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Durante la Colonia, España nos dictaba (obviamente en su propio interés) lo que debíamos producir y lo que no, y lo que se debía estudiar. Hoy, bajo el mando de Estados Unidos (EE. UU.), mucho de aquello queda. En nuestro país, la actividad científica se halla en lamentable estado. En ciencia y tecnología, como porcentaje del Producto Interno Bruto (PIB), México destina el 0.5 por ciento, por debajo del promedio en América Latina; Brasil, 1.28 (más del doble que México); Argentina y Costa Rica, 0.63; Corea del Sur invierte 4.2 por ciento, ocho veces más que nosotros; Israel, 4.2 por ciento; Japón, 3.1; Alemania, 2.9; EE. UU., 2.7; Canadá, Francia, España y Reino Unido invierten entre tres y cuatro veces más que México; China destina el 2.1 por ciento; Rusia 1.1; Turquía, 0.88; Sudáfrica 0.8 (Fuente: Conacyt Informe General del Estado de la ciencia, la tecnología y la innovación, 2017). Por cada millón de habitantes, en EE. UU. hay cuatro mil 256 investigadores científicos y en China mil 235; en México, 244 (Banco Mundial). Como consecuencia, de ocho mil 510 patentes autorizadas en 2017, 95.2 por ciento fueron para solicitantes extranjeros; disminuyó el número otorgado a mexicanos respecto al año anterior. Para 2020, aunque hubo un ligero incremento nominal en el presupuesto, investigadores expertos en el tema señalan que, revisados todos los conceptos con cuidado, el incremento apenas sí compensa la inflación: seguimos igual. Los investigadores perciben salarios bajos y carecen de recursos indispensables para su labor.
Pero esto no es fortuito: tiene su causa en la estrategia de desarrollo instrumentada dentro del modelo neoliberal. La poca atención a la ciencia forma parte del entramado económico que sujeta a nuestro país. En el capitalismo global, las potencias dominantes imponen una división de funciones que les permita preservar su posición rectora del mundo, reservándose la generación de ciencia e invirtiendo en ella, mientras a los países de capitalismo atrasado y tardío se les limita el acceso al conocimiento, convirtiéndolos en proveedores de mano de obra abundante y barata. Es la llamada economía del conocimiento, que ha convertido la ciencia en una fuerza productiva con una potencia nunca antes vista. En nuestras universidades se rebaja el conocimiento científico impartido; total, no es fundamental para el sistema global, que tiene sus laboratorios y sus Silicon Valley en otras partes del planeta. Como consecuencia, hay en México 34 universidades públicas en crisis financiera, sobreviviendo apenas.
Los llamados derechos de propiedad intelectual, patentes, fórmulas, tecnología de punta, son mercancías de alto valor, una mina de oro en manos de trasnacionales. El monopolio de una medicina, por 10 años o más, por ejemplo, permite a la empresa que lo detenta fijar precios a su conveniencia. Dependemos en maquinaria agrícola de tecnología y diseños creados en otras naciones; México, segunda economía de Latinoamérica, no diseña automóviles; se dedica a ensamblar los creados por el oligopolio global automotriz. Necesitamos transformar nuestras materias primas mediante procesos industriales que implican conocimiento, pero nos hemos (nos han) especializado en la venta de materias primas sin transformación y de mano de obra barata y sin calificación para maquilar productos extranjeros. Necesitamos un modelo económico que dé un lugar prioritario a la ciencia como factor de crecimiento económico, de desarrollo y de soberanía nacional. Sin una base tecnológica propia no podremos tener independencia económica y política.
En este esquema, no obstante nuestras limitaciones, formamos doctores y maestros en ciencias para que gran número de ellos terminen yéndose a investigar y enseñar a países industrializados, pues aquí no disponen de suficientes percepciones y recursos para investigar. En EE. UU. viven miles de posgraduados formados en México. En la práctica, les subsidiamos la formación de cuadros científicos. Necesitamos crear y retener a nuestra fuerza científica y aplicarla como detonador del desarrollo económico; como han hecho China, Corea del Sur y otros países que nos han rebasado.
Aparte de sus implicaciones económicas, el abandono de la ciencia produce un vacío que irremediablemente llena el fanatismo, con sus secuelas ideológicas, sociales y políticas. Dice Abagnano que la ciencia es: “Un conocimiento que incluye, en cualquier modo o medida, una garantía de la propia validez [...] y es, por lo tanto, como conocimiento, el grado máximo de certeza. Lo opuesto a la ciencia es la opinión, caracterizada precisamente por la falta de garantía acerca de su validez”. Un pueblo que guíe su pensamiento por meras opiniones, por prejuicios, como hoy nos ocurre, se condena al atraso.
El conocimiento es poder (scientia potentia est). Conocer la realidad con rigor científico es condición indispensable para transformar la naturaleza y la sociedad; ciertamente, la humanidad ha conocido más rápido la naturaleza, y tarda más en dominar las leyes sociales, debido a intereses que se oponen a ello. Como dijo Einstein: “¡Triste época la nuestra! Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio”. Los defensores del orden social vigente predican que en la sociedad predominan el caos y lo singular; que no hay regularidades, tan solo actos arbitrarios, casuales y de naturaleza subjetiva. Niegan las grandes tendencias y la sujeción de la realidad a leyes que actúan tras el aparente caos. “Vemos el universo, hermosamente ordenado y funcionando rigiéndose por sus leyes, pero apenas logramos entender un poco esas leyes” (Einstein). Lamentablemente, en lugar de la ciencia florecen el irracionalismo, lo instintivo y el misticismo, como alimento espiritual social, útil ambiente para la preservación del sistema.
Con sus impuestos y esfuerzo, los trabajadores hacen posible la ciencia, pero ésta sufre la suerte de todas las mercancías: escapa al control de su creador, y frente a esa realidad, para reivindicar la ciencia y convertirla en factor de progreso, independencia y bienestar social, científicos y estudiantes deben exigir al gobierno los recursos necesarios. Los científicos forman parte de la clase trabajadora, pero aprovechando diferencias reales se pretende aislarlos de los demás: la clásica separación entre trabajo intelectual y manual; a ellos y a los estudiantes se les inculca la idea de que la ciencia, olvidando su carácter social, es una mercancía que pueden vender, en beneficio propio. Contra esta mentalidad inducida, toca a los jóvenes estudiar cada disciplina científica a profundidad, mas no para absorberse y aislarse en ella; necesitan, independientemente de su área de conocimiento, desarrollar integralmente su cultura y entender también la sociedad en que viven, para evitar convertirse en tecnócratas, a donde buscan conducirlos muchos profesores apoyados en planes de estudio diseñados para preparar mano de obra altamente calificada.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.