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Mucho ruido y gran expectación ha causado la Conferencia de la ONU sobre el Cambio Climático, COP26, que en estos días se celebra en Glasgow, Escocia. De esos foros de discusión, que congregan ya a 197 naciones, surgió el planteamiento de reducir la emisión de gases de efecto invernadero (GEI). La primera ocurrió en 1995, en Berlín. Lamentablemente, no hay motivos reales para echar las campanas a vuelo. Nada efectivo ha resultado de todo ese maratón de discursos y promesas. Primero, sus recomendaciones y propósitos no son vinculantes, esto es, nadie está obligado a acatarlas. Segundo, se han realizado ya 25 conferencias (un cuarto de siglo platicando), mientras el problema se agrava aceleradamente; es lícito entonces deducir que no está ahí la solución, y que si seguimos haciendo las mismas cosas, seguiremos teniendo, como dijo Einstein, los mismos resultados.
En el Acuerdo de París, en 2015 (abandonado unilateralmente por Estados Unidos) se formalizó la meta de evitar que, para finales de este siglo, la temperatura global aumente en más de 1.5 grados centígrados, por arriba del nivel preindustrial (1850), para lo cual se requiere reducir las emisiones de bióxido de carbono en 45 por ciento para 2030. Pero no se avizora un cumplimiento: se ha acumulado ya 86 por ciento de los GEI necesarios para rebasar la línea y el calentamiento ha aumentado 1.1 grados cuando aún faltan 79 años para cerrar el siglo; para entonces, y a este ritmo, la temperatura habrá aumentado en 2.7 grados (ONU). Así lo hace prever la creciente acumulación de GEI, que registró un récord el año pasado; para agravar las cosas, la Amazonia, cada vez más deforestada, ha perdido capacidad de absorción –alrededor de la mitad del CO2 emitido a la atmósfera es absorbido por bosques y océanos, los llamados sumideros terrestres y marítimos–; y aumentó la concentración del CO2: hoy duplica el nivel que tenía al finalizar la Revolución Industrial (OMM, El País, 25 de octubre), con el consiguiente aumento de las temperaturas.
Según la Organización Meteorológica Mundial (OMM), nueve de los diez años más calientes registrados en la historia pertenecen al presente siglo. Este año ha sido el más caliente en los Estados Unidos, donde han ocurrido numerosos incendios, uno de ellos, el más grande jamás registrado en California. Por el calentamiento global se registran también lluvias extremas, como en China (Henan), inundaciones inusuales en Europa occidental, progresivo derretimiento de los casquetes polares y la consecuente elevación del nivel de los mares: 4.4mm por año entre 2013 y 2021, el doble que entre 1993 y 2002 (Le Monde, 31 de octubre).
Estos resultados, después de 25 años de “conferencias”, nos dicen que en buena lógica no puede resultar gran cosa de ellas. Y es que organizan estos eventos precisamente gobiernos cuyos funcionarios representan a las grandes empresas, las mismas que contaminan al mundo: la Iglesia en manos de Lutero. De esos gobiernos forman parte, por ejemplo, ejecutivos petroleros, automotrices, del carbón y minería en general, agricultura altamente contaminante, cemento, etc. Son el problema, e ilusamente se los concibe como la solución. Esto es, el calentamiento global, en lo fundamental, tiene responsables concretos. No es “la humanidad”, “el hombre”, así en abstracto, como muchos comentaristas tendenciosos afirman.
Pero atrás de directivos empresariales y gobernantes a su servicio está el capital y su necesidad intrínseca de acumulación, pronta y sin riesgo, sin contemplación alguna por la naturaleza o el futuro de la humanidad, que, al fin, como dijo Keynes, en el largo plazo todos estaremos muertos. Para acrecentar la ganancia, el capital busca simple y llanamente reducir costos y vender las más mercancías posibles, aunque éstas no sean estrictamente necesarias, o no al menos en tales cantidades. Por ejemplo, en la industria automotriz: en un solo año, el 2000, se produjeron 58.3 millones de unidades (grandes contaminantes), y para 2019, la producción alcanzó 91.7 millones, 33.4 millones más en cosa de una década (Organización Internacional de Constructores de Automóviles). En este último año, Volkswagen vendió (en millones de unidades) 10.9, Toyota 10.6, General Motors 8.3 (Statista). Los gigantes petroleros también hacen su mortífera aportación, vendiendo el “oro negro”, en grande: en 2019 se produjeron en el mundo 95 millones de barriles ¡cada día! Estados Unidos encabezó la lista el año pasado, con 16.5 millones (buena parte de esquisto). Ingentes cantidades de contaminantes en todo el planeta. El tráfico aéreo, neurálgico en la industria del turismo es fuente importante y, según expertos, en muy alto grado lo es también la aviación militar. Y son los países ricos los más contaminantes. Trece naciones emiten dos terceras partes del total de CO2. El bloque del G20 aporta el 80 por ciento de las emisiones mundiales de GEI. En el otro extremo, cincuenta países pobres aportan entre todos apenas cinco por ciento
La humanidad necesita racionalidad en el consumo y la producción. Pero una política de producir solo lo necesario significa un obstáculo para la intocable acumulación y la “libertad empresarial” irrestricta. Los magnates son dueños absolutos de sus negocios, y las leyes (diseñadas ad hoc) les conceden poderes sin taxativas para decidir qué, cuánto, cómo, dónde y con qué producir. La ganancia no puede mermarse ni una pizca, y cumplir con los acuerdos de las COP implicaría reducir ventas, o aumentar costos en protección ambiental, con la consiguiente pérdida de competitividad y mercado; por ello, los grandes corporativos empresariales se resisten. Toda idea cuesta.
Ante los imperativos del capital, en el ámbito político pocos se atreven a regularlo: las “economías planificadas” están satanizadas, como pecado de lesa ganancia, una intervención “indebida del Estado”. La empresa, sobre todo si es grande, goza de absoluta libertad, mejor dicho, impunidad… aunque ello conlleve destrucción del medio ambiente, enfermedades de ahí derivadas, extinción de especies y, en el extremo, amenaza a la sobrevivencia misma de la humanidad, rehén de los grandes capitales, incapaz de actuar con energía aun en su propia defensa. La lenidad de los gobiernos no se debe pues, como muchos pretenden, a factores subjetivos como “la falta de conciencia ecológica”, sino a razones fríamente económicas: están copados por los corporativos, son empleados suyos; les temen y obedecen, pues los políticos saben que al afectar las ganancias les va su futuro político.
Así pues, el desarrollo capitalista desenfrenado y la protección del medio ambiente son fuerzas contrarias. Sobre esa base, el razonamiento nos conduce necesariamente a la única solución viable: que el mundo y todos los países sean gobernados por estadistas libres del dominio empresarial; con voluntad y fuerza suficientes para poner freno a la debacle que nos amenaza, fuerza y voluntad que solo pueden provenir de un auténtico apoyo popular. Así, aunque resulte paradójico, y a algunos “ecologistas” no guste, en la política está la solución al problema ambiental; pero en la política bien dirigida. Y hay que hacerlo antes de que el destino nos alcance, aplicando medidas de fondo, como poner un alto a la anarquía en la producción ajustándola, en sana proporción, a las reales necesidades sociales; proteger los bosques; proceder ya a la reconversión energética, a la descarbonización y al uso de energías renovables, limpias. Se debe actuar pronto para salvar al planeta y proteger a la humanidad de los estragos del capitalismo enloquecido.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.