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En la cultura dominante, formada, como las estalactitas, durante siglos y milenios de filtración ideológica, se han cosificado ideas tenidas por axiomas, verdades “naturales” e incontestables, cuasi sagradas. Me refiero concretamente a la visión metafísica, entendida como la concepción filosófica que postula que la realidad no cambia, que el mundo siempre ha sido, es y será como hoy lo vemos, y no hay lucha que valga. Desde la Grecia antigua, por ejemplo, Zenón de Elea en sus famosas aporías pretendía demostrar la imposibilidad del movimiento. Platón diseñó su república ideal, modelo perpetuo de sociedad perfecta. Para los griegos el Hado, el fatum romano, expresa la fatalidad, el destino inescapable reservado a cada uno, como en la tragedia griega a Edipo, o a Paris, condenado a causar la ruina de Troya. Ningún intento les valía para modificar su sino.
Kant propuso valores eternos en su moral universal y su imperativo categórico. Nietzsche postuló el eterno retorno: todos los sucesos y situaciones se repiten, tornando siempre al punto de partida. Oswald Spengler, filósofo e historiador alemán, formuló la “teoría cíclica de la historia”, según la cual la humanidad se mueve en círculos, ciclos de civilizaciones que se suceden en monótona repetición. Más recientemente, Francis Fukuyama, académico de la Universidad Johns Hopkins, a principio de los años noventa, con motivo del derrumbe de la Unión Soviética y la caída del bloque socialista de Europa del Este, planteó en su obra El fin de la historia que la humanidad llegó a su techo con el modelo económico y político norteamericano, después del cual no puede concebirse sociedad mejor. En la misma línea argumental, hoy se nos alecciona mediante las artes y los medios, en machacona propaganda, que Estados Unidos (EE. UU.) es la sociedad ideal, que su ejército y su economía son invencibles; rambos y rokys nos exhiben su indiscutible superioridad, y en el cine norteamericano vemos detectives omniscientes e infalibles.
En economía se enseña que siempre ha existido el mercado (sin explicar sus variaciones históricas profundas). Y nos predican que la familia nació como es hoy; que “siempre ha habido pobres y ricos”, que “todo tiempo pasado fue mejor” (de donde se colige que todo tiempo venidero será peor). El cine nos transmite visiones apocalípticas donde el futuro de la humanidad es un mundo de salvajes y trogloditas. A esto se agregan las “distopías”, sociedades “postcapitalistas” espantosas, donde las personas han sido reducidas a autómatas, sin derechos ni libertades, sugiriendo que, pese a todas las calamidades del capitalismo, después de todo no estamos tan mal. Peor nos puede ir. Entre los prejuicios convertidos en “cultura”, se nos enseña asimismo que “las mujeres son inferiores”, “todos los políticos son corruptos”; “el pueblo no sabría gobernar, está hecho para obedecer”; “la vida que llevamos es cosa de la suerte”; “el mundo es un misterio insondable”; “el individuo no cambia, y es egoísta y malo por naturaleza”; “el más fuerte tiene que someter al más débil”, y así, ad nauseam.
Este arsenal ideológico cancela todo posible cambio, o a lo más lo reduce a meros remiendos de lo existente, pero nunca a sustituir lo actual por algo mejor. Inconcebible comprar un traje nuevo, solo queda remendar el ya viejo y desgastado. Cancela toda esperanza (siquiera a Epimeteo eso le quedó en la caja de Pandora). Pero esta maraña (patraña) ideológica no es casual. Ha sido paciente y cuidadosamente urdida por todas las clases dominantes de la historia para preservar su dominio y convencer a los pueblos de la inutilidad de todo intento de cambio, dejándolos así “atrapados sin salida”. Solo les queda la resignación, o aturdir la conciencia con drogas o alcohol.
A esta ideología, tóxica, se opone la visión dialéctica del universo, la teoría más general del desarrollo, iniciada por Heráclito de Éfeso y llevada a su culmen por Hegel y Marx, y que postula que todo cambia constantemente: el eterno devenir; todo está llegando a ser y dejando de ser a la vez. Explica que el proceso de cambio está sujeto a leyes, y que todo asciende de lo inferior a lo superior, de lo simple a lo complejo; si bien existen rodeos o retrocesos momentáneos (en la sociedad, épocas de reacción), tarde o temprano la realidad retoma su marcha ascendente. Todo lo que alguna vez nació está condenado a desaparecer. Y las contradicciones, característica universal, son la causa del cambio. Lo posible se transforma en real; es su embrión. Ocurren cambios pequeños, (cuantitativos o de grado), que se acumulan imperceptiblemente, en algunos fenómenos por siglos o milenios, pero a la postre terminan manifestándose en saltos o transformaciones cualitativas visibles y hasta sorprendentes. Explica, en fin, la dialéctica, que nada surge de la nada, la ley de la causalidad universal.
Aplicando esta teoría al cambio social, Marx elaboró la ciencia de la sociedad: el materialismo histórico. Descubrió que las ideas predominantes cambian a tenor con los cambios en la realidad, que en cada época se piensa diferente y que cambian la familia, la moral, el derecho, la filosofía, la educación, el arte. En El Capital, demostró rigurosamente cómo, por férrea necesidad, el capitalismo desaparecerá, víctima de sus propias e insolubles contradicciones, cada día más profundas.
Pero la práctica, criterio último de verdad, ¿qué dice sobre estas tesis contrapuestas, metafísica y dialéctica? En la naturaleza, Darwin mostró la evolución de las especies. Surgen nuevos virus. La astronomía nos enseña que las estrellas nacen y se apagan. El universo se expande. Cambian el clima y la geografía. Las ciencias y la tecnología progresan. Las razas de ganado y las variedades de plantas cultivadas son cada día más productivas. La medicina descubre nuevas terapias. Los deportes superan sus récords. Cada día se crea más riqueza. El movimiento, pues, es permanente.
En la sociedad se han sucedido históricamente los modos de producción como grandes saltos cualitativos: de la comunidad primitiva al esclavismo (que significó un paso hacia adelante en la historia), luego al feudalismo; el capitalismo significó una revolución frente al régimen de servidumbre; en fin, muestran su superioridad sociedades socialistas, como China, resolviendo los grandes problemas sociales y construyendo un mundo de paz. La historia enseña que no hay imperios eternos: todos los que han sido terminaron derrumbándose y fueron sustituidos por sociedades superiores. Hoy EE. UU. está en decadencia, económica y socialmente; se sostiene cada vez más apuntalado por las armas, cual muletas para un modelo cada día más débil. Así lo ilustran sus crisis: la económica de 2008, la deuda creciente, el ser la nación con más muertos por Covid-19, la crisis de los opioides que está matando a decenas de miles, los homeless y la pobreza en ascenso, los tiroteos y masacres, parte ya de la vida cotidiana, etc.
La URSS cayó (para regocijo de los defensores del inmovilismo), pero la historia no detuvo su marcha, como esperaban todos los Fukuyamas. Rusia y China son hoy sociedades progresistas con un vigor tal que las convierte en vanguardia de la humanidad. El mundo se transforma. Económicamente China está derrotando a EE. UU., y militarmente Rusia lo hace en Ucrania, como ya otros pueblos lo hicieron antes: en Vietnam, Siria y Afganistán. Y paulatinamente, aliados otrora incondicionales marcan su distancia de la potencia imperial.
Así, la realidad confirma la visión dialéctica no como simple ideología, sino como filosofía científica, como el método superior de interpretación, como admiten tirios y troyanos (por eso Hegel suscitó tanto odio entre los conservadores más recalcitrantes de la Alemania de su tiempo). Es una filosofía preñada de futuro, que ofrece esperanza a la humanidad, liberándola de la eterna condena a su miseria actual. Infunde confianza a los pueblos en la factibilidad (y necesidad) de una sociedad más justa, y voluntad para luchar por ella con la certeza de que navegan con la corriente de la historia a su favor.
Formar al hombre nuevo, creador de mundos nuevos, requiere de una gran sensibilidad, que lo haga capaz de sentir el dolor ajeno como propio, el hambre de los demás en su estómago.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.