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Grandeza mexicana (I/III)
EE.UU. emprendió una guerra de destrucción y rapiña sobre su rico pero aturdido vecino, México. Esta guerra sería, sin lugar a dudas, el más importante antecedente de la tragedia que hoy azota como flagelo a otros pueblos de condiciones similares al nuestro.
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Entrada del General Scott a México / Carl Nebel / 1851 

¿Cuál es el destino de una nación? ¿Está escrito sobre la frente de los pueblos el sino que han de seguir dada su raza, cultura o religión? Ninguna nación nace siendo esclava o sierva por naturaleza, como ningún hombre lo es por sus características biológicas. Son las circunstancias, el entramado socioeconómico que establece determinadas relaciones de producción, lo que determina su papel histórico.

Existen naciones a las que se tilda de colonias porque su papel es servil; están férreamente dominadas por los intereses del gran capital; han sido colonizadas y su misión es trabajar y crear riqueza. En ellas apenas existe rasgo alguno de conciencia histórica, la identidad es una sombra y, dado que no se conocen a sí mismas, la dignidad no es más que una ilusión. Muchos de estos pueblos “sin historia” se dejan arrastrar sin resistencia por los intereses de sus enemigos; son adoradores del verdugo. Existen, por otro lado, Estados que, dadas las circunstancias históricas, ocupan un papel preponderante en la relación entre el capital y el trabajo. Su posición en el orden global es la de acreedores. Son los perpetradores del saqueo, de la barbarie y de la esclavitud de aquellos países cuya civilización fue destruida y su historia interrumpida; que han tenido que aprender a vivir en los escombros. Estos son conscientes de la vileza de sus actos, y aun así no existe freno que limite su avaricia y el afán insaciable de acumulación. Esto significa el uso de la guerra, la destrucción, el hambre y la enfermedad como medios de enriquecimiento. El capital no tiene escrúpulos de ningún tipo.

De esta manera el mundo se encuentra dividido en dos: por un lado están aquellas naciones que con su trabajo crean riqueza y, por otro, las que se benefician de este trabajo imponiendo normas, reglas, castigos e ideologías que hacen de esta desigual relación una pretendida ley eterna. ¿Cómo justificar esta situación? ¿Cómo puede el opresor dormir tranquilo por las noches y el oprimido arrastrar los grilletes con la más absoluta sumisión? La respuesta no está sólo en la manipulación, la alienación y la enajenación ideológica de los pueblos conquistados. La historia es una fuerza material que arrastra con furia a hombres y naciones por igual; si se la ignora, crea aberraciones sociales que permiten presenciar un holocausto en vivo y en directo; o, como el caso que ahora nos ocupa, besar la mano de quien nos roba y humilla.

México es la síntesis de una compleja amalgama cultural que ha dado a luz a una de las naciones más grandes, ricas, coloridas y bellas de la historia universal. La riqueza de su tierra ha armonizado con el espíritu laborioso e imaginativo de su pueblo, generando obras majestuosas, descubrimientos sorprendentes y una cultura sin igual que ha tenido en la música, la pintura, la danza y la poesía reflejos de su esplendor. La irrupción de la civilización occidental, a pesar de la arrolladora destrucción, no fue suficiente para borrar estas cualidades de la grandeza mexicana. 

Tras trescientos años de colonialismo el país quedó en un estado lamentable. Se le habían arrebatado miles de millones de pesos que se fueron a la metrópoli dejando exhaustos la tierra y el trabajo. La avidez de oro de los españoles dejó a una población diezmada, enferma y cansada. Mientras, los herederos de la aristocracia peninsular, la naciente burguesía mexicana, se peleaban como perros los despojos de una administración que por tres siglos maniató a uno de los países más ricos del mundo.

El estado en que quedó el país después de la “Independencia” hacía muy difícil la tarea de pensar en un renacimiento a corto plazo. Todavía durante casi quince años Fernando VII mantuvo a sus hombres peleando una reconquista imposible. Sin embargo, no era tarea irrealizable. La organización de la economía nacional requería un cambio de dinámica que estaba en manos de la burguesía mexicana llevar a cabo. El camino se torció y los intereses personales y de clase se impusieron a los intereses nacionales. Los hombres de las siguientes tres décadas tuvieron en Antonio López de Santa Anna a su más conspicuo representante. Aquél que gobernara 11 veces a México; el autor del triste fracaso en la batalla de San Jacinto; quien pidiera un pedazo de Texas antes de enajenar el territorio; aquél que con intencionada perfidia perdiera batalla tras batalla frente a los norteamericanos: nadie encarna mejor que Santa Anna el espíritu de la época.

Tras tres siglos de saqueo por parte de la Corona española, México cayó casi de inmediato en poder de los norteamericanos. No pasaron ni quince años después de decretada la independencia cuando los Estados Unidos asentaron su terrible planta sobre el suelo nacional. La esclavitud, que en 1829 aboliera Vicente Guerrero, sería la causa fundamental de las primeras desavenencias con los dueños del Norte. Más allá de las tierras, la verdadera riqueza que los conquistadores anhelaban era la explotación de los negros traídos de África. Mientras los mexicanos buscaban organizar su pueril nación sobre verdaderos principios republicanos, los norteamericanos se aferraban a la más terrible de las degradaciones humanas haciendo de su Declaración de Independencia papel mojado. «En Luisiana se había organizado una sociedad señorial basada, como la de Grecia, en la propiedad de seres humanos. Los dueños de más de cien esclavos, unos 2 000, eran los señores; después de ellos, había 200 000 dueños de veinte a cien esclavos; otros 300 000 eran amos de diez a veinte negros y, por último, 1 400 000 poseían de uno a diez esclavos. En 1850 el valor total de los esclavos se estimaba en más de 16 mil millones de dólares.» (García Cantú).

Con el afán de extender el esclavismo, que encontraba su finitud en las tierras que más al sur no podían llegar, el gobierno de Jefferson, verdadero artífice de la colonización, puso los ojos en Texas. ¿Cómo apropiarse de la propiedad de otro sin rendir cuentas de ningún tipo? ¿De qué manera legalizar el despojo? ¿Si a los hombres los trato como bestias y a los vecinos les arrebato sus posesiones, qué ley, tratado o decreto podrá permitirme esta política inhumana? Ninguna. No existía nada que justificara la miserable actitud del gobierno norteamericano ni para con los negros a quienes trataba como animales, ni para con los mexicanos a quienes habían deshumanizado también. Había que inventar un pretexto, una misión, una causa superior que justificara todo tipo de atrocidades. Así nació el “Destino Manifiesto”. 

El autoproclamado pueblo elegido, aquél a quien la divinidad le había revelado una misión superior y divina, tenía no sólo el derecho, sino el deber, de emprender una guerra santa contra todo país que se opusiera a su instinto depredador. La primera víctima de esta insensata estupidez, que justificaría toda la monstruosidad del capitalismo, sería México. En nombre de Dios se cometieron las peores atrocidades en nuestro país. La élite gobernante de los Estados Unidos, mucho antes de que establecieran su terrorífica extensión en Israel, habían emprendido ya una guerra de destrucción y rapiña sobre su rico pero aturdido vecino. Esta guerra sería, sin lugar a dudas, el más importante antecedente de la tragedia que hoy azota como flagelo a otros pueblos de condiciones similares al nuestro y que, para colmo de males, no ha dejado por ello de ensañarse con nuestro sufrido pueblo. 


Escrito por Abentofail Pérez Orona

Licenciado en Historia y maestro en Filosofía por la UNAM. Doctorando en Filosofía Política por la Universidad Autónoma de Barcelona (España).


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