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Amistades poéticas
La historia de la literatura abunda en ejemplos de amistades a toda prueba y de profundos desencuentros entre poetas y escritores de indudable valor.
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La historia de la literatura abunda en ejemplos de amistades a toda prueba y de profundos desencuentros entre poetas y escritores de indudable valor. Son famosas las riñas en verso de Quevedo y Góngora, Cervantes y Lope; Juan José Tablada y Salvador Díaz Mirón; las invectivas expresadas en el manifiesto estridentista (Actual Nº1) por Maples Arce contra Enrique González Martínez y los modernistas entronizados con él; y el intercambio de ingeniosos proyectiles entre Pío Baroja y Rubén Darío.

Detrás de estas peleas entre cultos personajes, además del incendiario temperamento común a los grandes creadores, asoman la oreja motivos económicos, la competencia por mecenazgos, premios, posiciones o la defensa de posiciones políticas irreconciliables.

Las afinidades ideológicas, los peligros y las penurias compartidas, la identificación estética, han producido también esa rara joya que es la amistad entre gigantes de las letras; ejemplos de ello son la correspondencia literaria entre Soror Juana Inés y las monjas literatas de la Casa del Placer, en Portugal; la amistad a prueba de fronteras, peligros y muerte entre Miguel Hernández, Federico García Lorca y Pablo Neruda; la serena amistad epistolar entre Borges y Alfonso Reyes; y la trasatlántica admiración entre Darío y Ramón del Valle Inclán.

Otra profunda afinidad entre hombres de letras identificados con la unificación latinoamericana, es la que surgió entre dos grandes del modernismo: el Poeta Nacional de Perú, José Santos Chocano (1875-1934) y Rafael López (Guanajuato, México, 1873-1943) hoy por desgracia, escasamente citado.

Rafael López se despide del peruano en su poema Hasta Luego, en el que, en verso alejandrino, lo compara con un ave que vuela de retorno al nido una vez que ha recogido nuevos cantos en tierras mexicanas, al fragor de la lucha por una vida mejor, de la que le pide ser emisario. Orgulloso del heroico pasado mexicano, un poeta pide al otro el supremo servicio a la gran patria común: convertirse en vocero de su grandeza y del aliento vivo de los héroes de otro tiempo y envía al resto de los poetas continentales un saludo lírico, testigo de la universalidad de su pensamiento en favor de la unidad de los pueblos latinoamericanos, unidad que trasciende las fronteras de la poesía.

De Hasta luego, dirá la maestra María Edmée Álvarez en su imprescindible obra La lengua española a través de selectos autores mexicanos (1954): “El escritor tan profundamente mexicano, Rafael López, logra reunir con habilidad, en esta poesía, las figuras egregias de nuestra historia: la del rey indio poeta; la del águila que cae y la de los dioses tutelares que velaron por la independencia y conservación de nuestro país. El poeta las menciona para que su recuerdo acompañe al ‘pájaro viajero de las canciones hondas’”.

 

Oh, pájaro viajero de las canciones hondas,

de vuelos armoniosos y de plumaje rico,

busca el nido lejano y entre las patrias frondas

suelta los nuevos cantos que llevas en el pico. 

 

Refleja en esos cantos la luz de nuestro cielo,

que viste las mañanas con luminoso tul,

del que insumiso brota como un seno de hielo

el fiel Popocatépetl… extiende el terciopelo

de nuestras noches, ánforas en donde llueve azul… 

 

Di cómo aquí se canta, cómo se ama y se sueña,

cómo se lucha y sufre por un día mejor…

Cómo frente al futuro, de faz dura y zahareña,

alzamos en la mano nerviosa, una risueña

antorcha llameante de confianza y valor. 

 

Di que en estas regiones, un rey indio poeta

cantó en un dulce idioma de acento musical;

que como un dios llevaba la lira y la saeta

meditabundo bajo los cielos de violeta

rayados por la pompa joyante del quetzal.

 

Di que en estas montañas copiadas en dos mares,

aun truena la rugiente voz de Cuauhtemotzín.

Di que en sus cumbres se alzan nuestros eternos lares;

que allí perennemente la gran sombra de Juárez

y la de Hidalgo cruzan por albas de carmín. 

 

No dejes que se apague la lámpara encendida 

que puso entre tus manos la gracia del Señor.

Alumbra las tinieblas como el Verlaine panida

que alimentó la llama, sacando de la vida,

sin tregua, sus divinos aceites de dolor. 

 

Dejo en tus opulentas alforjas de viaje,

de esta tierra magnánima la miel junto a la sal,

para que te acompañen al materno paraje…

Y lleva a tus hermanos distantes el mensaje

de mi saludo lírico y ampliamente cordial.

 

Hasta luego. Regresa cuando haya en las colinas

parejas de palomas zureantes de amor;

cuando en los lagos corran delfines tras ondinas…

Te espero cuando vuelvan las nuevas golondrinas 

y cuando los rosales de fuego estén en flor. 


Escrito por Tania Zapata Ortega

Correctora de estilo y editora.


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