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En fin, como diría don Miguel de Cervantes, citando un refrán español: “júntate a los buenos y serás uno de ellos”. El mismo entorno físico impacta sobre el espíritu del hombre e influye sobre sus patrones éticos; un ambiente sucio y sórdido permea en la mente y le “contamina”. Sin duda, el hambre brutaliza a los seres humanos; por eso, es imposible pedir cordura, delicadeza y sensatez a los hambrientos; y es el caso que, primero, la sociedad los condena al hambre (en México una quinta parte de la población padece pobreza alimentaria), y luego, en el colmo del cinismo, los censura por insumisos e inciviles.
De acuerdo con lo anterior, podemos entender cómo en una sociedad de economía de mercado, cuyo valor máximo es la propiedad privada, que domina toda relación humana, y enfrascada en una feroz competencia, será consecuencia necesaria el más acendrado individualismo. El orden económico dominante no está diseñado para fomentar la solidaridad, para compartir esfuerzos, bienes materiales o conocimientos, sino para competir por la ganancia y el éxito; empuja a tasar en pesos y centavos la ayuda prestada a otros. El agradecimiento, la generosidad, profesar la verdad, todas ellas virtudes humanas fundamentales, han sido convertidas en estorbos por la competencia capitalista, verdaderas zarandajas y, por el contrario, se hace del engaño y la impostura, virtudes. En la jungla de la competencia, “el hombre es lobo del hombre” y no su hermano.
La sociedad actual genera indiferencia hacia el dolor ajeno, una alarmante deshumanización, que hace posible que muchos contemplen en silencio un crimen, como dijo Martí, sin inmutarse. El hambre de la gente, los niños explotados y sin escuela, los indígenas aislados y tratados como animales, en pleno Siglo XXI, nada de eso perturba la calma egoísta de los educados en la moral dominante. Y, ayuna de valores superiores, la sociedad actual fomenta, sobre todo entre los jóvenes, la cultura del enriquecimiento y el hedonismo vulgar como divisas, enseñando que la juventud es “para divertirse”, nunca para asumir responsabilidades.
En una sociedad donde, por encima de todo, se privilegia la riqueza material, es natural el desdén hacia los viejos, sobre todo si son trabajadores humildes, que ya no pueden trabajar ni aportar riqueza; para el capital son estorbos, y se olvida que ellos, en su juventud, agotaron sus energías creando riqueza, lo cual les hace merecedores de respeto y gratitud. En nuestra sociedad, el trabajo es visto como una condena, eterna penitencia por el pecado original; consecuentemente, la prueba del éxito es el ocio, y se desprecia al trabajo y al trabajador, como hacían los esclavistas de la antigüedad, que consideraban afrentoso para su alcurnia toda actividad práctica. Existe en la cultura dominante un menosprecio hacia el trabajo manual, y es que, efectivamente, quien trabaja no se beneficia de su esfuerzo; sólo hace ricos a otros, y ello, como rebeldía espontánea, provoca el rechazo al trabajo. Lo absurdo es que, después, se acusa de flojos a los trabajadores, por resistirse a la explotación.
El orden de cosas descrito conduce a la deshumanización, y debe ser sustituido por uno más racional, pero ello requiere como condición la formación de un hombre nuevo y, después, las nuevas circunstancias ayudarán a desarrollarlo. Para progresar, aunque sea de manera imperfecta, debe educarse en otro espíritu a la sociedad, restituyendo al trabajo en su sitial de honor, como la actividad humana por excelencia, condición vital de existencia de la sociedad, y de salud y realización de cada persona; necesitamos un pueblo trabajador, esforzado, pero ello requiere que cada trabajador sepa que su trabajo beneficiará a su familia, y que nadie robará el producto de su esfuerzo.
Así, el amor al trabajo como principio ético no puede fomentarse sólo mediante prédicas; deben crearse las condiciones para que arraigue. Asimismo, es menester fomentar la sensibilidad social, la capacidad de sentir el dolor de los demás como una de las cualidades humanas más elevadas. El hombre nuevo deberá poseer también una elevada sensibilidad estética, profesar un profundo respeto por la verdad y por las ideas de otros.
Deben formarse ciudadanos capaces de equilibrar sus derechos y sus obligaciones, pues un aspecto implica siempre al otro. Educar sólo en el reclamo de derechos constituye una mutilación espiritual. Por ejemplo, el derecho al bienestar, a vivir con dignidad y a la satisfacción plena de sus necesidades es irrenunciable para todo ser humano; pero a la par, éste debe también preocuparse por la creación de la riqueza, que hará posible su bienestar, es decir, por la productividad de su trabajo.
En fin, se necesita inculcar en todos los seres humanos la preocupación por el bien común y por los bienes comunes. Sin embargo, para lograrlo, la educación por sí sola no es la panacea, como muchos pretenden.
La simple prédica no logra transformar las mentes, al menos las de la mayoría, si no se modifican las condiciones materiales de vida y los términos de las relaciones sociales que, como dijimos al inicio, determinan, en última instancia, la conciencia. Por eso, deben suprimirse el hambre y las privaciones, el aislamiento y la marginación, que engendran por necesidad conductas antisociales y atrasadas.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.