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Corrían los últimos años de la Colonia cuando José Joaquín Fernández de Lizardi (Ciudad de México, 1776-1827), descendiente de criollos sin fortuna, sumó su actividad política, periodística y literaria al ideario independentista, motivo por el que fue encarcelado en varias ocasiones, sufriendo, además, pena de excomunión –tan grave en aquella época– por su postura anticlerical; así como persecución y censura de sus obras. Adoptó el seudónimo de El pensador mexicano, por el que se le conoce hoy, después de que fuera prohibido el periódico del mismo nombre, fundado por él y que circulara de 1812 a 1814.
A la represión por publicar sus ideas contrarias a la esclavitud, anticlericales y contra la Santa Inquisición se referiría en su respuesta al Papista, seudónimo de uno de sus principales detractores: “Ha de saber usted que después que me excomulgaron y prohibieron a los fieles que tuviesen trato y comunicación conmigo, mis fieles amigos han doblado su amistad; jamás faltan visitas en mi casa y me han honrado con ellas muchas personas distinguidas; y cuando he salido a la calle, nadie escrupuliza de saludarme y unirse en sociedad conmigo. ¿En qué estará esto? ¿Si será porque conociendo lo injusto de la censura, la desprecian como nula? ¿Qué dice usted?”.
Es autor de El periquillo sarniento, considerada su obra más importante y la primera novela hispanoamericana, imprescindible para quien busque entender el alma popular en las postrimerías de la Nueva España; su universo literario va más allá de los salones cortesanos y recrea las calles, el bajo mundo colonial, poblado de personajes tipo de todos los estratos sociales.
Ninguno diga quién es, que sus obras lo dirán es un poema satírico escrito, a decir del propio Fernández de Lizardi durante el carnaval de 1811; el poeta denuncia el fingimiento y la hipocresía y desarrolla el tema usando, como recurso, las máscaras que se acostumbraba portar durante esta celebración pagano-cristiana.
Pues en carnestolendas
se venden tantas
máscaras en la calle,
lonjas y plazas,
quiere mi musa
vender las mascaritas
que muchos usan.
La Máscara primera es para el mulato enriquecido que pretende olvidar su origen, aunque los demás se encarguen de recordárselo. La Máscara segunda la asigna al pedante que, vistiendo rico atuendo, finge sabiduría; en la Máscara tercera caracteriza al hombre de poca fortuna que finge pertenecer a la nobleza “para comer de gorrón”. El amigo traidor usa la Máscara cuarta:
Con la máscara de amigo
suele esconderse el traidor:
la experiencia esto mejor
lo dice que yo lo digo.
¡Cuántos pobres son despojos
de esta máscara maldita,
por creer a la cascarita
de las voces y los ojos!
Al pobre de don fulano
hace el traidor mil lisonjas
en su casa, y en las lonjas,
no le deja hueso sano.
Áspides disimulados
son éstos entre las flores,
y sin duda son los peores
entre los enmascarados.
La Máscara quinta la dedica el poeta al arte del fingimiento femenino, del que hace profusa enumeración. Y la Máscara sexta es, con mucho, en la que Lizardi expresa más claramente su condena a la hipocresía del falso religioso, el “piadoso” prestamista y todos los tipos sociales que ocultan sus verdaderas intenciones esperando la ocasión propicia de sacar provecho personal.
Con máscara de devoto
se esconde el viejo usurero;
también al ladrón cajero
su mascarita le noto.
Numerar no solicito,
en fin, tanta hipocresía,
que quererlo hacer sería
proceder en infinito.
Pues por tan distintos modos
veo disfraces importunos,
pocos serán, o ningunos,
si no se enmascaran todos.
El gato esconde en la mano
la uña, hasta que ve al ratón;
pero cuando hay ocasión,
¿no las saca el escribano,
el sastre y el zapatero,
procurador, relator,
el boticario, el dotor,
demandante, vinatero
y otros...? Que no quiero hablar
ni quitar créditos, pues
viene la cuaresma y es
preciso irse a confesar.
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Escrito por Tania Zapata Ortega
COLUMNISTA