hecho, lo aconsejable, lo natural, sería no aventurarse a escribir sobre dicho texto que contribuyó a dar un giro epistémico e inauguró un continente del quehacer historiográfico: la microhistoria. Porque como bien aconsejaba Rilke a los poetas jóvenes, hay que abstenerse de escribir sobre temas de índole general, sobre cuestiones importantes puesto que es necesaria una “fuerza muy grande y madura para poder dar de sí algo propio, ahí donde existen ya multitud de buenos y, en parte, brillantes legados”. Y sobre Gingzburg hay, naturalmente, brillantes legados. Aun así, la obligación de todo militante del movimiento proletario es difundir las ideas más revolucionarias que sirvan para la rememoración histórica y la praxis subversiva.
Porque a pesar de todo, el marxismo de Gingzburg es incuestionable, aunque heterodoxo. Él reconoció que la lectura de Antonio Gramsci, su propio pasado familiar y militante condicionaron su acercamiento metodológico a su objeto de estudio. Gingzburg comenzó estudiando los juicios de brujería partiendo del supuesto de que en aquellos juicios había una forma básica o rudimentaria de la lucha de clases.
En El Queso y los Gusanos, Ginzburg nos cuenta la historia de un molinero de la aldea de Montereale, de la región de Friuli, de nombre Domenico Scandella, a quien todo el mundo conocía como Menocchio. Contemporáneo de Giordano Bruno y de Montaigne, pero molinero y campesino de toda la vida, Menocchio no tuvo la educación privilegiada de la aristocracia francesa ni acceso al conocimiento eclesiástico y aprendió a escribir por cuenta propia, lo que le acarreó un dolor hasta físico. Un intelectual popular y subversivo que se atrevió a pensar y que se mostraba orgullosísimo de su propia inteligencia, de su valor y de su capacidad de interpretar las lecturas sagradas; lo que le llevó a cuestionar la ortodoxia y los dogmas, derivadas del Concilio de Trento que la Iglesia Católica buscaba imponer fervientemente, por arriba y por abajo, en una Europa convulsionada por la Reforma Luterana y la Contrarreforma católica.
Menocchio fue un molinero atípico. En primer lugar, él no trabajaba con granos: Menocchio arrendaba un molino de agua a los señores feudales de Friuli para desbastar paños, es decir, para compactar las telas y manejarlas fácilmente. Pero también era campesino: la mayor parte del tiempo vendía su fuerza de trabajo como jornalero agrícola a los terratenientes de Montereale, aunque siempre portaba orgulloso su traje gris y su gorro de molinero.
Como ha demostrado Gingzburg, el oficio de molinero en el Siglo XVI era un oficio peculiar. La molienda era una profesión que se encontraba en permanente hostilidad con los campesinos de los pueblos; esta animadversión consolidó la imagen de un molinero tacaño y ladrón que velaba únicamente por sus intereses y que alteraba el producto terminado para quedarse con más. Sin embargo, además de lo anterior, en la Europa preindustrial, donde las ciudades necesitaban la presencia de un molino; la taberna, los hostales y los molinos eran lugares donde circulaban las ideas. Los temas de conversación que se tenían eran incontrolables para la Iglesia y, como se decía frecuentemente, “un verdadero molinero es medio luterano”.
Pero lo verdaderamente excepcional de Menocchio era que manifestaba una concepción propia del surgimiento del universo y del papel de Dios, Cristo, la Virgen y, sobre todo, la Iglesia construida a partir de la lectura de distintos textos. Así, Menocchio no era un repetidor acrítico de los productos culturales impuestos por las clases dominantes de su época, y es a través de su figura que Gingzburg saca sus conclusiones más provocadoras y más revolucionarias: nuestro molinero es el eslabón perdido entre la cultura de las élites y una cultura popular y subalterna que se extendía entre una gran parte del campesinado rural de la Italia del Siglo XVI; él era depositario de una cosmovisión pagana y materialista que caminaba paralelamente al proceso de reconquista religiosa y que fue combatida ferozmente por la Iglesia Católica para imponer los dogmas de la religión, incluso con la fuerza.
El 28 de febrero de 1553, Domenico Scandella fue denunciado al Santo Oficio, presuntamente por Don Odoricco Vorai, el párroco de Montereale. La acusación fue por haber pronunciado palabras heréticas e impías sobre Cristo y por blasfemar desmesuradamente. En el interrogatorio se evidenció que aquello era únicamente la punta del iceberg, que Menocchio no reconocía a las jerarquías eclesiásticas y que había llegado a interpretar el mundo de una forma totalmente ajena a la que la Iglesia obligaba a aceptar. Además, para disgusto de la institución religiosa, este sujeto no tenía empacho en difundir sus ideas en el pueblo y sus conclusiones sobre los asuntos de la fe.
Lo más sorprendente de su actividad herética que, como menciona Gingzburg, debió dejar boquiabiertos al inquisidor, al vicario general y al alcalde, era que Menocchio negaba abiertamente la idea de que la humanidad había sido creada por Dios. Para él, todo antes, al principio de los tiempos, era un caos: “tierra, masa, aire, y fuego juntos; y aquel volumen poco a poco formó una masa, como la que se hace el queso con la leche y en él se formaron gusanos, y estos gusanos fueron los ángeles”.
Como vemos, hay muy poco de catolicismo en lo anterior. Consecuentemente, Gingzburg se propone, con un éxito asombroso, reconstruir la fisonomía de la eclesiología de Menocchio, es decir, rastrear las ideas e identificar de dónde podía haber salido esa extravagancia del queso y los gusanos que, no perdamos de vista, negaba la teoría creacionista de la Iglesia Católica (y la divinidad de Cristo). Porque, además, Menocchio denunció varias prácticas de dicha institución durante su interrogatorio. Denunció la opresión que hacían los ricos y los religiosos sobre los pobres mediante el uso del latín en los tribunales; insistió sobre la sencillez de la palabra de Dios, rechazó las ceremonias y los sacramentos y el bautismo, porque “Dios ya bautizó todas las cosas” y, además, exaltó la tolerancia religiosa. Esto último quizá era la cuestión más espinosa y radical del discurso del molinero friulano. Él sostenía que todos los individuos, turcos, judíos o árabes eran hijos de Dios, eran parte de lo mismo. No había necesidad, entonces, de imponer una religión ni la religión católica era el vínculo directo con el padre celestial o la única verdad absoluta.
Durante esos mismos años, Montaigne desarrollaba algunas ideas semejantes. Pero, como escribía Gingzburg: Menocchio no era Montaigne, sólo era un molinero autodidacta cuya vida se había desarrollado dentro de los estrechos muros de Montereale y, aun así, sus ideas de tolerancia religiosa son comparables con las refinadas teorizaciones religiosas de los intelectuales humanistas de su época.
Pero no nos dejemos llevar por los alcances teóricos de un extraño molinero. Lo que hay que destacar es que Gingzburg sugiere que esas excentricidades del pensamiento de Menocchio tenían nexos con el anabaptismo, una corriente herética radical que se había difundido ampliamente por el norte y el centro de Italia hasta que, a mediados de 1500, fueron fuertemente combatidos y ajusticiados por el Tribunal del Santo Oficio y, sin embargo, ésta no era la fuente original de los pensamientos religiosos de Menocchio.
¿De dónde venía entonces esa idea del queso y los gusanos? Gingzburg sostiene que durante el Siglo XV se había producido una fuerte separación entre las ciudades y el campo y que, durante ese tiempo, los habitantes del submundo rural, en mayor o menor medida, habían desarrollado sus propias cosmogonías y, probablemente, practicaran una religión (o una cultura) ancestral, pagana, materialista; un sustrato de creencias campesinas con muchos años de antigüedad que incluía reivindicaciones políticas como utopías del descanso, de la igualdad y de la fraternidad; de la abundancia y de la eliminación de la diferencia entre ricos y pobres.
Esa religión campesina, ese populismo negro, era el arroyo de donde Menocchio sacaba presuntamente sus ideas. El viejo molinero era depositario de ese conocimiento ancestral y se negaba a aceptar que la jerarquía religiosa le impusiera sus dogmas. Por tal razón fue interrogado en dos ocasiones por el Santo Oficio. En la sentencia, que resultó del primer proceso, se acordó que se le empedrara entre dos muros por el resto de su vida; abjurara de las herejías cometidas y realizara diversas penitencias. En la segunda se le condenó a muerte.
¿Por qué es importante hacer el rastreamiento de un individuo aparentemente sin ningún tipo de importancia para el desarrollo de los acontecimientos de la Historia, con mayúscula? Lo que Ginzburg busca no es únicamente “explorar lo pequeño” ajustando la mirilla para entender los procesos minúsculos de la historia. Sino, como el cronista malogrado de Walter Benjamin, recuperar las historias de los oprimidos del mundo, de aquellos que han sido víctimas de la Historia. Lo anterior es importante, en parte, porque nos recuerda una de las máximas de E.P. Thomnson sobre “salvar a los individuos del pasado de la terrible condescendencia de los vivos del presente”. Saber que un molinero era capaz de hacer lo que hizo nos recuerda que las experiencias y las enseñanzas del pasado son comunes a la búsqueda de la libertad contemporánea de los subalternos. Traer al presente las luchas del pasado y difundirlas. Tener los ojos puestos en los Menocchios del presente, en ellos está el secreto, el ingrediente fundamental para cambiar radicalmente los acontecimientos.
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Escrito por Aquiles Celis
Maestro en Historia por la UNAM. Especialista en movimientos estudiantiles y populares y en la historia del comunismo en el México contemporáneo.