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La promesa del desarrollo ha sido la piedra angular de todas las dimensiones de la arquitectura del sistema internacional. Desde la Guerra Fría, el imaginario colectivo fue alimentado con el discurso del desarrollo como derecho y destino de los países. Sin embargo, tanto el discurso como las instituciones encargadas de promoverlo y materializarlo fueron tajantes en su postura: la existencia de un único camino a un único modelo de desarrollo.
La receta para el desarrollo no solo requería de los principios económicos del capitalismo, el libre mercado y las sugerencias del Consenso de Washington, sino que también requería de la adhesión a los valores occidentales, es decir, el constructo del Estado moderno occidental, el modelo democrático occidental, el respeto a los valores humanos occidentales, las maneras occidentales, etc. Cualquier país que se saliera de estos parámetros era considerado un país bárbaro, incivilizado, inviable o en transición, como era el caso de los países en vías de desarrollo que tomaban otros caminos, como el comunista, que no solo eran bloqueados y saboteados internacionalmente por su decisión, sino que además se asumía que, en algún momento, tarde o temprano, entenderían que el camino al desarrollo era el propuesto por Occidente. De esta manera, el derecho y el destino de los países se convirtió en un eficiente mecanismo coercitivo.
En este contexto, que el país más poblado de la tierra, que en 1976 se encontraba a la par o por debajo de la mayoría de los países en vías de desarrollo, bajo el liderazgo del Partido Comunista de China, utilizando su modelo económico particular denominado economía de mercado socialista, dándole prioridad a los derechos colectivos sobre los individuales, haya logrado en 40 años el destino del desarrollo, no solo pone en evidencia que hay más de un camino posible para lograrlo, sino que además inevitablemente debería llevarnos a cuestionar si efectivamente la arquitectura global para el desarrollo es acertada e imparcial.
Las cifras no mienten. Según el Banco Mundial, la economía de China se expandió a una tasa promedio del 9,5 % durante los últimos 40 años. El PIB aumentó de 367.900 millones de yuanes en 1978 a 82,71 billones de yuanes para 2017, mientras que el PIB per cápita creció 22,8 veces en el mismo periodo. Para 2010, China ya se había consolidado como la segunda economía más grande del planeta, para 2017 ya había reducido la tasa de pobreza rural de 770 millones de personas a 30,46 millones, logrando para 2021, a pesar de la crisis global por la pandemia, eliminar la pobreza extrema, que era el objetivo para el centenario de la fundación del Partido Comunista de China.
La postura de Occidente durante todo este proceso ha sido principalmente arrogante, no hay otra forma de describirla. Siempre dudando y criticando cada paso del proceso, ha intentado demeritar y poner en duda la contundencia de la realidad de los logros de la República Popular China. Incluso hoy en día, Estados Unidos claramente está esforzándose por sabotear el desarrollo del país asiático por todos los medios posibles, mientras se continúa con el discurso que nos invita a enfocarnos más en los problemas, diferencias y retos que todavía siguen pendientes por superar en China, que en reconocer lo que ha hecho bien. Esto no es casual, pues la paradoja del crecimiento de China es que no es algo peligroso para el sistema internacional, sino que pone en evidencia que el derecho y el destino del desarrollo no es la motivación real de los países desarrollados y su plataforma de instituciones internacionales.
Dicho de forma más directa, pone en evidencia que, en el sistema hegemónico liderado por Estados Unidos, el desarrollo solo es un derecho siempre y cuando no ponga en peligro el statu quo, de manera que el destino no es el desarrollo de los países, sino la conservación de la supremacía del poder de los países desarrollados. En este contexto, el desarrollo de China es entendido por estos países como un peligro para su hegemonía, pero quieren convencernos de que es un peligro para todos, cuando en realidad es todo lo contrario.
China y el mundo
En la medida que el modelo de desarrollo de China se consolida va evolucionando, haciendo evidentes no solo el éxito de los diferentes mecanismos para lograrlo, sino también las particularidades en términos del concepto de desarrollo, de la importancia del compromiso del Gobierno con la garantía del bienestar de la población asegurando sus derechos materiales, la transición del crecimiento económico al desarrollo sostenible y cómo se entiende la relación con el mundo, por nombrar algunas.
Este último punto es fundamental. China lo ha explicado en sus discursos oficiales y semioficiales de forma clara, y la coherencia entre el discurso y la realidad es, hasta ahora, bastante alta. Si bien tendemos a esperar que los nuevos poderes se comporten como se comportaron los poderes tradicionales, algunos conceptos que son pilares de la política exterior china nos demuestran que, detrás del poder y de las formas de utilizarlo, puede haber intereses y comprensiones distintas. Analizando tres conceptos claves, podemos entender no solo que China no es un poder tradicional, sino que su desarrollo significa grandes cosas para el mundo.
El primer concepto es el de la relación entre China y el mundo. “China necesita del mundo, y el mundo necesita de China”. Esta frase fue primero acuñada por el presidente Hu Jintao, ahora Xi Jinping la ha llevado a niveles más trascendentales. Básicamente resalta un punto básico pero difícil de entender desde Occidente, que es la inquebrantable relación entre el bienestar individual y el bienestar de la comunidad. El modelo de China no puede salir adelante sin los recursos, los mercados y las relaciones con los otros países. De la misma manera, el mundo necesita del motor económico y de la innovación china para desarrollarse.
El contraste aquí es total. En un sistema hegemónico mantener la supremacía del poder es el objetivo. Además, hablamos de un poder de suma cero, es decir, si otro actor logra un poco más de poder, se asume automáticamente que el hegemón tiene menos poder. Eso significa que lo que el hegemón necesita del mundo es que no se desarrolle. Mientras que en el caso de China, le conviene un mundo donde cada vez sean más los países que logran buenos niveles de desarrollo, pues así puede garantizar relaciones más sólidas y fructíferas, así como garantizar las cadenas de valor y de suministro necesarias para sostener su modelo a largo plazo.
El segundo concepto es el del “destino común del desarrollo”. Este concepto es la base sobre la cual el Gobierno de Xi Jinping ha planteado la arquitectura de las relaciones con los demás países. Interpretarlo tiene dos caras. Por un lado, es la ratificación del principio básico que es el derecho que tienen todos los países de desarrollarse, dado que es la forma de garantizar el bienestar de su población. En este sentido, es evidente una crítica al sistema internacional tradicional, pues resalta que en ese sistema los países desarrollados se han apropiado de los frutos del desarrollo, afectando con esto el desarrollo de los demás países.
Por otro lado, es la explicación que sustenta proyectos tan importantes como la Iniciativa de la Franja y la Ruta, pues al poner el desarrollo como un destino común en el que todos los países deben encontrarse, China se compromete con compartir los frutos del desarrollo con absolutamente todos los países. (En la visión china no hay enemigos o aliados declarados, sino sociedades que se van creando, de manera que nadie está excluido de las iniciativas para el desarrollo que China promueve). Esto es también un voto de confianza en que, en la medida que cada país logre su propio destino del desarrollo, el sistema internacional será más armónico y la guerra sería más costosa que la salida negociada de los conflictos. Las instituciones multilaterales que China apoya o ha creado bajo este principio, demuestran el nivel de compromiso con este concepto.
El último concepto que destacaremos es el de la “civilización ecológica”, que es la directriz de todas las políticas internas y externas del país en este momento. También es un concepto que resalta lo evidente. Si no se desarrolla una cultura sostenible y se contiene el daño al medio ambiente, nada de lo que se está haciendo tiene sentido, pues todos habitamos este planeta y del bienestar del planeta depende el bienestar de todos. Este concepto permea trasversalmente todas las facetas del modelo actual de desarrollo de China. Además de ser el país que más invierte en este momento en generar energías limpias, todo el proyecto de innovación tecnológica está enfocado en este fin: lograr el balance entre la sostenibilidad ambiental y el desarrollo global. Esto contrasta también con las políticas de países como Estados Unidos, donde el énfasis está en la supremacía militar y la búsqueda del control global.
Lo que no podemos dejar de ver
El desarrollo de China en los últimos años ha representado el 95 % de la reducción de la pobreza global. Eso significa que un incremento significativo de la calidad de vida y el bienestar de más de 800 millones de seres humanos ha sido el resultado del esfuerzo mancomunado del Partido Comunista de China y la nación china. Como humanidad, no podemos ni demeritar ni dejar de celebrar este logro.
Claramente el proceso no ha terminado. Los retos continúan, la pobreza no ha sido eliminada del todo, el desarrollo sostenible está aún por consolidarse y los nuevos reclamos sociales deberán ser escuchados y solucionados de forma justa por el Gobierno. Pero esto no significa que dejemos de ver y valorar el camino que con los triunfos del país asiático se abre para los países en vías de desarrollo.
China nos ha mostrado que se pueden seguir caminos distintos. Nos ofrece además su apoyo y amistad no coercitiva, y está dispuesta a compartir los frutos del desarrollo mediante proyectos como la Iniciativa de la Franja y la Ruta, la cooperación Sur-Sur y el principio que aún necesita consolidarse del ganar-ganar. No solo es más probable que los avances tecnológicos que nos lleven a un destino común y sostenible del desarrollo sean desarrollados por este país, sino que ahora la posibilidad de que distintos caminos y conceptos de desarrollo tengan cabida en el sistema internacional abre la puerta a otras posibilidades de coexistir armónicamente en este planeta.
El desarrollo de China significa cosas mucho más trascendentales para el mundo de las que nos hemos permitido ver. Para poder aprovecharlas sería más sabio fluir con las inevitables transformaciones del sistema internacional, generando las dinámicas de accountability y cooperación correspondientes, en lugar de pelear al costo que sea por mantener un statu quo que ya no es sostenible.
*Lina Luna es sinóloga, internacionalista y docente investigadora de la Universidad Externado de Colombia.
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Escrito por Lina Luna*
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