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La gran mayoría de los migrantes centroamericanos que, entre enero de 2018 y abril de 2019, ingresaron en seis caravanas a territorio mexicano rumbo a Estados Unidos (EE. UU.) no lograron su objetivo y hoy muchos de ellos se encuentran dispersos en varios estados del país huyendo de la Guardia Nacional y del Covid-19.
Para los menos favorecidos por la política migratoria del actual Gobierno Federal mexicano, la primera opción fue la deportación y para otros una estancia transitoria tolerada u omisa que los mantiene en territorio nacional con la esperanza de hallar una nueva oportunidad de avanzar hacia el norte y alcanzar el “sueño americano”.
La mayoría están a la deriva absoluta desde que se inició la contingencia por el Covid-19, ya que el Instituto Nacional de Migración (INM) vació sus estaciones migratorias y los programas de atención social de instituciones como la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) cerraron sus puertas. Hoy, los migrantes no pueden seguir hacia el norte, ni regresar a sus países.
Son más de cinco mil centroamericanos en tránsito, principalmente en Chiapas, donde continúan a la espera de algún trámite en el INM. Actualmente en las calles de Tapachula, Chiapas, algunos han optado por el empleo informal o un improbable cambio en las circunstancias actuales.
Son las 11 de la mañana. Un hombre abre y cierra continuamente la puerta de una tienda de autoservicio. Se refugia en un espacio que lo protege del sol de mediodía que hace incómodo cualquier sitio en la ciudad de Tapachula y aparece de pronto para ganarse la simpatía de los clientes y obtener dinero.
Una gorra blanca y un cubrebocas de color negro son su única protección contra el Covid-19, cuya incidencia en esta ciudad fronteriza con Guatemala es la segunda más alta en Chiapas. Por ello el ingreso al interior de la tienda es de solo tres personas a la vez.
Mientras conversamos, cuida de hacer bien su labor de portero espontáneo para ganarse alguna propina.
Su nombre es Marvin Geovanni, tiene 49 años y es de Honduras. Hace cinco meses ingresó a territorio mexicano por el cruce informal del río Suchiate, donde un balsero nativo lo transportó por cinco quetzales (moneda de Guatemala). La ruta es fácil y por ella diariamente transitan personas y mercancías de Guatemala a México y viceversa.
Su historia es como la de muchos hondureños. Decidió dejar su país para huir de pandillas como la Mara Salvatrucha que exige pagar derecho de piso o de paso a quienes tienen empleo o busca reclutarlos. Algunos aceptan para luego desertar de la célula criminal y desaparecer para no ser asesinados.
Marvin asegura que por la inseguridad y la falta de un empleo decidió dejar a su esposa y tres hijos en Honduras para intentar llegar a Monterrey. Le contaron que en esa ciudad hay ofertas de empleo y mejor calidad de vida. Pero a la fecha no ha podido moverse de Tapachula.
Vive en la calle. Duerme sobre la rampa de un edificio que hace dos sexenios fue ocupado por varios consulados de Centroamérica. No es seguro. Hace unos meses le robaron cuando dormía. No solamente le quitaron dinero, sino también su cédula de identidad, que es indispensable para que continúe sus trámites ante la Comar.
“Ya fui al Consulado de Honduras, pero está cerrado. Desde que empezó esto del coronavirus dejaron de recibir personas. Quise ir para decirles que me habían robado mi identificación de identidad pero me dijeron que no estaban atendiendo a nadie. Ahora espero para cuando regresen a trabajar para saber qué va a pasar”, explicó a buzos.
Cierre gubernamental
La Comar suspendió sus actividades desde el pasado mes de marzo a causa de la contingencia sanitaria generada por el coronavirus, que en ese mes ya registraba los primeros 12 casos en Tapachula.
En ese momento este organismo, dependiente de la Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE), informó a los migrantes que tramitaban peticiones que reanudaría la atención el 17 de abril. Pero esto no ocurrió; y todas las citas, incluidas las programadas para los últimos dos días de marzo siguen sin realizarse.
En mayo, las oficinas permanecieron cerradas al público. En su interior solo hay personal de guardia que no brinda información personal. Los únicos anuncios están inscritos en cartulinas pegados a la pared, a un costado de la puerta del edificio. También se encuentran suspendidas las entrevistas de las personas que han solicitado refugio al país. Afuera, sentado en una banqueta, un migrante venezolano observa el edificio de Comar.
¿Por qué estás aquí si sabes que no van a atenderte?
“No tengo nada que hacer, no tengo trabajo. Me siento seguro si vengo a sentarme aquí, aunque sé que nadie saldrá a decirme nada sobre mi trámite”, responde. Igual que este venezolano, Marvin Geovanni no tiene empleo formal. Con la contingencia por Covid-19, conseguir un trabajo es muy difícil. Las personas desconfían y para él, la única salida, por ahora, es pedir unas monedas afuera de la tienda de autoservicio.
La Comar también ha prorrogado trámites para notificaciones, traslados y resoluciones “hasta nuevo aviso”. Por ello, muchos extranjeros de distintas nacionalidades quedaron varados en la frontera sur. Los centroamericanos duermen en las calles, cerca de tiendas o parques. Cartones y plásticos son su abrigo en las noches.
Completamente abandonados
Gustavo Castellanos es representante de Slow Food, una asociación internacional ecogastronómica, sin fines de lucro, creada en 1989 para contrarrestar los efectos de las Fast Food, comidas rápidas, y promover los alimentos locales y sostenibles.
Aunque la línea de acción de la Slow Food en el Soconusco consiste en capacitar al personal de escuelas, hospitales, asociaciones, etc., en el consumo de alimentos naturales, desde hace tres semanas esta agrupación civil se ha dado a la tarea de repartir despensas.
La entrega de insumos se hace por monitoreo. Busca lugares donde puede encontrar familias que lo necesiten, incluso amigos de Castellanos informan donde se ubican los migrantes. La contingencia sanitaria ha dificultado la tarea porque no puede exponerse tanto tiempo en lugares públicos. Castellanos conoce a fondo la situación de extrema urgencia de los migrantes: “Se ve que están abandonados, de hecho, están abandonados…Es una población flotante, fantasma, que no la están contando y aquí todos somos iguales. Ellos escuchan que va a haber apoyos, que van a dar despensas, pero las cosas gubernamentales están enfocadas nada más en la cuestión local. Sí, ellos están completamente abandonados”, afirmó a este semanario.
Geovanni lleva meses con solo una comida al día. El dinero que obtiene, le alcanza solo para unas tortillas, frijol y eventualmente queso. Solo una vez al día; aunque lo desee, su bolsillo no da para más. “Hambre siempre va a haber; la calle da mucha hambre, pero me tengo que aguantar. El dinero que puedo ganar aquí es poco y la comida luego es cara; tengo que ir administrando”, declara.
Catellanos señala otra desventaja del migrante centroamericano en la contingencia sanitaria: la desinformación.
“No los está amparando nada, ni el Sector Salud. Yo he platicado con algunos si saben lo que está pasando y me dicen que no saben que hay una enfermedad; no dimensionan lo que está pasando. He estado en Honduras, El Salvador, la mayoría de las personas que vienen desde allá son gente que a duras penas tienen un nivel básico escolar de primaria. Hay quienes no saben ni leer ni escribir… me dicen que hay una enfermedad pero no saben lo que les puede pasar; no hay quién les dé una plática, una información sobre el coronavirus”, denunció Castellanos.
Los centroamericanos chocaron con una sociedad “algo racista”, que no quiere darles empleo. Antes de la contingencia, era complicado que se emplearan en la ciudad, pero ahora la situación es peor porque la gente tiene desconfianza de que al vivir en las calles, están más expuestos a contraer y portar el virus.
“Se han unido comercios, escuelas, colegios de arquitectos, de ingenieros, para evitar darles algún tipo de empleo; ahorita ellos están completamente solos”, asegura. Su elocuente sensibilidad social con los migrantes ha llevado a Gustavo Castellanos a buscar el apoyo en la Universidad Centroamericana de Arte Culinario de El Salvador y una asociación de Guatemala para ellos.
INM vació sus estaciones
En abril pasado, cuando la contingencia por Covid-19 aceleró sus niveles de contagio entre los mexicanos, la Secretaría de Gobernación (Segob), a través del INM, tuvo que atender las recomendaciones sanitarias tanto de las autoridades mexicanas como de organismos internacionales y dio salida a los migrantes de sus 65 estancias en el país. De acuerdo con cifras oficiales, tres mil 653 centroamericanos fueron trasladados a sus naciones de origen.
“Con base en las recomendaciones sanitarias de autoridades mexicanas y de organismos nacionales e internacionales sobre la protección de los derechos humanos de grupos en situación de vulnerabilidad, el Instituto implementó la salida de algunas personas migrantes alojadas en las estaciones migratorias y estancias provisionales, a quienes por distintas razones no se había resuelto su situación jurídica”, advirtió entonces un comunicado oficial del INM.
Sin embargo, los migrantes que deambulan en las calles de Chiapas, desmienten esta información. Algunos salieron caminando de la estación porque les informaron que no había manera de repatriarlos, los dejaron a su suerte.
En ese mes incluso ocurrió algo inédito: los medios de comunicación de la región entrevistaron a migrantes centroamericanos que descendían de transportes contratados por el INM. Fueron nueve autobuses que provenían de Veracruz y Tamaulipas con 500 extranjeros que debían ser deportados en la frontera de Chiapas con Guatemala.
Pero el INM falló o no se informó, porque el gobierno de este país centroamericano cerró su frontera y les impidió el paso. En medio de la emergencia sanitaria, estos extranjeros fueron abandonados a su suerte en las calles de Tapachula y las carreteras de la costa de Chiapas.
Cuando bajaron de los autobuses y fueron entrevistados por los periodistas, los migrantes no sabían lo que vendría para ellos porque no conocían la ciudad y ahora tendrían que ver cómo podrían regresar a sus países de origen.
Milton, migrante de origen cubano, está afuera de las oficinas de Comar. Estuvo a punto de perder un dedo luego de ser asaltado y recibir un impacto de bala. Fue asegurado por el INM y llevado a la estación migratoria Siglo XXI, donde no le brindaron a tiempo la atención médica. Se hallaba adentro cuando surgió el motín generado por las noticias de la emergencia sanitaria del Covid-19.
“Un día nos dijeron que nos podíamos ir, que podíamos salir de la estación migratoria, así que me fui caminando y ahora estoy a la espera de que la Comar responda mi solicitud para refugiado”.
Iván Francisco Porraz Gómez, investigador del Colegio de la Frontera Sur (Cosur), unidad Tapachula y del Grupo Académico de Estudios de Migración y Procesos Transfronterizos del Departamento de Sociedad y Cultura, indica que algunos periodistas y académicos aluden a Tapachula como la “ciudad infierno” o “espacio acorralado” porque ya no ofrece sueños ni esperanzas para los migrantes centroamericanos, a quienes ahora algunos mexicanos estigmatizan como portadores del virus.
“En el plano de la cotidianidad, es un vivir complejo, sigue y seguirá siendo un espacio de tránsito, un lugar intermedio, donde se puede vivir o hacer vivir el otro sueño mexicano”, agregó para insistir en que la pandemia Covid-19 no detendrá la migración de centroamericanos hacia EE. UU., ellos solo aguardarán a que cese la contingencia para intentar avanzar hacia el norte.
Por el momento Marvin Geovanni sigue abriendo y cerrando puertas de tiendas de autoservicio. Es el único medio que tiene por el momento para sobrevivir. Está cansado, está desesperado, está hambriento.
“Hay veces que no duermo, porque debo cuidar que no me roben en la calle… Hay veces que he querido regresar a Honduras, pero están cerradas las fronteras… no puedo ir hacia atrás, ni hacia adelante, es desesperante esperar”.
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Escrito por Guadalupe García
Colaboradora