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El tejido social de las comunidades humanas se halla en riesgo debido a que la industria del entretenimiento electrónico —en específico, las series difundidas a través de la telefonía móvil— está apoderándose avasalladoramente de la capacidad intelectual, los tiempos de ocio y trabajo y del dinero de centenares de millones de personas.
Los números son fríos: con datos de la Data and Statistics Division (ICT), en 2016 había más de siete mil millones de suscripciones de telefonía celular en el mundo, cifra que permite suponer que, hoy, todos los habitantes del orbe disponen de un teléfono “inteligente”; ya que, actualmente, la población mundial corresponde a siete mil 324 millones de personas. Este crecimiento exponencial de la telefonía celular supera, con mucho, al de la humanidad, que en 1950 contaba con dos mil 525 millones de seres humanos y en siete décadas solo ha logrado reproducirse menos de tres veces.
Pero los riesgos en la “democratización” de la tecnología de comunicación instantánea no proceden de su existencia en sí –sin duda inevitable y útil para las personas– sino de las grandes empresas que la utilizan para hacer negocios con el uso básico de comunicar a la gente y, sobre todo, con los contenidos superficiales, inocentes o “bobos” que le adicionan para explotar más y mejor al usuario, como las series de streaming (entretenimiento).
Si multiplicamos siete mil 324 millones por 200 pesos a la semana –cálculo sumamente conservador– y suponemos que todos compran tarjetas de prepago, telefonía e Internet, más el servicio de streaming, tenemos una idea aproximada de las ganancias que obtienen las empresas trasnacionales especializadas en divertir o entretener a la gente. El año de pandemia y confinamiento obligado incrementó el fenómeno que, para ser francos, estaba entre nosotros desde hace 10 años aproximadamente.
Para comprender la explosión del negocio del streaming hay que entender tres factores que propiciaron su crecimiento en 20 años: la expansión de la red de Internet, la democratización de la tecnología y el entretenimiento, y el cambio de comportamiento en la sociedad de consumo, unidos de manera orgánica.
El motor de la sociedad, según explica el economista y filósofo alemán Karl Marx, está ligado dialécticamente a su desarrollo económico. De acuerdo con Pedro Palandrani, analista de Global X ETF, el mercado de video de entretenimiento alcanzó los 72 mil millones de dólares (mdd) en 2020. A finales de 2025, se espera que valga 127 mil mdd. Si contrastamos esta cantidad con los 10 mdd que cuesta un capítulo de una “superproducción” como Juego de Tronos (HBO, 2011), advertimos que las ganancias de los productores de contenidos y los dueños de las plataformas –en su mayoría son los mismos– son estratosféricas.
La “inocenciaˮ de la tecnología
Cuando vemos a un niño manejar con habilidad un teléfono celular, una tablet o una computadora, primeramente imaginamos un lugar común: “los niños de hoy son más inteligentes que antes, hasta parece que traen un Wifi integrado”. Nada más falso. Son producto de su circunstancia social y económica. Los niños de la Edad Media no conocieron el teléfono y no eran “menos inteligentes” que los que crecieron después de la Segunda Guerra Mundial, pese a que se les mantuvo en la ignorancia a propósito. ¿Por qué es relevante esta idea? Porque la industria (llámela “el sistema”), prefiere pasar desapercibida; no quiere, como ocurría en la Edad Media, que veamos la actividad de ocio electrónico con prejuicios.
Los dueños del negocio pretenden hacernos creer que no es responsabilidad suya o de los gobiernos, sino de los consumidores que “voluntariamente” pasan tantas horas frente a sus dispositivos. “¿Qué tiene de malo que un niño pase todo el día jugando con su celular?”. Para ellos, por supuesto, es más productivo que esos niños y que los siete mil millones de almas en el planeta estén “divirtiéndose” y no realizando algo realmente productivo, instructivo o cultivándose.
Un estudio de la doctora en neurociencias de la Universidad de California (UCLA) Mayim Bialik, demostró que, en promedio, una persona consulta su teléfono cada cinco minutos y, durante ocho horas al día, unas 80. La también actriz lanza la pregunta:
“¿Qué ocurre con nuestro cerebro cuando usamos teléfonos ‘inteligentes’? Mucho: principalmente algo que ha sido el mejor negocio en lo que va del Siglo XXI: la adicción a las pantallas. El primer síntoma de una adición es la inmediata negación del problema. Si usted le reclama a una persona por fumar, ésta se enojará (mecanismo de defensa) y nos demostrará (autojustificación) que está en dominio completo de la situación. Falso. Lo mismo ocurre con un niño de 10 años que está jugando Fornite (Epic Games, 2017) durante la comida y sus papás le reclaman. A lo que el niño responde, sin dejar de jugar, ‘estoy comiendo’. Pero al mismo tiempo sus padres están haciendo scroll en sus propios dispositivos móviles”.
Una explicación sobre por qué muchas personas son adictas al teléfono celular y a los servicios de entretenimiento se encuentra en el “bajo” costo de éste; también, por supuesto, en la “democratización de la información”. Una tableta o smartphone es atractiva porque combina periódicos, televisión, sala de videojuegos, buzón de correo, estaciones de radio, biblioteca y álbum de fotos, y todos estos servicios están reunidos en un pequeño objeto de plástico que cabe en un bolsillo.
El precio y los servicios “gratuitos” de Internet y las series de entretenimiento han cambiado nuestra forma de consumir y divertirnos; pero esto representa la gran “ilusión” de muchas personas. Es verdad, son más baratos que los entretenimientos anteriores, pero precisamente eso los hace más adictivos. Antes del año 2000, no se podían escuchar “gratis” las canciones favoritas. Si una persona quería oír una canción, debía comprar un disco compacto, un acetato o un cassette, además de adquirir los aparatos para reproducirlos, que no son baratos.
Una tornamesa Technics 1200 –para reproducir discos de acetato– cuesta, en Mercado Libre, 12 mil pesos; y no incluye la consola o mezcladora, bocinas y otros accesorios. Hoy, pueden escucharse gratis las canciones preferidas todas las veces que se deseen en YouTube, incluso en un parque público donde haya señal de Internet gratuita.
Lo mismo ocurría con las películas. Cuando quería disfrutar un filme, tenía que ir a una sala y pagar por verla, además de gastar en transporte y alimentos; unos 50 o 70 pesos por función cada persona. De pronto, gracias a los servicios de streaming, con 99 pesos, la gente se inscribe en Netflix y ve las cintas que desea, pudiendo inclusive “hacer trampa” al compartir su contraseña con amigos y familia.
A las empresas de entretenimiento les interesa que la gente vea horas y más horas sus producciones y que use sus plataformas, no que vea “gratis”. Esto se debe a que la dirección de IP de las personas queda registrada una vez que entra a la plataforma. No hay forma de engañarlas.
Me aviento un maratón
¿Qué ofrecen al usuario las plataformas de streaming para generar tanta adicción? Control; o al menos la ilusión de controlar. Antes había que esperar a que los canales de televisión transmitieran los programas o las series favoritas y soportar los anuncios de los patrocinadores. Además, había que sentarse frente al televisor. No había otra opción. Hoy la hay.
A mediados de los años 90, se popularizaron los sistemas de cable en Latinoamérica y algo compitieron contra la televisión abierta, redujeron la cantidad de anuncios y multiplicaron por 100 el número de canales disponibles. Hoy, gracias a las plataformas de entretenimiento, la gente puede acceder a los contenidos a la hora que desee, donde quiera y como quiera. Puede poner pausa para ir por más comida al refrigerador, ver su película sin anuncios y repetir infinitamente el capítulo que tanto le gusta.
¿Cómo competir contra eso? De hecho, la única “competencia” contra el streaming son los servicios de televisión por cable que mejoran la oferta de la televisión tradicional. Los eventos deportivos aún sostienen ese negocio tan lucrativo, los eventos de pago por evento, como la Copa Mundial de Rusia en 2018 y los torneos locales de futbol soccer, basquetbol y futbol americano. Solo en Estados Unidos (EE. UU.) había 78 millones de hogares con suscripciones a compañías de cable, cantidad superior al número de suscriptores de Netflix en el último trimestre de 2020 (74 millones).
La compañía Disney es la dominante en la industria del entretenimiento y en el nivel empresarial. Abusando de las “bondades” del sistema capitalista y contando con los mejores abogados de su país, Disney logró convertirse en el más grande monopolio mediático del mundo.
Esta empresa se situó al lado de Netflix en solo ocho meses; superó a todos sus competidores y prometió que en 2024 tendrá entre 60 y 90 millones de suscriptores. ¿Cómo alcanzó este objetivo? Su principal activo es su catálogo de streaming, con el que nadie compite, Revisemos algunas de las compras más relevantes de la compañía de Mickey Mouse: en 1960, la cadena de televisión American Broadcasting Company (ABC); en 2004, la franquicia de Los Muppets; en 2006, Pixar Studios; en 2009, Marvel Entertaiment; en 2012, Lucas Films y las franquicias de StarWars; y en 2019, 21st Century Fox y Fox, que incluye National Geographic Channel.
Los contenidos originales son la clave para una empresa como Netflix, que logró avanzar gracias a que, después de que le negaron la renovación de cientos de películas y series de Disney, optó por la creación y el financiamiento de obras propias, algo que le funcionó bien gracias a los algoritmos –mismos que generan adicción– y a las redes sociales.
Los algoritmos y el Big Data en los servicios de streaming retienen a los usuarios con las “inocentes” recomendaciones de las plataformas. ¿Te gusta la película Titanic? Una vez que se visualiza la primera propuesta, el algoritmo muestra las películas con tema similar; en la segunda se propone, por ejemplo, a Leonardo DiCaprio y Kate Winslet y en la tercera a directores como James Cameron, con leyenda “te puede gustar”.
Pero esto no acaba ahí. Las plataformas registran a qué hora se ve la película, si se vio más de una vez, el orden en que fue vista y, de esta suerte, se “personaliza” la experiencia del usuario. Netflix inventó una categoría que se conoce como “de maratón”. Por eso, no aparecen siempre las mismas recomendaciones. Los algoritmos de las plataformas muestran lo que la gente prefiere ver a mediodía, a medianoche y los fines de semana. El objetivo es que una vez que usted se siente, invierta unas tres horas de su tiempo.
El número de los usuarios de estas plataformas varía, pero las estimaciones rondan en los 850 millones de hogares conectados en el mundo, según Nolan Hoffmeyer y Walid Azar Atallah, gestores de Natixis IM.
Cuidado con la inocencia
Durante los últimos 10 años, una imagen se convirtió en la “postal” de los hogares alrededor del mundo: a la hora de la comida o la cena, pues casi todas las personas se hallan en la mesa interactuando con un teléfono móvil, incluso estando juntos físicamente, están “mensajeándose” con sus celulares.
La situación se reproduce en las oficinas, escuelas y lugares públicos. Así ocurría hasta que llegó la pandemia que le ha hecho un gran favor a las tecnologías de comunicación electrónica; pues, en los primeros seis meses de confinamiento, aumentó el uso de Internet y los aparatos celulares.
La combinación entre tecnología y bajos costos multiplicó el consumo de los diferentes productos ofrecidos por la gran red, desde videoconferencias, música, videojuegos y, claro, servicios de entretenimiento. Pero estas actividades de ocio, en apariencia inocentes, encierran el secreto mejor guardado del capitalismo: lo que quieren de nosotros es más valioso que la mercancía llamada dinero: tiempo vital, la moneda de cambio de hoy.
De acuerdo con la Asociación Mexicana de Internet (AMI), en 2018, antes de la pandemia, en México, la gente se conectaba a Internet 8.2 horas y los internautas eran 80 millones. Todavía no conocemos las cifras de la pandemia que, por supuesto, serán mucho mayores. Veremos entonces cómo se modificarán cuando empecemos con la “nueva normalidad”.
Lo único que debemos hacer es distribuir nuestro tiempo en pantalla y evitar que sea mayor al invertido para entretenernos “inocentemente”.
David Cook abrió el primer Blockbuster en 1985 en Dallas, Texas. Tres años después se convirtió en la cadena líder en EE. UU. con 800 tiendas. En 1994, la poderosa multinacional Viacom compró la empresa en 8.4 mdd y la hizo cotizar en la bolsa de valores. En 1997, Reed Hastings fundó Netflix. En el año 2000, Viacom consideró que no era buena idea comprar a este pequeño emprendimiento. En 2010, declaró la bancarrota con una deuda superior a los mil mdd. Aunque Dish Network se hizo con la empresa para convertirla en un servicio de streaming, los planes no prosperaron.
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Escrito por Raymundo Acosta Peña
Colaborador