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El gran erudito y crítico ruso N. Chernichevski decía: “No existe una realidad abstracta: la realidad es siempre concreta”. Esta sentencia resume uno de los principios esenciales del pensamiento dialéctico, el cual exige que cualquier investigación se aferre al plano de lo concreto, en lugar de apelar a la abstracción “o una cosa u otra”. Y, si esto es cierto para la realidad en general, con mayor razón lo es para la moral. Si la realidad es concreta, también la moral debe serlo, lo que significa que no podemos hablar de una moral válida para todas las épocas, todos los pueblos y todas las circunstancias.
Pero, ¿por qué? Al hablar de la moral, no podemos caer en el error de considerarla como una verdad abstracta y eterna. La moral, al igual que la verdad, es siempre concreta, y su estudio debe evitar caer en el pensamiento metafísico. A lo largo de la historia, muchas teorías morales han tratado de ser universales. Pero la historia ha mostrado, asimismo, que las teorías morales que intentan ser absolutas, aplicables a todo tiempo y circunstancia, han fracasado en la práctica. El imperativo categórico de Kant, por ejemplo, que pretendía ser una norma moral válida en todas las situaciones, fue incapaz de enfrentarse a la realidad concreta. Este tipo de principios absolutos son impotentes cuando se enfrentan a la realidad concreta y, se vuelven “tanto más categóricos cuanto menos universales”, porque cuanto más tratan de abarcar, más fallan en la práctica.
Ahora bien, el abstraccionismo o ahistoricismo moral ha seguido, al menos, dos grandes direcciones. Por un lado, se ha buscado el origen de la moral en un ser trascendente, como Dios, quien sería la fuente de las verdades morales eternas. Por otra parte, se ha tratado de encontrar el origen de la moral en una supuesta esencia humana inmutable, una suerte de “sentido moral” inherente a todos los individuos. Esta segunda orientación, sin embargo, no es más que una “teología natural”: el concepto de naturaleza humana no constituye, en efecto, sino un pseudónimo filosófico de Dios. Tanto la moral basada en un ser trascendente como la que se apoya en una esencia humana eterna ignoran al ser humano real que vive en una sociedad históricamente determinada.
La moral abstracta no se refiere al ser humano concreto, sino a una abstracción; ignora las condiciones históricas y sociales del ser humano y, por lo tanto, no puede aplicarse a la vida real. La moral eterna que postulan algunas corrientes filosóficas no toma en cuenta que la moral surge precisamente de los antagonismos que aparecen con la división de la sociedad en clases y con la propiedad privada. Por tanto, no puede haber una moral separada de la realidad social. De hecho, se puede afirmar que la vida moral, propiamente dicha, sólo surge en una sociedad dividida en clases, con la aparición de la propiedad privada. El ahistoricismo moral, al pretender una moral por encima de las clases, termina por caer en una ilusión, negando que la moral está condicionada por la historia y la lucha de clases.
En última instancia, tal como advertía Chernichevski, la realidad es siempre concreta y, por tanto, nuestras decisiones morales también deben serlo. Aplicar principios abstractos a situaciones concretas sólo nos lleva a errores. La moral, como cualquier otra dimensión de la realidad, debe estar enraizada en las circunstancias históricas y sociales específicas, si queremos evitar las trampas del ahistoricismo. Es precisamente por esta razón que no podemos aplicar principios abstractos y eternos a situaciones concretas.
En suma, la moral no es una cuestión de principios abstractos e inmutables. Es una cuestión de historia, de contexto, de sociedad. La advertencia de Chernichevski sigue siendo válida: “La realidad es siempre concreta”, y la moral, si quiere ser útil y justa, también debe serlo.
El gran erudito y crítico ruso N. Chernichevski decía: “No existe una realidad abstracta: la realidad es siempre concreta”.
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Escrito por Miguel Alejandro Pérez
Maestro en Historia por la UNAM.