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La proliferación de canciones, series televisivas y otras expresiones culturales centradas en el narcotráfico no es la causa última del terror asociado a este fenómeno, sino un producto derivado de las condiciones históricas y socioeconómicas particulares de México. Su popularidad masiva, especialmente entre los jóvenes, actúa como un síntoma de una marginación multifacética que abarca no solamente lo económico, sino también lo educativo y cultural.
Una encuesta del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi, 2020) reveló que el 40 por ciento de los jóvenes mexicanos de entre 15 y 24 años consumen contenido relacionado con el narcotráfico, ya sea a través de música, series o películas. El mismo estudio indica que un 25 por ciento de ellos considera que los personajes del narcotráfico encarnan “éxito” y “poder”. Los narcocorridos y narrativas similares se han convertido en una suerte de pseudoépica contemporánea que exalta a figuras delictivas como “héroes” alternativos. Según un estudio de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM, 2020), el 35 por ciento de los jóvenes en zonas marginadas percibe al narcotráfico como una “opción laboral viable”. Esta idealización no es fortuita: en comunidades sumidas en la exclusión, estos personajes se erigen como modelos aspiracionales dentro de un sistema que les niega oportunidades. La presión del mercado, que glorifica el consumo ostentoso y el poder, refuerza esta dinámica. Así, el trabajador vinculado al narcotráfico encuentra en ese mundo ilegal una ilusión de agencia, una ruptura simbólica con la vulnerabilidad cotidiana. En contextos de precariedad extrema, el narco se normaliza como parte del entramado social, y su cultura se consume de forma acrítica, sin que las audiencias jóvenes perciban plenamente la violencia que subyace.
La masificación de este contenido responde también a la lógica mercantil de la industria del entretenimiento. Los conglomerados mediáticos explotan un mercado lucrativo, alimentado precisamente por la marginalidad que dicen denunciar. La inversión en plataformas digitales, televisión y radio amplifica su alcance, perpetuando un círculo vicioso: a mayor pobreza, mayor consumo; a mayor consumo, mayor normalización. Según un estudio de Statista (2021), los géneros musicales asociados a la narcocultura, como los narcocorridos, registran un crecimiento anual del 10 por ciento en plataformas de streaming. En YouTube, por ejemplo, canciones como El Güero Palma de Los Tucanes de Tijuana superan los 100 millones de reproducciones, lo que evidencia su amplia aceptación. Asimismo, series como Narcos: México (Netflix) fueron vistas por más de 30 millones de usuarios en su primera temporada, según datos de la plataforma (2018).
La raíz del problema tiene dos caras: por un lado, la pobreza estructural inherente al capitalismo, que excluye a millones de la economía formal; por otro, la impunidad estatal que permite el auge del crimen organizado. El narcotráfico genera aproximadamente 29 mil millones de dólares anuales en México, según estimaciones de la DEA (2021), lo que equivale al dos por ciento del PIB nacional. Además, el lavado de dinero relacionado con esta actividad representa el 3.5 por ciento del PIB, de acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI, 2020). Es ingenuo pensar que este jugoso y gigantesco negocio opere al margen de las élites económicas y políticas: requiere complicidades en sectores como el transporte, la banca y los aparatos estatales, lo que pone en evidencia su entrelazamiento con el poder. Un informe de Transparency International (2022) sitúa a México en el puesto 124 de 180 en el Índice de Percepción de la Corrupción, subrayando la complicidad de funcionarios públicos con el crimen organizado. Entre 2006 y 2021, más de 500 funcionarios de alto nivel fueron investigados por vínculos con el narcotráfico, según datos de la Fiscalía General de la República (FGR).
En este contexto, el asistencialismo gubernamental –utilizado con frecuencia como herramienta electoral– resulta insuficiente para generar empleos dignos, dejando al narcotráfico como un “empleador” forzoso. Así pues, la retórica de la “guerra contra el narco” en México y Estados Unidos se muestra contradictoria, pues, lejos de erradicarlo, el fenómeno se expande geográficamente. Hoy, pocas regiones escapan a su influencia. La cultura narco, lejos de ser una anomalía, es la expresión cultural de un narco-capitalismo globalizado en el que las fronteras entre lo legal y lo ilegal se difuminan. Sus consecuencias –violencia, corrupción, descomposición social– no son fallos del sistema, sino resultados lógicos de un orden que prioriza el lucro sobre la dignidad humana.
En conclusión, “combatir” esta cultura exige ineluctablemente abordar sus raíces: la desigualdad, la colusión institucional y un modelo económico que naturaliza la exclusión. Mientras persista la ecuación “marginación + impunidad = negocio”, el fenómeno continuará mutando, pero nunca desaparecerá.
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Escrito por Marco Antonio Aquiáhuatl
Columnista