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En marzo de 1792 se llevó a cabo la primer reunión de la Sociedad de Correspondencia de Londres. La primera de las reglas de esta asociación, cuenta Thompson, fue: «Que el número de nuestros miembros sea ilimitado». Esta primera asamblea, en la que participaron apenas nueve hombres y celebrada entre cerveza negra y pan con queso en una taberna de Londres significaría el primer gran impulso asociativo de la clase trabajadora inglesa. Apenas algunos años después, en uno de los juicios provocados por las leyes en contra de las “trade unions”, uno de los testigos, infiltrado por el gobierno en una de las reuniones de la asociación, contaba los objetivos que había oído recitar en aquella asamblea: «Ilustrar al pueblo, mostrar al pueblo la razón, el fundamento de todos sus sufrimientos: cuando un hombre trabaja durante treinta o cuarenta horas [...] y no puede mantener a su familia; eso es lo que yo entiendo, mostrar al pueblo el fundamento de eso; por qué no pueden hacerlo.». El testimonio, recogido en desordenadas palabras, revelaba la esencia de estas organizaciones y significó, entonces, la condena del enjuiciado.
Durante la última década del siglo XVIII y la primera del XIX, la historia dio un giro radical al sustituir el viejo sistema de producción artesanal y manufacturero por el nuevo sistema industrial; el viejo telar por la “jenny” y la “mule”. Este sistema, que tenía como fundamento el nuevo desarrollo de la ciencia aplicado a la producción, contenía in peto, nuevas relaciones sociales de producción y, por lo tanto, nuevas formas de vida y de organización política y social. Esta reestructuración, que durará aproximadamente medio siglo, dio origen a dos clases sociales al principio poco diferenciadas, pero con el paso de los años, y con el triunfo contundente de la revolución industrial, cada vez más antagónicas y alejadas una de otra: la clase obrera y la burguesía. Dada la oposición de intereses, las contradicciones y diferencias que entre ellas existía y, sobre todo, el uso de la maquinaria política y el Estado para garantizar el desarrollo y progreso de la burguesía a costa del sufrimiento y degeneración del proletariado; la clase trabajadora se vio obligada, orillada prácticamente, a buscar formas de defensa y resistencia ante su nuevo gran antagonista. Las asociaciones obreras en Inglaterra, a las que nos hemos referido antes, son los primeros destellos de una llamarada que no tardaría en propagarse por toda Europa. Al principio, impregnadas de jacobinismo y metodismo religioso, estas organizaciones aprendieron, después de atravesar por una escuela sangrienta de casi cien años, a desarrollar formas de lucha cada vez más efectivas. Después de hazañas heroicas, aunque atroces y sanguinarias, como las revoluciones de 1848 o la Comuna de París de 1871, el siglo XX recibió a la clase obrera más fortalecida y estructurada, superando incluso las formas de lucha economicista y sindicalista, dispuesta a dar la batalla por la conquista del poder político. Las organizaciones obreras surgen en torno a la fábrica, son efecto de la industrialización y su organización estaba íntimamente relacionada con la cada vez más acelerada acumulación del capital, que organizaba no sólo la producción en torno al monopolio, sino, a su vez, a miles de obreros y trabajadores antes dispersos alrededor de un solo centro de trabajo.
La Revolución Rusa, en medio de una disputa antropofágica entre la burguesía internacional, se erigió como muestra fehaciente de las posibilidades de triunfo para la clase obrera. Era la primera gran victoria política del trabajo sobre el capital. Sus bases, la estructura sobre la que se edifica el triunfo bolchevique de 1917, eran precisamente los consejos obreros, los sóviets. El Domingo Sangriento de 1905, en el que perecieron miles de elementos de la incipiente y todavía poco estructurada clase obrera, fue el primer impulso de una revolución que se ordenó desde el principio sobre la organización de estos consejos. La labor de los bolcheviques, de 1905 a 1917, consistió en organizar, educar y disciplinar una fuerza que el sistema de producción industrial había creado y hasta cierto punto sistematizado. Con el triunfo de la Revolución y la crisis provocada por las guerras, los sóviets no tardaron en hacerse atractivos y propagarse por gran parte de Europa. “En enero de 1918, el Imperio austrohúngaro conoce una huelga general de considerable amplitud. Unos meses más tarde, diversas repúblicas son proclamadas en la propia Austria-Hungría y en Alemania. En noviembre de 1918, asqueada por los horrores de la guerra e influida por la revolución bolchevique de Petrogrado, una parte importante de la población desea ir más allá. Una de las principales manifestaciones de esa radicalización es la aparición y espectacular desarrollo de esos consejos. En Budapest, durante unas semanas, el poder lo ejerce incluso un Gobierno “soviético” liderado por Bela Kun, ferozmente reprimido por fuerzas contrarrevolucionarias llegadas sobre todo desde Rumania”. (Jean-Numa Ducange).
El siglo XX presenció la proliferación de consejos obreros y organizaciones similares en cada lugar en el que la industria ponía los pies. América Latina, Asia, e incluso África, se sumaron a una forma de colectivismo proletario que no tardó en poner en serios predicamentos al Estado, obligándolo a hacer cada vez más concesiones, sobre todo, una vez terminada la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, en la misma medida en que el capital industrial cedía terreno al capital financiero, el poder de los consejos obreros se fue diluyendo. Los sindicatos pasaron a manos de “la patronal”, los obreros vieron como el antagonismo entre trabajador y patrón se desplazaba al seno de su organización, por la competencia a la que la disminución de los puestos de trabajo los sometía. Sin principios y sin bandera, una vez “derrotada” la gran república de los “sóviets”, los consejos obreros fueron sólo un fantasma que recordaba el poder y la fuerza de una era dorada. La llegada de Thatcher y Reagan al poder, la instauración del neoliberalismo que predicaba división, individualismo y egoísmo en su estado más puro, fue un golpe del que hasta ahora la clase trabajadora no ha terminado de recuperarse.
¿Qué le quedó a los trabajadores una vez que les fue arrebatada la conciencia y el poder de organización? No fue ya necesaria la publicación de “Combination Acts” que prohibieran asambleas y reuniones; tampoco parecía necesario negociar con los pocos sindicatos en pie, estos pertenecían al poder y en todo caso su tarea era ahora reprimir cualquier inconformidad o síntoma de organización en la fábrica. El pueblo, la gran “masa” de los trabajadores vivía atomizada, había abandonado el colectivismo, la organización y el apoyo mutuo; le enseñaron a odiar todo lo que sonara a comunismo, y el rojo, como a los toros, lo enfurecía. Así, la fuerza del capital, a la que pertenece menos del 10% de la población mundial, pudo proclamar sobre el trabajo, que agrupa a más de seis mil millones de seres, una victoria temporal, pero contundente.
¿Significa esto que toda posibilidad de recuperar terreno está perdida? ¿Ha quedado la clase trabajadora, una vez desarticulada y desmembrada por el poder del neoliberalismo, sin opciones? De ninguna manera. Ahora la lucha se ha desplazado a un nuevo terreno, la táctica tiene que variar, pero la estrategia continúa siendo la misma. La única salida consiste, hoy, en la lucha directa por el poder político. Las barricadas son ahora una forma de lucha obsoleta, la reyerta callejera, característica del siglo XIX, ha pasado la historia. El arma, la herramienta única de las clases trabajadoras de nuestro tiempo, es, sin duda, la lucha democrática, la organización consciente de las “masas” por la conquista del Estado, más allá de que las reformas económicas continúen siendo un medio válido de concientización. No ha desaparecido la contradicción entre capital y trabajo. Ya Engels lo señalaba en 1895 y su planteamiento no ha perdido vigencia: “Para que las “masas” comprendan lo que hay que hacer, hace falta una labor larga y perseverante [...] El trabajo lento de propaganda y la actuación parlamentaria se han reconocido también aquí como la tarea inmediata del partido.” Hoy, más que nunca, nuestro lugar está con el pueblo.
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Escrito por Abentofail Pérez Orona
Licenciado en Historia y maestro en Filosofía por la UNAM. Doctorando en Filosofía Política por la Universidad Autónoma de Barcelona (España).