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Este nueve de noviembre se cumplirán 30 años de la caída del Muro de Berlín, y las grandes expectativas que los vencedores formularon respecto al futuro de esa región europea se han desvanecido; y hoy más que en ninguna otra época, la desilusión y la desesperanza parecen regir en gran parte de la humanidad.
A tres décadas de la “unificación” es posible hablar de los grandes problemas de nuestra época, de sus causas y de las soluciones que los dueños reales del mundo pretenden esconder bajo la tierra o desprestigiar con infames descalificaciones. La caída del Muro de Berlín representa “el fin de una época” que se inició con la Primera Guerra Mundial y que “había cobrado forma bajo el impacto de la revolución rusa de 1917”.
Para comprender el sentido completo de este acontecimiento, es preciso remontarnos a su origen y al proceso, mediante el cual se concretó un suceso de grandes alcances.
La I Guerra Mundial y la irrupción del socialismo
Antes de 1914 no había habido ninguna guerra mundial. Los conflictos entre los grandes imperios habían tenido lugar sobre todo en sus colonias y aunque era innegable el carácter imperialista de las conquistas, desde el descubrimiento de América y la conformación del mundo moderno ninguna de sus disputas fue directa como sucedió en la gran guerra.
En esta se enfrentaron dos grandes bloques: la Triple Alianza, conformada por Alemania y Austria, Hungría y posteriormente el Imperio otomano y Bulgaria; y la Triple Entente, integrada por el Reino Unido, Francia, el Imperio Ruso, países a los que se sumaron Estados Unidos y Japón. El afán imperialista fue, sin lugar a dudas, la causa que desencadenó el que entonces fue considerado el más grande conflicto bélico de la historia.
No es momento para desentrañar a fondo el proceso acaecido entre 1914 y 1918, aunque resulta fundamental conocer su razón de ser para comprender los acontecimientos que más tarde se desencadenaron. Para ello, sirva como referencia la clara explicación de Lenin que, desde Rusia y bajo el dominio del imperio zarista, dio sobre las causas de este fenómeno:
“Se verá que durante decenios, casi desde hace medio siglo, los gobiernos y las clases dominantes de Inglaterra, Francia, Alemania, Italia, Austria y Rusia practicaron una política de saqueo de las colonias, de opresión de otras naciones y de aplastamiento del movimiento obrero. Y esta política precisamente, y sólo ésta, es la que se prolonga en la guerra actual […] Basta considerar la guerra actual como una prolongación de la política de las ‘grandes’ potencias y de las clases fundamentales de las mismas para ver de inmediato el carácter antihistórico, la falsedad y la hipocresía de la opinión según la cual puede justificarse, en la guerra actual, la idea de la ‘defensa de la patria" (V. I. Lenin, El socialismo y la guerra).
En el contexto de confrontación entre las grandes potencias imperialistas en el mundo entero surgió o resurgió para expresarnos correctamente en términos históricos, el socialismo que durante el siglo XIX, principalmente en las revoluciones de 1848-49 y en el corto pero significativo periodo de la Comuna de París, había librado ya sus primeras batallas contra la burguesía occidental.
Uno de los efectos que más lamentaron las grandes potencias una vez terminada la gran guerra fue la emergencia del socialismo ruso como expresión de las grandes carencias y desilusiones que por más de un siglo había sufrido una clase, todavía en gestación, en Rusia (el proletariado) que, unificada con otros sectores sociales y por el desgaste y la descomposición generada por la guerra, despojó de las ilusiones que in petto algunos estratos de la clase en el poder aún acariciaban por mantener vigente su sistema.
La Revolución Rusa, iniciada en octubre de 1917, elevó al poder a una nueva clase que hasta entonces, quitando las heroicas embestidas de 1848 y 1871, se había limitado a resistir la opresión de una burguesía que ya había cumplido su papel revolucionario en la historia. La gran gesta encabezada por V. I. Lenin cambió de manera definitiva la forma de ser y entender el mundo, sobre todo en una clase que hasta entonces dudaba todavía de su capacidad de razón y fuerza.
El impacto de una nueva forma de conocer y transformar el mundo, cimentada en los principios del socialismo científico, en cuya cabeza se hallaban los fundamentos emanados del marxismo, cimbró en lo más profundo la conciencia y la política universal, a tal grado que a partir de entonces y, sobre todo a raíz de la Segunda Guerra Mundial, cambió de manera radical y definitiva la configuración social, económica, política y cultural del orbe entero.
El socialismo después de la Segunda Guerra Mundial
La Segunda Guerra Mundial, surgida en el imaginario occidental como consecuencia de una resistencia al fascismo, tiene sus verdaderas raíces en el afán de control y conquista económica del imperialismo y los grandes capitales. El nazismo y el fascismo representan la cara más putrefacta y vil del capitalismo, es innegable que sus raíces más profundas se hallan en este sistema y sus principios. Como manifestara Brecht en Las cinco dificultades para decir la verdad de 1934, cinco años antes del estallido de la guerra: “Estar contra el fascismo sin estar contra el capitalismo, rebelarse contra la barbarie que nace de la barbarie, equivale a reclamar una parte del ternero y oponerse a sacrificarlo”.
Durante el período de consolidación del fascismo, sobre todo en Alemania e Italia, las grandes potencias capitalistas, encabezadas todavía por un endeble imperio británico, se hicieron de la vista gorda ante el crecimiento del monstruo germano: Adolf Hitler. Winston Churchill, primer ministro del Imperio británico, llegó a aseverar en un discurso ante la Cámara de los Comunes que: “Si me viera en la tesitura de tener que elegir entre el comunismo y el nazismo, optaría por el segundo”.
El verdadero temor de Inglaterra, Francia y Estados Unidos (EE. UU.) y sus aliados no estaba, durante el período de entre guerras, en el desarrollo y crecimiento del fascismo. Su verdadero enemigo, su enemigo de clase era, a todas luces, el socialismo, representado entonces por la cada vez más poderosa Unión Soviética. Si Occidente permitió y alentó las degeneraciones fascistas de Hitler fue precisamente porque lo veían como la gran oportunidad para deshacerse de manera definitiva del socialismo soviético. Era Hitler un amigo incómodo pero, a fin de cuentas, peleaban en el mismo bando.
La Segunda Guerra Mundial se desencadenó precisamente cuando la bestia que habían creado para acabar con su principal enemigo decidió actuar por sí misma. El Frankestein que el imperialismo vio crecer se salió de control ante su propio creador y fue entonces cuando la catástrofe se hizo presente.
A pesar de las diferencias políticas e ideológicas la Unión Soviética, presidida por Stalin, se unió por necesidad a Inglaterra, EE. UU. y Francia para conducir la resistencia frente a las potencias del Eje, a cuya cabeza se encontraban Alemania, Italia y Japón. No es el objetivo narrar las vicisitudes de la más grande tragedia sufrida por la humanidad, pero es indispensable señalar, por el objetivo del análisis propuesto, el papel que jugaron cada una de las naciones en este brutal y fatal proceso.
Las consecuencias de la guerra fueron particularmente devastadoras en el este. “Los franceses, al igual que los británicos, los belgas, los holandeses, los daneses, los noruegos e incluso los italianos, resultaron comparativamente afortunados, aunque no fueron conscientes de ello. Los verdaderos horrores de la guerra se vivieron más hacia el este. En la Unión Soviética, 70 mil pueblos y mil 700 ciudades quedaron destruidos en el curso de la guerra, así como 32 mil fábricas y 40 mil millas de vía férrea […]”.
Los daños materiales sufridos por los europeos occidentales, por terribles que hayan sido, fueron insignificantes comparados con las pérdidas humanas. Tony Judt, en su estudio Postguerra, una historia de Europa desde 1945, calcula que entre 1939 y 1945 murieron aproximadamente 36 millones y medio de personas por causas relacionadas con la guerra.
El historiador español Josep Fontana aseguró en su libro Por el bien del Imperio, una historia de Europa desde 1945 que la Unión Soviética fue el pueblo que realmente derrotó y pagó las consecuencias de la afrenta fascista. “La Unión Soviética fue el país más gravemente afectado: perdió una cuarta parte de su riqueza nacional y tuvo unos 27 millones de muertos, de los que las tres cuartas partes fueron hombres de entre 15 y 45 años”.
Esto significa que, a diferencia de lo que la historiografía moderna y el impacto de la ideología estadounidense y europea occidental han contado a través del cine y la literatura, la Unión Soviética salvó a la humanidad del holocausto nazi. Solo en la batalla de Berlín, cuando el nazismo se rindió al Ejército Rojo y ocurrió el suicidio de Hitler, perecieron 78 mil soldados soviéticos.
Muchas críticas que posteriormente recibieron Stalin y el gobierno soviético, justificadas en algunos casos, no pueden “corromper la verdad histórica” ni invalidar el esfuerzo del socialismo soviético y al heroico pueblo ruso, porque la humanidad se salvó de la peor catástrofe de la historia.
La guerra fría
La guerra fría fue, desde la perspectiva histórica imperante, una confrontación entre los dos órdenes sociales vigentes: Rusia y EE. UU. y, sobre todo, entre las dos ideologías y modelos políticos dominantes en la época: el socialismo y el capitalismo, que determinó el devenir de los años subsiguientes hasta la disociación de la Unión Soviética en 1991.
La confrontación, declarada oficialmente por el presidente estadounidense Harry S. Truman, se inició en 1947 y sus objetivos quedaron descaradamente manifiestos en las palabras de George Kennan, uno de los “padres de la guerra fría”, en febrero de 1848, en su escrito Review of current trends in U. S. foreign policy: “Tenemos alrededor del 50 por ciento de la riqueza del mundo, pero sólo el 6.3 por ciento de su población (…). En esta situación no podemos evitar ser objeto de envidias y resentimiento. Nuestra tarea real en el período que se aproxima es la de diseñar una pauta de relaciones que nos permitan mantener esta posición de disparidad sin detrimento de nuestra seguridad nacional”.
A diferencia de EE. UU., cuya participación en la guerra comenzó en 1941 y que en realidad fue un protagonista distante, la Unión Soviética era ya considerada como el gran enemigo a vencer desde antes de la Segunda Guerra Mundial. La guerra fría fue la continuación de una confrontación ideológica esencial. Rusia estaba en crisis y se vio inmersa en un proceso de recuperación del que solo pudo salir después varios años, al igual que al resto de los protagonistas de la contienda, tanto ganadores como perdedores.
El conflicto ideológico entre el comunismo y el capitalismo destacó dos sistemas económicos antagónicos que, sin embargo, en Occidente quedó relegado por la necesidad de recurrir a la implementación de una economía planificada en gran medida similar a la impulsada teórica y prácticamente por la Unión Soviética.
En términos generales, el miedo, totalmente justificado si se ve rebasado como sistema político y económico por el socialismo, EE. UU. evidenció el lado más “bondadoso” del capitalismo, amparado en el keynesianismo y puso en práctica un estado de bienestar que durante casi tres décadas disminuyó la desigualdad y la pobreza, y promovió, en varios países del orbe, los llamados “milagros económicos”.
“El período que va de 1945 a 1979 había sido en los Estados Unidos, y en el conjunto de los países avanzados, una etapa de reparto más equitativo de los ingresos, en que el aumento del salario real en paralelo con la productividad permitió mejorar la suerte de la mayoría”, hecho que también registra Fontana en su estudio Por el bien del Imperio.
Esta amenaza era, por lo demás, completamente real: “Los éxitos electorales de los comunistas locales, unidos a la gloriosa aura del invencible Ejército Rojo, hacían que la idea de un ‘cambio hacia el socialismo’ resultara plausible y seductora. Para 1947, 907 mil hombres y mujeres se habían unido ya al Partido Comunista Francés. En Italia, la cifra era de dos millones y cuarto, muy superior a la de Polonia o incluso Yugoslavia. En Dinamarca y Noruega, uno de cada ocho votantes se sintió al principio atraído por la promesa de una alternativa comunista”, aseguró el historiador británico Tony Judt en su libro Posguerra.
Por esta razón en 1952 Lord Ismay, secretario general de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), manifestó que el propósito de esta recién creada organización (vigente hasta nuestros días con 29 miembros europeos bajo el mando de EE. UU.) era “mantener a los rusos fuera, a los americanos dentro, y a los alemanes controlados”.
Por su parte la Unión Soviética, a pesar del impacto de la poderosa arma teórica con la que contaba, no supo aprovechar la exigencia de la humanidad para implementar una estrategia que respondiera a sus necesidades. La incapacidad del capitalismo como sistema económico había quedado en evidencia después de la crisis económica de 1929, el conocido crack del 29, y las dos fatídicas guerras mundiales. La realidad reclamaba un cambio y el marxismo estaba en condiciones de demostrar su eficacia. Lamentablemente la mala administración, las luchas intestinas dentro del partido, la represión política y la implementación de los gulags y otras formas de control político sobre los países satélites, llevaron al desencanto a los pueblos del modelo soviético.
La política estalinista se centró en la lucha externa contra la hegemonía del comunismo soviético. Países como Polonia, Hungría, Rumania, Bulgaria, Checoslovaquia y Yugoslavia quedaron bajo la órbita soviética y en la mayoría de los casos, quitando posiblemente el caso de Yugoslavia donde Tito se negó a admitir la injerencia directa de Stalin, el control desde Moscú era casi absoluto. El error de Stalin acerca de las nacionalidades, que Lenin había dilucidado mucho antes de la Revolución de Octubre, costó muy caro al orden soviético.
Alemania, la gran derrotada, quedó en poder de los “cuatro grandes”. El país se dividió temporalmente entre Inglaterra, EE. UU., Francia y la Unión Soviética, estos últimos asumieron el control del este alemán a partir de Berlín. Los primeros tres pactaron un acuerdo de cooperación del que surgió la “bizona”, o lo que más adelante fue la República Federal de Alemania. En 1961 su parte Nikita Jrushchov, en el poder después de la muerte de Stalin acaecida en 1953, decidió levantar el muro que dividió las dos alemanias y creó la República Democrática Alemana.
La confrontación en escalada entre los gobiernos soviético y estadounidense continuó durante las siguientes tres décadas. La “crisis de los misiles” fue el momento más álgido de la contienda, principalmente por el peligro de que este conflicto desencadenara una guerra nuclear que afectara al mundo entero. Esta amenaza fue acompañada por la lucha en el terreno científico que se inició cuando la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) envió la primera nave tripulada al espacio en 1961, evento al que el gobierno estadounidense respondió en 1969 con el envío del primer hombre a la Luna, acontecimiento que, más allá de su impacto publicitario, no se tradujo en ningún aporte significativo.
Los conflictos militares entre los países que se alinearon en cada uno de los dos bandos no cesaron en ese largo periodo. Las guerras más relevantes de la segunda mitad del siglo XX fueron la de Corea en 1950, la invasión a Vietnam por parte de los estadounidenses en 1955, la Revolución Cubana en 1959 y, sobre todo, la Revolución China encabezada por Mao Tsetung y los nacionalistas del Kuomintang, cuyos efectos nunca fueron imaginados por el bloque capitalista.
Se renueva la esperanza
Estos fueron, a grandes rasgos, los acontecimientos más importantes suscitados durante la llamada guerra fría, que en realidad había comenzado desde el triunfo de los bolcheviques en Rusia en 1917, y su esencia siempre fue el conflicto de clases, entre proletarios y burgueses. La lucha entre los grandes poseedores del capital y las masas trabajadoras no cesó nunca desde que la burguesía se hizo del poder político en 1789.
La caída del Muro de Berlín en noviembre de 1989 cobró un significado ideológico que la sociedad asimila erróneamente. El fracaso de la Unión Soviética, si bien es cierto que representó un golpe duro a la causa proletaria, no significó el fin de la contienda. La traición de Gorbachov y el desmantelamiento de la URSS fue una de las batallas perdidas más importantes en la historia de la lucha proletaria, pero hoy más que nunca la lucha está revitalizándose con mayor fuerza ante la grotesca desigualdad que reina en el mundo.
Todos los que en la caída del Muro de Berlín han buscado el “fin de la historia” se equivocan de cabo a rabo y de manera totalmente intencionada. La ideología capitalista, entendida como conciencia de su época, o lo que una sociedad piensa de sí misma, no se detiene en considerar este fenómeno como uno de los momentos cumbre de su historia; pero como aseveró Carlos Marx en su famoso prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política: “Del mismo modo que no podemos juzgar a un individuo por lo que él piensa de sí, no podemos juzgar tampoco a estas épocas de revolución por su conciencia”.
Así pues, la conciencia proletaria debe invertir el significado del fenómeno y reconocer en él no el espíritu derrotista y fatal difundido por el neoliberalismo, sino el momento de esencial transformación exigido por la revolución.
A raíz de la entrada del neoliberalismo como manifestación última del capitalismo, las clases han acentuado sus contradicciones, la riqueza se ha concentrado cada vez en menos manos y solo se ha repartido la miseria entre los hombres. Según análisis especializados de organización Oxfam, ocho personas tienen la misma riqueza que la mitad de la población mundial, es decir, tres mil 600 millones de personas.
Creer que la contienda entre pobres y ricos terminó por el fracaso de un momento de la historia del socialismo, es considerar que la historia ha terminado y ésta seguirá existiendo mientras exista el hombre. Hoy, más que nunca, el socialismo se levanta con la fuerza renovada y pone de manifiesto no sólo su vitalidad sino principalmente su necesidad.
La potencia actual más grande del orbe, China, conserva en lo profundo la teoría que Marx, Engels y Lenin propusieron para transformar el mundo. El fracaso de la aplicación del “socialismo real” en un área del mundo debería servir para evaluar al capitalismo de la misma manera, observando que hoy en día son pocos, muy pocos, los países que pueden demostrar que tal sistema ha triunfado.
En una época que augura transformaciones, como la actual, es necesario voltear la mirada hacia el pasado, pero no para lamentar la derrota sino para obtener la luz y las fuerzas necesarias para construir el nuevo mundo que la humanidad reclama.
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Escrito por Abentofail Pérez Orona
Licenciado en Historia y maestro en Filosofía por la UNAM. Doctorando en Filosofía Política por la Universidad Autónoma de Barcelona (España).