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Dentro de la lógica del capital, la conquista de los pueblos americanos se encuentra imbuida en “la llamada acumulación originaria”. En términos generales, este concepto hace referencia a los diferentes procesos en los que el capitalismo se apropia, de manera violenta e ilícita, de los medios de producción y consumo de una sociedad.
La apropiación original, con nacimiento y formas distintas en el capitalismo de Occidente justifica, como el “pecado original”, la existencia actual de una brecha infranqueable entre los poseedores de riqueza y los que únicamente cuentan con su fuerza de trabajo.
Marx registra de manera general dos formas de acumulación: “En la historia real, el gran papel lo desempeñan, como es sabido, la conquista, el sojuzgamiento, el homicidio motivado por el robo: en una palabra, la violencia. En la economía política, tan apacible, desde tiempos inmemoriales, ha imperado el idilio. El derecho y el ‘trabajo’ fueron desde épocas pretéritas los únicos medios de enriquecimiento, siempre a excepción, naturalmente, de “este año”. En realidad, los métodos de acumulación originaria son cualquier cosa menos idílicos”.
En el contexto latinoamericano, las dos formas de acumulación se hicieron presentes. Por un lado, el exterminio, el saqueo y el robo que sucedieron al descubrimiento y que escindieron de sus propiedades a los poseedores originales. Por el otro, y de una manera más cruel y sanguinaria aún, se explotó hasta el desahucio a los indios a través de trabajos forzados en minas y plantaciones, provocando el “genocidio” casi absoluto de una raza en menos de un siglo. El testimonio de Bartolomé de las Casas sobre lo ocurrido confirma con creces la forma en la que el capital “viene al mundo”, “chorreando sangre y lodo, por todos los poros, desde la cabeza hasta los pies” y, particularmente, la forma como irrumpió en los pueblos americanos.
“Que todos cuantos indios de todo género y edad tomasen a vida echasen dentro en los hoyos, y así las mujeres preñadas y paridas y niños y viejos y cuantos podían tomar, echaban en los hoyos hasta que los henchían traspasados por las estacas, que era una gran lástima de ver, especialmente las mujeres con sus niños. Todos los demás mataban a lanzadas y a cuchilladas, echaban a los perros bravos que los despedazaban y comían; y cuando algún señor topaba, por honra quemábanlo en vivas llamas. Estuvieron en estas carnicerías tan inhumanas cerca de siete años: desde el año de veinte y cuatro hasta el año de treinta o treinta y uno; júzguese aquí cuánto sería el número de la gente que consumirían”.
Dos argumentos fueron principalmente los escrutados en la búsqueda de legitimidad por los conquistadores. El primero aludía el nivel de civilidad de los pueblos americanos, su “salvajismo”, su barbarie, que exigía fuesen incorporados “por su propio bien” al sendero del progreso. Fueron los mismos conquistadores quienes reconocieron, más allá de elucubraciones teológicas, en principio, el nivel de desarrollo, raciocinio y civilidad de las naciones americanas. Hernán Cortés es muy claro en sus Cartas de relación: “Que entre ellos finalmente, hay toda la manera de buena orden y policía, y es gente de toda razón y concierto, y tal que lo mejor de África no se le iguala”.
La idea de hacer pasar la conquista como un acto de evangelización se encuentra presente en prácticamente todos los textos de la época. La legitimidad del genocidio y la usurpación se pretendían encontrar en las sagradas escrituras interpretadas por algunos de los teólogos de la época, pero era evidente que tras esa máscara se escondían los intereses de un capitalismo en gestación y de una nación cuya supremacía dependía directamente de las riquezas usurpadas de territorio americano.
Este “carácter cristiano de la acumulación originaria” justificó el despojo perpetrado por Occidente sobre la vida y las propiedades de los americanos. Pero más allá de la guerra de conquista y la fatalidad que consigo acarreó, se normalizó de una manera más despiadada aún la forma permanente de la llamada acumulación originaria: la explotación de la fuerza de trabajo indígena que había sido expulsada de sus tierras y a la que se le habían arrebatado todos los medios de producción y consumo, mano de obra que, aunque no era formalmente esclava, en poco o nada se diferenciaba de ésta.
Ahora bien. El fenómeno de la acumulación originaria es naturalmente un fenómeno occidental. Las leyes del capitalismo que ya imperaban en los países más desarrollados, a cuya cabeza se encontraba Inglaterra, nada tenían que ver con el proceso histórico y económico que se desarrollaba en América antes de la llegada de los invasores. El fenómeno americano continúa estudiándose como un “proceso civilizatorio”, una “entrada violenta al camino del progreso” o, en última instancia, como un fenómeno cultural producto del “encuentro de dos mundos”. Tal y como se observa en las crónicas y relaciones de la época, no existió ningún encuentro entre culturas, tampoco representó progreso alguno para la vida de los pueblos americanos. Fue una masacre develada y evidente que por más tinta que sobre ella se derrame no dejará de ser el despojo sanguinario y despiadado de una cultura industrialmente más avanzada sobre un pueblo en cuyo “descubrimiento” se efectuaba la destrucción, el robo y el aniquilamiento.
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Escrito por Abentofail Pérez Orona
COLUMNISTA