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En 1979, cuando Francis Ford Coppola estaba en la cúspide del éxito y de la fama (después de haber filmado El padrino (1972) y poco después El padrino II, consideradas dentro del grupo de las cintas más importantes en la historia del cine gringo, logra concluir y exhibir comercialmente un filme considerado una “obra maestra” del cine bélico: Apocalipsis ahora. Esta cinta fue modificada en 2001 por el director norteamericano, quien le agregó 49 minutos de escenas que no aparecieron en su versión original. Apocalipsis ahora tardó dos años en ser filmada y tuvo una serie de problemas que pusieron en riesgo la realización de la misma: al actor principal, Martin Sheen, le dio un ataque al corazón en pleno rodaje; algunos miembros del equipo y actores consumían drogas cotidianamente, no solo por ser adictos, sino para evadir las duras condiciones de la selva de Filipinas, país donde tuvieron una estancia de dos años para la realización del filme.
Con frecuencia, los críticos y reseñadores de cine se refieren a Apocalipsis ahora como una obra que pudo concluirse “contra viento y marea” y que en eso radica su mérito. A más de cuatro décadas de su estreno, en mi modesta apreciación, tiene un mérito –el verdaderamente trascendente– que ha sido soslayado por esos críticos de cine que, al igual que Pelotón, de Oliver Stone y Cara de Guerra, de Stanley Kubrick, exhibe con cierta crudeza la brutalidad del orden sociopolítico, causante de las peores atrocidades que padecen los países agredidos por ese orden imperialista. Y aún más, exhibe las contradicciones internas de los que dirigen esas agresiones a la humanidad. Por ejemplo, en Apocalipsis ahora, en el viaje que realiza el Capitán Willard sobre el río hacia Camboya, en busca del Coronel Kurtz (Marlon Brando), en el bote en que navega, al toparse con una embarcación de vietnamitas pacíficos, con una crueldad propia de los criminales enloquecidos, matan a todos los viajantes sin que haya el menor motivo y sin que los soldados sufran el menor remordimiento. En otra escena memorable del filme: el teniente coronel Bill Kilgore (Robert Duvall), al saber que uno de los acompañantes del Capitán Willard es un famoso surfista californiano, sin importarle otra cosa, decide ir a una playa en la que las olas son las mejores para surfear y para realizar su capricho, Kilgore manda a toda la caballería aérea –decenas de helicópteros artillados– a masacrar a una comunidad vietnamita; y no contento con ello, ordena que la selva aledaña al poblado sea rociado con napalm por la aviación gringa (Kilgore comenta con el soldado surfista que “no hay un olor en el mundo como el del napalm”, aludiendo a que es un olor “agradable” . Francis Ford Coppola nos muestra la infame y brutal cara de los genocidas yanquis. Pero este fondo que nos muestra el realizador no es mencionado por la mayoría de los críticos, quienes se centran en los aspectos formales y anecdóticos del filme; esta forma de abordar la crítica cinematográfica –o de cualquier forma artística–, es la que convierte a los ojos de los cine-espectadores los filmes en obras intrascendentes, a las que se les quita el filo crítico. Y, finalmente, la crítica tampoco le hace justicia a Coppola al ignorar que la locura del Coronel Kurtz, muestra como en las destructivas guerras, como la de Vietnam, surgen “disidentes”, los que no aceptan los métodos ni los objetivos de las élites militares y políticas. En la situación que vive actualmente Estados Unidos con la polarización social generada por el modelo neoliberal y que ha permitido que haya dos corrientes de la clase capitalista norteamericana que se están disputando el control económico, político y social de la superpotencia, el filme de Francis Ford Coppola es un claro recordatorio de qué, como producto de las contradicciones del orden social, surgen los disidentes considerados “locos”. Aunque los verdaderamente “locos” son los genocidas imperialistas.
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Escrito por Cousteau
COLUMNISTA