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Irán-Israel: prosigue la partida
En esencia, la victoria de Hamás es también la dulce venganza de Irán.
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El ataque israelí a Damasco el 1º de abril con aviones F-35 de fabricación estadounidense pasará a la historia de la literatura sobre la guerra y la diplomacia como un acto de engaño de alta intensidad. Irán no había esperado que un ataque cobarde con cazas furtivos contra uno de sus complejos diplomáticos en el extranjero equivaliera a un acto de guerra.

Las prácticas de engaño de Israel no proporcionaron ninguna pista. Israel espera que Irán tome represalias. Pero la asimetría en el aura de secretismo hace que la represalia iraní sea todo un reto. Abundan las especulaciones.

Pero Israel parece confiar en su sistema de contraengaño. El jefe del Estado Mayor de las Fuerzas de Defensa israelíes, Herzi Halevi, subrayó el domingo que Israel sabe “cómo manejar a Irán”.

Dijo: “Estamos preparados para ello (represalias); tenemos buenos sistemas defensivos y sabemos cómo actuar con contundencia contra Irán tanto en lugares cercanos como lejanos. Actuamos en cooperación con EE. UU. y los socios estratégicos de la región”.

La parte sobre EE. UU. es desconcertante porque lo que se dice en el bazar es que los estadounidenses aseguraron en voz baja a los iraníes que no tenían ni idea del ataque de Israel a Damasco, y mucho menos tuvieron ningún papel en él. Pero el despliegue de jets F-35 para tal misión no fue una coincidencia, después de todo.

¿Cómo puede alguien tomarse al pie de la letra las garantías ofrecidas por EE. UU. a través de sus canales? El gobierno de Biden da sistemáticamente esas garantías a los rusos cada vez que los ucranianos atacan en territorio ruso, con los estadounidenses o los británicos (o ambos) proporcionando inteligencia por satélite, logística y armamento, y, según alegan los rusos, con personal militar controlando la operación.

El dilema de Rusia es similar al que afronta Irán. La gran pregunta, por tanto, tiene tres partes: 1. ¿Hasta qué punto estaban los estadounidenses al tanto del ataque israelí?; 2. De cara al futuro, ¿se empleará a fondo Estados Unidos en un año electoral para alimentar una guerra provocada por Israel?; 3. ¿Se trata ya de un asunto exclusivo entre Irán y el Eje de la Resistencia, por un lado, e Israel, por otro?

Si la historia de Oriente Próximo sirve de precedente, nos viene a la mente el rapapolvo que se llevó la entonces embajadora de Estados Unidos en Irak, April Glaspie, por su infame reunión con Sadam Husein el 25 de julio de 1990. Glaspie dijo a Sadam: “No tenemos opinión sobre los conflictos árabe-árabes, como su desacuerdo fronterizo con Kuwait”. Sadam se tomó esas palabras al pie de la letra y se envalentonó al creer que la derrota de EE. UU. en Vietnam le impediría actuar en Kuwait. El resto es historia.

En pocas palabras, es una conjetura, cuáles son las motivaciones de EE. UU., incluso si transmitió alguna garantía a Teherán. Por supuesto, cuando se trata del enfoque de EE. UU. ante cualquier situación emergente que surja de cualquier represalia iraní contra Israel, todas las apuestas están echadas.

Entre los comentaristas existe la delirante opinión de que en el síndrome de acción-reacción que implica a Israel e Irán, el presidente Biden mantendrá a EE. UU. al margen de cualquier intervención directa porque la opinión pública estadounidense milita en contra de otra guerra en Oriente Medio después de Irak y Afganistán. Presupone alegremente que los presidentes estadounidenses se dejan influir por la opinión pública nacional. Pero, en realidad, rara vez es así.

Dado que la opinión cada vez más extendida es que las nubes de tormenta en el horizonte presagian una guerra mundial, una analogía de la década de 1940 sería la más apropiada. Sin ir más lejos, el presidente estadounidense Franklin Roosevelt tomó por su cuenta la audaz decisión de participar en la Segunda Guerra Mundial. Roosevelt tuvo que desarrollar una iniciativa que fuera coherente con la prohibición legal de conceder créditos, satisfactoria para la cúpula militar y aceptable para una opinión pública estadounidense que, en general, se resistía a implicar a EE. UU. en el conflicto europeo.

Cuando estalló la guerra en Europa en septiembre de 1939, Roosevelt declaró que, si bien EE. UU. se mantendría neutral por ley, no podía “pedir que todos los estadounidenses se mantuvieran neutrales también de pensamiento”. Franklin Roosevelt firmó la Ley de Préstamo y Arriendo, diez meses antes de que EE. UU. entrara en guerra, en diciembre de 1941.

Ahora bien, los “globalistas” que dominan el establishment estadounidense, incluido Biden, también saben que la Segunda Guerra Mundial acabó por restaurar (“arreglar”) la economía estadounidense. Durante la Segunda Guerra Mundial se crearon 17 millones de nuevos puestos de trabajo civiles, la productividad industrial aumentó un 96 por ciento y los beneficios empresariales después de impuestos se duplicaron.

La paradoja es que el gasto público contribuyó a la recuperación empresarial de la economía estadounidense que había eludido el New Deal de Roosevelt. La década que siguió a la Segunda Guerra Mundial aún se recuerda como un periodo de crecimiento económico y estabilidad cultural. Apareció una narrativa triunfalista según la cual EE. UU. había ganado la guerra y derrotado a las fuerzas del mal en el mundo.

 

 

A medida que los quince años anteriores de guerra y depresión fueron sustituidos por un aumento del nivel de vida y de las oportunidades, surgió una nueva cultura estadounidense segura de su futuro y de su lugar en el mundo, que por supuesto acabó engendrando ese odioso excepcionalismo.

De hecho, los políticos estadounidenses de todas las tendencias se remontan a aquellos días felices para defender sus programas, incluso hoy en día. Y entre ellos se incluye el propio Biden, a quien le gusta compararse a grandes rasgos históricos con Roosevelt.

Del mismo modo, hoy existe la creencia común, que no carece de fundamento, de que el primer ministro israelí Benjamin Netanyahu se las ha ingeniado para arrastrar a EE. UU. a la situación de conflicto en Oriente Próximo. Pero, ¿no hizo Winston Churchill exactamente lo mismo, calculando que la entrada de EE. UU. en la guerra continental con Alemania inclinaría decisivamente la balanza de fuerzas?

Al parecer, Churchill dijo –así lo afirmó en su no tan honesta historia de la guerra– que por primera vez en mucho tiempo durmió tranquilo, seguro de que con EE. UU. en la guerra, la victoria era inevitable.

Pero Churchill también sabía que Roosevelt estaba convencido de que, en algún momento, EE. UU. tendría que entrar en la guerra. La habilidad persuasiva de Churchill de hecho moldeó el pensamiento de Roosevelt después de Pearl Harbour para dar prioridad al teatro europeo.

Baste decir que hoy en día es muy probable que Biden comparta el viejo prurito estadounidense de ajustar cuentas con la República Islámica de Irán, si surge la oportunidad. Podría decirse que eso no tiene nada que ver con el enfriamiento de las relaciones de Biden con Netanyahu.

Sin duda, Irán tiene ante sí el enorme reto de elaborar una respuesta proporcionada a la agresión israelí. La represalia tiene que ser a la vez simbólica y sustantiva, contundente y convincente y, sobre todo, razonable y racional. Y lo que es más importante, no debe desencadenar una guerra mundial; Irán, desde luego, no quiere una guerra.

El único factor atenuante de una situación sombría es que el domingo Israel retiró sus fuerzas terrestres de Jan Yunis, marcando el final del denominado conflicto de alta intensidad. El ministro de Defensa israelí, Yoav Gallant, ha anunciado unilateralmente la victoria afirmando que Hamás “ha dejado de funcionar como organización militar en toda la Franja de Gaza”. Lo cual, por supuesto, se enfrenta a la realidad, ya que los analistas estiman que al menos seis batallones de Hamás están escondidos, todavía en funcionamiento, incluidos sus líderes, que están rodeados por unos 130 rehenes.

Llámenlo como quieran, pero se trata de un importante retroceso por parte de Israel con muchos asuntos pendientes, por así decirlo: la liberación de todos los rehenes; el regreso de los residentes a sus hogares en el sur y el norte; una configuración para administrar la Franja de Gaza, donde Hamás sigue siendo de facto el líder con un respaldo popular masivo. El general Halevi puso cara de poker al resultado, afirmando que esto no significa el fin de la guerra, sino sólo que “estamos librando esta guerra de forma diferente… los altos cargos de Hamás siguen escondidos. Llegaremos a ellos tarde o temprano… tenemos planes y actuaremos cuando decidamos”.

Este final sin ceremonias de la guerra después de seis meses está casi con toda seguridad vinculado a los avances comunicados en las negociaciones sobre la liberación de los rehenes. Tampoco es que el marcador esté vacío. El ataque de Damasco es un duro golpe para la Fuerza Quds del IRGC iraní a nivel operativo tanto en Irak como en Siria. Israel ha ganado tiempo. Por otra parte, diga lo que diga el general Halevi, existe un “panorama más amplio, en el que por fin está tomando forma un acuerdo de tregua y toma de rehenes”.

En esencia, la victoria de Hamás es también la dulce venganza de Irán. Hace que una represalia iraní contra el ataque de Damasco sea algo redundante, por así decirlo. El destacado comentarista israelí David Horowitz escribió con mordaz sarcasmo: “¿Es así como termina la guerra? No con una explosión, ni siquiera con un gemido”.

M. K. Bhadrakumar es exembajador indio, ha estado al frente de misiones diplomáticas en los territorios de la antigua Unión Soviética y en Pakistán, Irán y Afganistán. Escribe principalmente sobre la política exterior india y los asuntos de Oriente Medio, Eurasia, Asia Central, Asia Meridional y Asia-Pacífico.



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