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La realidad no puede ser dual. En todo fenómeno, individual o social, existen múltiples contradicciones. Encontrar la contradicción esencial y antagónica es tarea de la ciencia: natural o social. Hemos dicho ya (en el artículo anterior) que la contradicción entre izquierda y derecha es hoy una contradicción meramente formal. Ninguna de las dos corrientes pretende una transformación radical de la sociedad. Los partidos que las encarnan se fundan sobre los intereses de una misma clase: la burguesía; pretenden desviar la atención sobre este hecho despojando al lenguaje del concepto de lucha de clases, el cual entienden anacrónico y caduco; como si la contradicción entre capital y trabajo, riqueza y pobreza, libertad y enajenación, pudiera desaparecer por decreto o con un simple cambio en el lenguaje. A pesar de no entender las relaciones de producción como causa última de la realidad social, estas no dejan de jugar el papel determinante. Políticamente, la izquierda y la derecha mantienen hoy, en el capitalismo decadente, una relación estrecha que las unifica en torno a un mismo objetivo: conservar el sistema económico del que depende su existencia. La dualidad, la dicotomía que la política moderna ha construido para aparentar una contradicción sólo existe en la forma. Sin embargo, forma es también fondo, y a pesar de la identidad esencial entre ambas, no dejan por ello de tener diferencias cualitativas que requieren un análisis concreto.
Un fantasma recorre el mundo, el fantasma de la ultraderecha. En Occidente, donde el fascismo había dejado ya una huella indeleble, el neoconservadurismo ha encontrado la savia con que alimentarse. «Desde los países nórdicos hasta el sur de Europa, desde Francia hasta las naciones excomunistas de Europa central y oriental, casi no hay país que no haya vivido la emergencia de la extrema derecha, ni el “pacífico” Portugal» (Pablo Stefanoni). El espectro parecía no poder cruzar el Atlántico; a fin de cuentas, sus raíces estaban en Europa. Y sin embargo, lo hizo. Llegó a América. El Brasil de Bolsonaro y la Argentina de Milei son sólo dos de los triunfos más sonados de la ultraderecha en los últimos años, pero no son los únicos. En Chile, el Partido Republicano, liderado por José Antonio Kast, es hoy la principal fuerza política. Después del predeciblemente desastroso gobierno de Gabriel Boric, la ultraderecha es mayoría con 23 de los 50 escaños. El Salvador vive bajo la dictadura y el despotismo de Nayib Bukele quien, con el argumento de restaurar la paz, ha declarado fácticamente un estado de excepción en la nación centroamericana que le permite gozar de una autoridad absoluta y sin contrapesos. En Colombia recién dejó el poder Iván Duque, continuador del reaccionario y antipopular gobierno de Álvaro Uribe. Perú vive bajo un golpe de Estado, similar al de Bolivia hace unos años, aunque en este caso triunfante; Dina Boluarte encabeza a la reacción que ilegalmente despojó a Pedro Castillo del poder. En Uruguay el partido Cabildo Abierto, emergente partido de ultraderecha, gobierna en alianza con la derecha tradicional de Luis Alberto Lacalle Pou y día a día se fortalece más. Podríamos seguir enumerando casos pero el argumento ha quedado ya demostrado con suficiencia. La “nueva reacción”, el “neoconservadurismo” o la “derecha liberal”, como quiera llamársele, ha emergido como una de las principales fuerzas políticas, al menos en el mundo occidental.
A dos razones fundamentales obedece este renacimiento. En primer lugar, como hemos dicho antes, a la crisis de la izquierda. Sólo añadiremos ahora, con el afán de no ser repetitivos, que esta crisis era inevitable en una izquierda “neoliberal”, construida sobre lo “políticamente correcto” y cuyos argumentos se trasladaron, desde la caída de la Unión Soviética, a la superestructura, al frente cultural, abandonando todo intento de transformación radical. Esta revolución cultural de la “neoizquierda” –al igual que en la derecha el prefijo neo significa sólo degeneración– a los trabajadores, a la clase productora, le es indiferente. Se vuelve incluso aberrante en casos como el de Justin Trudeau, primer ministro de Canadá, quien iza las banderas del feminismo y el ecologismo mientras envía miles de millones de dólares al gobierno neonazi ucraniano. O Estados Unidos, “país de la libertad”, en el que el partido demócrata, asociado incorrectamente con la izquierda tradicional, puede ser considerado históricamente uno de los partidos más mortíferos y genocidas de la historia humana. Esta es la izquierda del capitalismo decadente y encarna, congruentemente, esta decadencia.
La segunda razón por ser menos obvia es más esencial. La nueva derecha, hay que decirlo, se ha apropiado de la rebeldía de las masas; su discurso parece encantar a las nuevas generaciones que ven en lo irreverente, beligerante e intolerante, lo revolucionario. El racismo, la misoginia y, sobre todo, la defensa a ultranza de la propiedad privada y de la “libertad” en abstracto, caracterizan a esta nueva ultraderecha. Sus representantes siguen un prototipo que encanta a las masas: desparpajados, groseros, irreverentes. Boris Johnson, Donald Trump, Javier Milei, Jair Bolsonaro, etc., se asemejan no sólo en el contenido, sino en la forma. ¿Es producto esto de un retroceso ideológico? Puede ser, pero no es lo fundamental. El atractivo de esta facción radica en que se opone precisamente a todo lo que pretendía representar la izquierda neoliberal. Y según el sentido común, si los gobiernos que precedieron a las nuevas ultraderechas eran de “izquierda” y nos llevaron a la catástrofe, la decadencia y la desesperación; lógicamente su contrario será la respuesta a todos nuestros problemas. Si ellos eran feministas, la ultraderecha será misógina; si ecologistas, la derecha, a nombre de la libre empresa, dirá: “cada quien puede hacer con su capital lo que quiera”; si el discurso abogaba por la equidad, la igualdad y los derechos humanos, el nuevo discurso de la ultraderecha liberal será racista, intolerante y discriminatorio: “la culpa es de los migrantes que nos roban nuestro trabajo”. Parece absurdo, pero este razonamiento es generalizado y amenaza con volverse hegemónico.
¿Qué hacer? No hay solución sencilla. La dicotomía, la dualidad, el cansino discurso de Escila y Caribdis priva en la lógica popular. O tomas la pastilla azul o la roja (esta referencia a la matrix está de moda en la ultraderecha estadounidense). Pareciera que la salida está siempre en escoger lo menos dañino, lo que mate más lentamente. Sin embargo, sobra decirlo después de tanta insistencia, la pastilla azul y la roja son del mismo fabricante; la izquierda moderna es tan neoliberal como la derecha moderna, aunque la última es siempre más agresiva; unos hablan de igualdad, los otros de libertad y, a la postre, ambos terminan por defender a ultranza los intereses del capital. La única posibilidad de transformación radica en rescatar la verdadera contradicción, en visualizar la lucha esencial que ha determinado el desarrollo de toda sociedad y que hoy está oscurecida y sepultada bajo toneladas de basura ideológica: la lucha de clases. No es sencillo comprender la historia a través de su verdadero motor y menos aún reconocer ese movimiento en la sociedad moderna. Tampoco es fácil aceptar que los monstruos que hoy gobiernan gran parte del mundo surgen de un horror generalizado que no desaparecerá cerrando los ojos. Aceptar la realidad y combatirla; educar gente serena y sobria, que no desespere de los horrores sino que los enfrente; instruir pacientemente a quien está imposibilitado a ir más allá del puro sentido común; y, sobre todo, organizar a la clase trabajadora en torno a sus propios intereses, es la única posible salida a la contradicción esencial que, lejos de radicar entre la izquierda y la derecha, se encuentra contenida en la relación capital-trabajo. Es cierto: “¡Si bastara con hacerlo –citando Hamlet– pronto quedaba terminado!” Se necesitan hombres y mujeres de una naturaleza particular, se necesitan verdaderos revolucionarios.
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Escrito por Abentofail Pérez Orona
COLUMNISTA