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El apoyo por parte de algunos mexicanos a la amenaza del presidente Donald Trump para que tropas de su país intervengan en México para eliminar a los cárteles de droga demuestra un oprobioso sometimiento ideológico. Si fuesen más rigurosos con la lógica advertirían la incongruencia: Trump quiere ayudar a México, pero también promueve el discurso de odio y las deportaciones masivas contra los inmigrantes mexicanos; quizás alguien se consuele al pensar que aun así nos conviene, aunque sea como efecto secundario de sus intereses de seguridad; valdría la pena cuestionar entonces el comportamiento del ejército de Estados Unidos (EE. UU.) en los países donde ha intervenido.
Por principio, aclaremos que la guerra para este imperio es un incentivo de crecimiento económico; la muerte y la violencia son fuente de dinero, por eso tienen el número de invasiones más grande en el último siglo y han instalado bases militares en más de 70 países. Sus guerras no son por democracia y paz, sino por ganancia para su oligarquía: no se rigen por el respeto a los derechos humanos.
Pruebas: durante la guerra de Vietnam (1955-1975) perpetraron la Masacre de My Lai (1968), asesinando a más de 500 civiles desarmados, incluyendo mujeres, niños y ancianos. En este país, el ejército norteamericano también usó armas químicas (“agente naranja”), causando graves daños ambientales y de salud a los vietnamitas: malformaciones congénitas y cáncer.
En 2004, durante la Guerra de Irak (2003-2011), cometieron abusos contra los prisioneros iraquíes en la cárcel de Abu Ghraib: maltrato, tortura, golpes, desnudez forzada y posiciones estresantes; cientos de miles de civiles iraquíes murieron como consecuencia directa o indirecta de la invasión y la ocupación. Lo mismo ocurrió en Afganistán (2001-2021): ataques aéreos mataron a miles de civiles inocentes. Un caso notable fue el bombardeo de un hospital de Médicos Sin Fronteras en Kunduz, en 2015. Durante su guerra contra “el terrorismo”, miles de prisioneros fueron trasladados ilegalmente a países donde se practicaba la tortura. Sus ataques con drones en países como Pakistán, Yemen y Somalia asesinaron a miles de civiles, incluyendo niños.
En América Latina, EE. UU. respaldó a regímenes militares en países como Chile, Argentina y Guatemala, que cometieron graves violaciones a los derechos humanos, incluyendo torturas, desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales. En Nicaragua y El Salvador, el ejército estadounidense apoyó a grupos paramilitares acusados de crímenes de guerra. Durante la invasión de Panamá, en 1989, se estima que murieron cientos de civiles en bombardeos y operaciones militares.
En Cuba mantienen la prisión de Guantánamo, donde existe el trato inhumano a los detenidos: privación del sueño, exposición a temperaturas extremas, waterboarding (simulacro de ahogamiento), tortura, aislamiento prolongado y falta del debido proceso; muchos fueron capturados sin pruebas concretas y permanecieron encarcelados durante años sin cargos.
La lista de denuncias es infinita; todas ellas han sido respaldadas documentalmente por organizaciones internacionales como Amnistía Internacional, Human Rights Watch y las Naciones Unidas. Sin embargo, en la mayoría de los casos, los responsables no han enfrentado consecuencias significativas.
¿Este balance coloca a los yanquis como defensores incuestionables de los derechos humanos en el mundo? ¿Todo este accionar militar generó paz o sólo sirvió para salvaguardar o fomentar sus intereses políticos y económicos? ¿En México nos esperaría una suerte diferente?
En nuestro país existe una impunidad grotesca; las autoridades están rebasadas para atender todos los delitos y, en particular, castigar violaciones a los derechos humanos; ante el posible escenario de una presencia militar norteamericana, ¿las autoridades podrían sancionar los posibles abusos y excesos de este ejército? ¿Qué pasaría si ocasionaran cuantiosos daños colaterales, muerte de civiles por ataques fallidos por error o negligencia?
Estos cuestionamientos no buscan concluir que es mejor dejar las cosas como están; sólo aguzar el sentido crítico y descartar salidas “mágicas”, adjudicando cándidamente el papel de héroe al país que ha fincado su poderío mediante el sometimiento, saqueo e intervención militar. Tiene razón la Presidenta cuando dice que el combate al narcotráfico requiere de la mitigación masiva del consumo de estupefacientes en los EE. UU., pero le falta agregar como factor determinante el combate a la impunidad, tanto allá, como aquí; y que dicha impunidad de altísimo impacto supone una colusión estrecha entre los jefes de estas organizaciones criminales con figuras importantes de la política y de la gran burguesía, tanto mexicana como estadounidense.
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Escrito por Marco Antonio Aquiáhuatl
Columnista