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Abel Pérez Zamorano
La libertad no existe para los trabajadores
El obrero es ahora “libre” de vender su fuerza de trabajo a quienquiera, e ir adonde le plazca para emplearse, pero no puede dejar de ser un asalariado que recibe a cambio de su trabajo no la paga completa, sino solo una pequeña parte.


Mucho se habla de que la nuestra es una sociedad libre; y ahora mismo, los dueños del mundo bombardean países débiles aduciendo que quieren llevar libertad a sus habitantes. Pero no hay tal. En una sociedad profundamente clasista como la nuestra, eso no existe. Históricamente, con el esclavismo la humanidad empezó a perder progresivamente la milenaria libertad que había disfrutado mientras vivió en su estado natural. La mayor parte de la sociedad perdería la libertad de que gozó mientras predominó la propiedad y el goce común de los bienes materiales, en una sociedad donde no existían ni Estado ni derecho. Una vez que fue posible generar excedentes, el hombre mismo pasó a ser propiedad de otros hombres, privado de vida personal, de derecho a familia y a participación en los asuntos públicos.

Caído el Imperio Romano de Occidente, en el Siglo V, se abrió paso una nueva sociedad, el feudalismo, donde, ciertamente, la propiedad privada sobre los seres humanos dejó de ser la característica en las relaciones de producción. Sin embargo, en esencia la suerte de los pobres no cambiaría. Los siervos de la gleba seguirían adscritos a la tierra formando parte de las heredades feudales, y pasando, con ellas, junto con los animales domésticos, de un propietario a otro. En México, los terratenientes podían perseguir con la acordada, la temible policía rural del porfiriato, a los peones insumisos que tenían la osadía de pretender evadirse de las haciendas a las que estaban atados por deudas. Los castigos corporales eran asunto cotidiano. El traslado forzoso de pueblos enteros, como los yaquis, era prerrogativa que el gobierno de los terratenientes se arrogaba.

Con la aparición del capitalismo se ha pretendido que los pueblos habrían alcanzado la cima de la libertad. Pero poco hay en realidad de qué presumir, como no sea que las cadenas se han hecho ahora invisibles y que las ataduras quedan ocultas por la apariencia de libertad. Desde las revoluciones burguesas clásicas, la libertad era una divisa, pero entendida como posibilidad para comprar y vender, para que la fuerza de trabajo pudiese desplazarse adonde fuera requerida.

Hoy, como antes, los pobres siguen perteneciendo a los señores, a los nuevos ricos, aunque a través de mecanismos más sofisticados. Ciertamente, el obrero es ahora “libre” de vender su fuerza de trabajo a quienquiera, e ir adonde le plazca para emplearse, pero no puede dejar de ser un asalariado que recibe a cambio de su trabajo no la paga completa, sino solo una pequeña parte. A lo sumo, puede cambiar de patrón, pero nunca escapar de su situación de oprimido; a diferencia del siervo de la gleba, no está obligado a permanecer como vasallo de un señor determinado, pero lo es de toda la clase de los señores.

En el advenimiento del capitalismo, en la Inglaterra de los Tudor, se promulgaron leyes terribles que castigaban con pena de muerte a los campesinos que, expulsados de su tierra, erraban por los campos como vagabundos, resistiéndose a establecerse en las ciudades como asalariados. Iguales castigos se aplicarían, a inicios del Siglo XIX, a los obreros luditas que, arrojados a la calle por la introducción de máquinas, se atrevían a destruirlas, creyéndolas la causa de sus males. En Inglaterra, los capitalistas aprobaron leyes que prohibían la salida del país de los técnicos calificados, “necesarios para la economía nacional”, considerándolos, de facto, propiedad de la clase dominante.

Pero no vayamos tan lejos. En nuestros tiempos, mediante sofisticados mecanismos de manipulación de masas, a través de la televisión, el cine y la radio, se maneja a los pueblos y se les hace “decidir” conforme los gobiernos y el capital lo necesitan, claro, siempre en la ilusión de libertad. En un país como el nuestro, con 83 millones de pobres, donde la gente no lee, con una escolaridad promedio superior apenas a la primaria y más de siete millones de analfabetos, fuente de fanatismo y violencia; donde unas cuantas familias detentan el poder, donde las grandes masas son mera escenografía en las elecciones, y donde el derecho de manifestación es perseguido y anatematizado, ¿podemos hablar de libertad? No, mientras la mayoría no pueda ejercer sus derechos por no tener dinero para pagar por ellos. El derecho en el papel no basta para garantizar su efectivo goce.

Pareciera que muy lejos quedaron los sufrimientos de las sociedades precapitalistas, pero no. Como se sabe, a los trabajadores les atormentan los horrores actuales y los del pasado. Por ejemplo, por insólito que parezca, en la Huasteca y Sierra hidalguenses, los indígenas siguen siendo víctimas de castigos corporales por parte de los caciques, y todavía, cuando se muestran indóciles, se les niega el derecho de sepultar a sus muertos en los panteones. Y subsiste aún la obligación de prestar trabajos “voluntarios”, pero a fuerzas, so pena de pérdida de derechos ciudadanos básicos. No hay ahí libertad.

Ésta llegará solo cuando todos tengamos las mismas oportunidades, como el acceso a la salud y la educación, cuando nadie carezca de lo necesario; cuando los salarios sean suficientes para garantizar a todos una vida digna. La libertad no es un ideal; demanda circunstancias económicas propicias; y no se diga que existe mientras unos vivan del trabajo de otros y se hagan ricos a sus expensas. Mientras haya seres humanos en la ignorancia, dependientes de los que sí saben, la libertad no dejará de ser una palabra huera, ah, pero eso sí, efectivísima como taparrabo de los poderosos para, en su nombre, someter a los débiles.


Escrito por Abel Pérez Zamorano

Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.


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