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A lo largo de la historia, los enemigos del progreso, incluidos los actuales, han pretendido justificar su dominio con una batería de ideas cuyo propósito es convencer a las masas de que no intenten cambiar su realidad; hacerlas desistir de todo intento revolucionario, confundiéndolas con “sentencias” tenidas casi como axiomas, “indiscutibles”. He aquí algunas. Nos dicen que: “la realidad es incognoscible” (no puede conocerse totalmente), dicen los agnósticos, o hay que dudar de todo, dicen los escépticos; y si admitimos esta premisa, tendremos que aceptar, lógicamente, la conclusión de que no podemos cambiar el mundo, pues no se puede transformar positivamente lo que no se conoce.
Y al respecto, “nada cambia, todo permanece igual”, nos repiten, desde la filosofía eleática. Es más, dicen otros, la realidad involuciona, pues “todo tiempo pasado fue mejor”, de donde se infiere en buena lógica que todo tiempo futuro será peor. Esto se asocia con “teorías” que profetizan la degradación social; anunciando que perderemos lo que queda de civilización; el del futuro será un mundo de trogloditas. Pretenden convencernos de que es mejor quedarnos como estamos, pues las cosas podrían ponerse peor. Nos ofrecen distopías, en lugar de utopías, para amenazarnos con que todo intento de modificar la realidad –por cruel que ésta sea–, nos conducirá a regímenes de esclavitud, deshumanizados, con personas convertidas en máquinas, sin libertad alguna.
Otra falsedad bastante manida, verdadero disparate histórico: “siempre ha habido pobres y ricos”. Se ignora de forma supina que la sociedad se escindió en clases con el esclavismo, hace cosa de cinco mil años, pero el hombre, el Homo sapiens, había aparecido hace más de 230 mil años, y vivió desde entonces en comunidad primitiva, donde todo era de todos, no había propiedad privada; todos trabajaban juntos y se repartían, en buena paz y armonía, lo producido. Miente, pues, quien diga que “siempre ha habido pobres y ricos”.
Pero hay más flechas en el carcaj conservador: “el hombre es egoísta por naturaleza, y todos buscan favorecerse en lo personal; nadie hace nada desinteresadamente”, o, “el pez más grande se come al chico”, algo muy natural, dicen. O sea, la explotación de los hombres no es social, históricamente determinada, sino que reviste carácter natural, como el propio ADN, o como tener huesos los vertebrados o branquias los peces, por lo que suprimirla es inimaginable; sería quitar al hombre algo de su esencia. Pero es el caso que hasta hoy los genetistas no han encontrado el gen del egoísmo. En realidad, esta tesis es una creación ideológica, surgida en el Siglo XIX, el llamado darwinismo social, que extrapola arbitrariamente a la sociedad leyes y fenómenos de la naturaleza.
Otro eslogan del mismo repertorio: “La gente no tiene remedio”; es “de por sí” oportunista, convenenciera, traidora, y seguirá siéndolo, también por naturaleza. Con esto nos quieren convencer de que carece de todo sentido intentar cambiar el orden social imperante, educar (o reeducar) a la sociedad, si a priori se acepta que “no tiene remedio”.
Más concretamente, dicen estas “teorías”: “los mexicanos son borrachos, flojos, indisciplinados”, mientras los anglosajones, japoneses u otros pueblos son trabajadores y ordenados, conque hay que admirarlos, imitarlos… y dejarse mandar por ellos. Los blancos vinieron a civilizarnos. Pero falsean la historia: entre los aztecas, la embriaguez estaba prohibida; fueron un pueblo admirablemente disciplinado, trabajador, sano, limpio, constructor de grandes obras y realizador de admirables hazañas en ámbitos tan diversos como medicina, astronomía, arquitectura, poesía, ingeniería y tantos otros. Realmente, los españoles vinieron a aplastar toda aquella capacidad creadora y a deteriorar la vida de aquel grandioso pueblo al que incluso negaban “tener alma o ser racional”: recuérdese la célebre Controversia de Valladolid, donde participaron destacadamente Fray Bartolomé de las Casas y Gines de Sepúlveda.
Muy ligado a esto, nos enseñan que el pueblo es incapaz de gobernar, pero dejan de lado, otra vez, la historia. Don Benito Juárez, surgido de las clases más humildes, fue, como históricamente se admite, el mejor presidente de México; el general Lázaro Cárdenas, también de origen popular, realizó transformaciones de indiscutible trascendencia histórica en términos de bienestar social y desarrollo nacional. En el mismo sentido, hoy el gobierno chino, emanado del pueblo, alcanza resonantes éxitos en crecimiento económico y combate a la pobreza y muestra a la humanidad entera nuevos horizontes de progreso.
Para minusvalorar el papel de los pueblos en la historia, nos dicen también los guardianes ideológicos del sistema que los grandes cambios los hacen los hombres ilustres. Falso también, o mínimamente exagerado. Cierto que los grandes hombres juegan su papel, pero en última instancia la fuerza realizadora de los cambios históricos son los pueblos que, llegado el momento, generan a los grandes hombres. ¿Quién, si no, expulsó de aquí a españoles y franceses? ¿Quién derrotó la dictadura de Porfirio Díaz y sus terratenientes? Fue el pueblo, siempre el pueblo. Y él engendró a sus líderes, colosos de la historia, pero producto ellos mismos de una época de revolución.
En un plano más teórico, al arsenal ideológico de los dueños del mundo le dan su barniz “intelectual”. Por ejemplo, Oswald Spengler (un precursor del nazismo) postuló en 1922 la “teoría cíclica de la historia”, según la cual la humanidad se mueve permanentemente en círculos, repitiendo las mismas etapas; caminando, pero sin avanzar. Nietzsche (otro precursor ideológico de Hitler) habla del eterno retorno al origen. Siempre estamos volviendo a empezar. En esta visión, la historia es como el tormento de Sísifo, aquel personaje mitológico condenado a empujar una enorme roca y subirla a lo alto de una loma, pero casi al llegar arriba sus fuerzas se agotaban, la piedra rodaba cuesta abajo, y el infortunado Sísifo debía empezar a empujar de nuevo, con el ya consabido resultado, y así por una eternidad. Siempre empezando donde mismo.
Pero contrario a esas pretensiones conservadoras, la historia y la ciencia en general enseñan que todo lo que nace habrá de morir y que en la sociedad no han existido imperios eternos. Todos los que han sido, así duraran miles de años (como el de los faraones), invariablemente desaparecieron: ésa fue la suerte de los sumerios, asirios, hititas, babilonios; cayó el Imperio Persa, el de Alejandro Magno y sus diádocos; el Imperio Romano, el de Carlomagno, el portugués, el español y el británico. Y el norteamericano no puede ser la excepción a esta regla, y muestra ya acusados signos de decadencia.
En fin, la historia refuta las gastadas teorías, usadas siempre por los opresores para convencer a “los de abajo” de que no deben albergar esperanzas, que renuncien a toda idea de cambio, por imposible; que rechacen a todo aquel que les llame a cambiar su realidad, que lo tilden de “desestabilizador”. Las masas populares deben comprender que atrás de estas ideas están los poderosos, y que con ellas buscan preservar su régimen de privilegios y desactivar toda posible resistencia de los afectados, convencerles de que ésta es la única sociedad a que pueden aspirar, y que lo mejor es resignarse.
El dominio ideológico es el peor de los dominios, pues no requiere cadenas ni cárceles tangibles; entorpece el pensamiento, paraliza la mente, rinde la voluntad. Pero la ideología aquí comentada carece de sustento científico; no soporta la prueba de los hechos. La realidad, en constante cambio, ascendiendo siempre de lo inferior a lo superior, de lo simple a lo complejo (aunque con caídas temporales), enseña que el orden actual está indefectiblemente condenado y que será el pueblo quien lo derrumbe, barra sus escombros y construya una sociedad mejor. Puede hacerlo; lo ha hecho antes, aquí y en otras latitudes.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.