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Uno de los rasgos más característicos de la política cultural neoliberal es un fenómeno que podríamos llamar “decadencia institucional”. Las instituciones gubernamentales o públicas, antes figuras rectoras de la oferta de bienes y servicios culturales, comienzan a quedar a la zaga frente a otros agentes culturales (en el caso de México, frente a los proyectos independientes y, en mucha menor medida, frente a los grandes capitales privados). A pesar de que ejercen un enorme presupuesto, éste se sigue reduciendo, con lo cual las instituciones comienzan lentamente a perder impulso y a estar menos preparadas frente a las problemáticas actuales del sector; no identifican a tiempo los problemas, sus proyectos pierden continuidad, sus acciones son tímidas y erráticas… hoy asistimos a la fase final de ese proceso que inició hace varias décadas y que ha sido vertiginosamente profundizado en los últimos años.
Esta decadencia no implica simplemente que las instituciones hagan menos, sino que hacen peor: operan desde una lógica rutinaria, donde las prácticas administrativas sustituyen a la visión cultural, y donde el gesto simbólico-mediático-político ocupa el lugar de las verdaderas acciones que inciden y que transforman. La política cultural se vuelve ceremonial. Los funcionarios ya no son agentes con proyecto, sino administradores de inercias. Esta deriva no ocurre por negligencia individual, sino por el desplazamiento sistemático de la responsabilidad cultural hacia modelos de gestión importados del mundo corporativo: informes de resultados, convocatorias competitivas, indicadores de desempeño, marketing institucional. Así, las instituciones se van volviendo inmunes a la crítica, porque ya no responden a preguntas culturales sino a requerimientos burocráticos. De ser puntos de encuentro con una visión plural y autocrítica, pasan a jugar un rol monopólico y centralizador, a ejercer un discurso unidireccional más o menos impositivo.
En ese contexto, los proyectos independientes no emergen simplemente como una alternativa, sino como una necesidad. Son los únicos capaces de responder con agilidad, de ensayar formas nuevas de organización, de actuar en zonas donde el Estado ha desistido. Pero este desplazamiento de funciones no ocurre acompañado de una redistribución justa de recursos. Más bien, se espera que los proyectos independientes hagan lo que hacían antes las instituciones, pero sin el presupuesto, sin el tiempo y sin las condiciones laborales adecuadas. En ese sentido, la política cultural neoliberal también es una política de precarización estructural: reproduce la ficción de un ecosistema “diverso y autónomo”, cuando en realidad traslada el peso de la producción cultural a sujetos cada vez más vulnerables en lo laboral y en lo económico.
Por eso no basta con señalar el deterioro institucional; es necesario imaginar otros marcos para la acción colectiva. No se trata de sustituir al Estado, ni de idealizar lo independiente como una forma pura. Lo que está en juego es algo más complejo: la reconstrucción de un horizonte público para el arte en donde las instituciones puedan volver a ser espacios de articulación, y no de control; donde se entienda que la cultura no se administra, sino que se cultiva; donde los proyectos independientes no sean los parches de un sistema fallido, sino los interlocutores legítimos de una política cultural verdaderamente democrática, inclusiva y plural.
Si la decadencia institucional es ya un hecho, entonces el desafío es doble: resistir su inercia y esbozar los principios de algo distinto. Algo que no sea ni el mercado ni el Estado burocrático –ambos, modelos que han demostrado ya históricamente su incapacidad–, sino una forma nueva de lo público.
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Escrito por Aquiles Lázaro
Licenciado en Composición Musical por la UNAM. Estudiante de la maestría en composición musical en la Universidad de Música de Viena, Australia.