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La moral es un árbol que da moras, dijo el Alazán Tostado, y parece que el general no solo retrataba su momento mismo, pues en los días que corren, el decálogo moral de la 4T responde a aquella definición; peor todavía: este árbol ni moras da, solo desgracias. En su Guía ética para la transformación de México, el gobierno pontifica: “La economía debe servir a las personas y no al revés. La riqueza que tiene mayores efectos positivos en la vida de los individuos y de los países es la que está mejor distribuida. Una economía que cumple con estos dos principios es una economía moral”. Buena prédica. Pero si nos atenemos a ella, vemos que, en los hechos, la riqueza se acumula vertiginosamente, mientras se condena a la pobreza a millones de seres humanos, con sus secuelas de hambre, enfermedad, carencia de medicamentos y de equipamiento hospitalario, y el mortífero legado, hasta hoy, de 267 mil 969 (cifras oficiales) muertes por Covid, en gran medida por negligencia gubernamental y austeridad criminal. Ateniéndonos a sus resultados, ésta es, en buena lógica, una economía inmoral (según el propio criterio morenista). Pero la “economía moral” en boga no es un corpus científico; carece del más elemental rigor conceptual y metodológico, y se reduce a una retahíla de artificios verbales y frases huecas.
Asumiendo la moral como causa de todo, se pasa a establecer, consecuentemente, una división maniquea de la sociedad metiendo de contrabando categorías morales artificiales como “buenos y malos”, “liberales y conservadores”, “corruptos y honestos”, con las que se pretende ocultar las clases sociales, esas sí muy reales. Además, esta clasificación se aplica ad libitum, según si el inculpado es o no partidario de la “Cuarta Transformación”. Obviamente, Morena se autoproclama, junto con sus adláteres, encarnación de la moral suprema; ellos son los buenos, honestos y liberales, aunque en la realidad la suya es la moral de los sepulcros blanqueados. Se arroga el gobierno morenista el papel de juez supremo y otorgador de indulgencias, que aquí siguen vendiéndose como perdones a políticos trapaceros y empresarios aliados, declarando honrado y bendecido a todo aquel que “coopere con la causa”. Pero, como dicta la sensatez, a nadie puede juzgarse por lo que diga o piense de sí mismo. Dijo Marx en su Dieciocho Brumario: “Y así como en la vida privada se distingue entre lo que un hombre piensa y dice de sí mismo y lo que realmente es y hace, en las luchas históricas hay que distinguir todavía más entre las frases y las figuraciones de los partidos y su organismo efectivo y sus intereses efectivos, entre lo que se imaginan ser y lo que en realidad son”. Conque, aunque se sientan bordados a mano, no por ello son mejores.
Y su prédica sencillamente no da el resultado esperado porque se yerra en el diagnóstico, atribuyendo a la moral los fenómenos económicos, invirtiendo el orden de las cosas, evadiendo el origen material, estructural, de las conductas humanas; por ejemplo, afirmando (AMLO dixit) que la riqueza acumulada no resulta del trabajo no pagado, sino de “la corrupción”, negando que la pobreza sea el principal problema y desviando todo hacia el ambiguo campo de la maldad y la bondad. En un quid pro quo, se ofrece una solución ficticia a una situación real; como diciendo al pueblo: tu problema es el hambre y la falta de medicina, pero yo, que te quiero mucho, te ofrezco moralina. Y listo.
No nos engañemos. Los grandes problemas nacionales encuentran su explicación más profunda en la economía (la geología de la política); la moral es derivada, pues los valores éticos y el comportamiento de personas y clases se determina a final de cuentas por sus circunstancias. La raíz, entonces, está en las relaciones de producción, de propiedad, y los mecanismos establecidos de apropiación de la riqueza; en la dinámica inmanente del capital, que tiene su propia lógica; en el monopolio capitalista de los medios de producción; en la ley de la acumulación, que impone al capital la necesidad inexorable de acumular; y no es opcional, está en su ADN, y a esto le obliga, con férrea necesidad la ley de la competencia. La raíz, en fin, está en el entramado de relaciones que someten a todos, poseedores y desposeídos, y comprometen al trabajador, hasta el agotamiento, vendiendo su fuerza de trabajo, y al capitalista que la compra, a extraer de ella toda la plusvalía posible, la llamada maximización de la ganancia. Son, en suma, las leyes del capital.
Todo esto deja de lado López Obrador cuando en uno más de sus sofismas, y nuevamente sustituyendo categorías reales por ficciones, presenta a los grandes empresarios que lo patrocinan como “buenos capitalistas”; pero son tan acumuladores como cualquiera, aunque se les envuelva en un manto de bondad, como un San Martín Caballero compartiendo su capa. ¿O no es acaso lo que ocurre con el grupo empresarial de Salinas Pliego? O cuando, ante el colapso de la Línea 12 del metro, buscan tranquilizar a la opinión pública con que Carlos Slim pagará; ¿sin haber sido legalmente declarado responsable? ¿A cambio de nada? Cómo explicar asimismo que los pretendidos magnates “buenos” son quienes más acumulan, y a quienes –no es casual– no se quiere aplicar más impuestos.
Y en este entramado económico-político, el Estado, por su propia naturaleza, tiene y ejerce su función de sometimiento y control, inherente a él desde su origen mismo, y que esencialmente no depende de la subjetividad o benevolencia de los gobernantes. Y en esta labor, los morenistas, cual Júpiter tonante, persiguen desde su Olimpo a quienes no comulgan con ellos, todo a nombre de su moral, que consideran de universal y obligatorio acatamiento. Se asumen como dispensadores de perdones o severos aplicadores de castigos, facultados para juzgar, sentenciar y condenar a todos. Igual razonaba el emperador Maximiliano en su famosa ley del tres de octubre de 1865, justificada por una proclama condenatoria, contra los seguidores de Benito Juárez, a quienes este gobierno dice admirar. Es curiosa la coincidencia, y vale la pena leer aquello.
El texto imperial, fechado el dos de octubre de 1865 y firmado por Maximiliano, dice así –todo, por supuesto, a nombre de la ley y la moral–: “Mexicanos: (…) El gobierno nacional fue por largo tiempo indulgente, y ha prodigado su clemencia para dejar a los extraviados, a los que no conocían los hechos, la posibilidad de unirse a la mayoría de la Nación y colocarse nuevamente en el camino del deber. Logró su intento: los hombres honrados se han agrupado bajo su bandera y han aceptado los principios justos y liberales que norman su conducta. Solo mantienen el desorden algunos jefes descarriados por pasiones que no son patrióticas, y con ellos la gente desmoralizada que no está a la altura de los principios políticos (…) De hoy en adelante, la lucha será solo entre los hombres honrados de la Nación, y las gavillas de criminales y bandoleros. Cesa ya la indulgencia (…) El Gobierno, fuerte en su poder, será desde hoy inflexible para el castigo, puesto que así lo demandan los fueros de la civilización, los derechos de la humanidad y las exigencias de la moral”. A la postre, aquellos “bandoleros”, inmorales, “que asesinan ciudadanos pacíficos, míseros ancianos y mujeres indefensas”, es decir, los seguidores de Juárez, lograron el triunfo de la República, la retirada del ejército francés, cuyas bayonetas sostenían al malhadado Imperio.
En síntesis, el concepto cuatroteísta de economía moral es falso y deja a los más desprotegidos supeditados absolutamente a las graciosas concesiones otorgadas por “bondad” del gobernante en turno o del magnate filántropo (en varios casos más bien licántropo), como maná caído del cielo. En nada aparece el pueblo tomando la iniciativa, asumiendo un papel protagónico. Su papel se reduce a recibir la dádiva que debe agradecer de hinojos, besando la mano benefactora y renunciando a su dignidad.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.