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La guerra de Ucrania ha escalado hasta lo inédito. Esto no se debe, sin embargo, a los avances de las tropas rusas, sino al militarismo imparable de Estados Unidos (EE. UU.) y su Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), cuyos dirigentes buscan imponer por fuerza su voluntad sobre Rusia, a pesar de que, hasta ahora, ésta ha actuado en legítima defensa. Eso se observa desde tres perspectivas: la historia reciente de la OTAN, los días previos a la crisis de febrero de 2022 y las medidas cada vez más amenazadoras adoptadas por los gobiernos occidentales.
Desde mucho antes de 2022, a través de su repetida insistencia diplomática a los gobiernos del Atlántico Norte sobre el respeto a los acuerdos bilaterales, se había aclarado que el objetivo de la política exterior del jefe de Estado de Rusia, Vladimir Putin, es defensivo; y que siempre ha tratado de poner un alto a las continuas violaciones territoriales de la OTAN contra su país. Siguiendo al historiador estadounidense John L. Gaddis en su ensayo What is Grand Strategy?, publicado el 26 de febrero de 2009), tal organización militar cumple exclusivamente deseos “americanos” desde la caída del bloque soviético. Mientras la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas se mantuvo firme frente a las ambiciones occidentales, hubo cierta paridad entre los miembros de la OTAN con respecto a la toma de decisiones. Éstos mantenían la imagen de que actuaban en “defensa” de sus intereses contra el comunismo. Sin embargo, cuando esta amenaza terminó en 1991 –poco después de que George H. W. Bush ofreció, en 1990, a Mijail Gorbachov no extender a la OTAN más allá de Alemania– EE. UU. se enseñoreó de la organización y la orientó hacia un anexionismo descarado con el objetivo de agregar a su “tratado” a todos los antiguos satélites soviéticos. En 2008 solo quedaban libres Georgia y Ucrania; George W. Bush (hijo) intentó sumar a Georgia y fracasó frente a la brillante política exterior de Rusia (hasta aquí se queda Gaddis); pero el expansionismo estadounidense fue continuado por Barack Obama, cuyo gobierno colaboró en el golpe de Estado de 2014 en Ucrania; y sembró la semilla de la actual crisis.
Ahora, si nos acercamos a la crisis de febrero pasado, cuando el asunto se manifestó militarmente, resulta muy claro que el culpable directo de la decisión rusa de emplear las armas fue el gobierno ucraniano de Volodimir Zelenski. Como si fuera casual, pero como continuación de la diplomacia militarista tipo Obama, de parte del presidente Joseph Biden, las tropas ucranianas violaron la paz de Minsk, que dictaba la no intervención armada sobre el Donbás (ni de Rusia ni de Ucrania), firmado por ambas partes a finales de 2014. Zelenski bombardeó el Donbás el 17 de febrero –decisión que sin el apoyo del ejército de EE. UU. (el más fuerte del mundo) resultaría ingenua frente al ejército ruso (el segundo más fuerte). Esta sola transgresión justificó, en términos efectivos, las medidas que Putin adoptó luego: reconoció la independencia de Lugansk y Donetsk, autorizó una operación especial militar contra Ucrania y puso bajo amenaza a todo extranjero que se atreva a tocar a la Federación Rusa.
El intento de EE. UU. de imponer su voluntad a como dé lugar se ve diariamente en el desarrollo de la crisis: ha pasado de sanciones económicas, políticas, culturales, etc., al envío de armamento y al estacionamiento de tropas en las fronteras de Ucrania; pero ninguna medida ha rendido frutos. Recientemente, la administración de Biden se ha manifestado abiertamente en favor de la integración de Finlandia y Suecia a la OTAN; y logró que el Estado estadounidense entrara sin tapujos en la guerra, cuando el jueves 19 de mayo el Congreso de EE. UU. aprobó una “ayuda masiva” a Zelenski de 40 mil millones de dólares (mdd) cifra que, por ejemplo, sería más útil combatiendo la plaga del desempleo y la vivienda en ese país. Esta guerra, que se acerca a la explosión de 1990, ha dejado cada vez menos salidas a los rusos, quienes no parecen dispuestos a ceder en su soberanía. La apuesta de la OTAN es “todo o todo” y para lograrlo, está procurando que a Putin solo le quede la salida del infierno nuclear, que justificaría la aniquilación de Rusia y la coronación definitiva del militarismo estadounidense.
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La integración de México a la Iniciativa de la Franja y la Ruta sigue pendiente. Es necesario que México tenga sentido del momento histórico y cambie todo lo que deba ser cambiado, tal como lo han hecho ya la mayoría de los países del mundo.
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Escrito por Anaximandro Pérez
Doctor en Historia y Civilizaciones por la École de Hautes Étus en Sciences Sociales (EHESS) de París, Francia.